El silencio de los medios foráneos se ha extendido a algunos periodistas nativos y medios no estatales que prefirieron ignorar el tema. Una respuesta (indirecta) a esas críticas ha sido «no nos digan cómo trabajar», reduciendo a un asunto de mala educación lo que es un reclamo cívico y, de modo aún más concreto y pertinente, profesional.
Exploremos las razones técnicas detrás del silencio. ¿Qué define la «noticiabilidad» de una acción cívica? ¿El número de participantes? ¿La novedad del hecho? ¿La respuesta gubernamental y social que aquella provoca? ¿Todo eso y más? Uno esperaría que el curtido reportero de medios extranjeros tuviera pautas claras sobre eso. Hasta el momento de escribir estas líneas, solo hay silencio.
Si las razones fuesen el limitado número de los involucrados y la poca novedad de la represión y la protesta, muchos eventos de la sociedad civil, cuentapropismo e intelectualidad autorizados no deberían recibir la atención de la prensa acreditada. En la Habana, y fuera del país, se organizan todos los años tertulias, exposiciones y reuniones diversas. Foros de debate acotado y ferias de emprendedores autorizados, cuyos contenidos intelectuales o propuestas cívicas parecen querer criticar y reformar a Cuba, sin molestar al poder. La prensa extranjera acostumbra a considerarlos hechos noticiables.
Si se midiese lo noticioso por la reacción estatal, en este caso ha sido claramente desmesurada. Lean, a propósito, el texto “El ridículo de una dictadura” del científico y activista Oscar Casanella. Se trata de decenas de artistas y activistas pacíficos, presos y maltratados durante varias jornadas consecutivas, por reclamar justicia ante el abuso policial. Abuso que incluyó el encarcelamiento del joven negro Denís Solís, condenado a ocho meses de cárcel en juicio express. Y una huelga de hambre del Movimiento San Isidro. ¿Nada de eso amerita una nota, un comentario o un simple post en redes?
Esta lamentable situación me hizo recordar episodios históricos del nexo entre prensa y autoritarismo. Robert Cox, el periodista británico que plantó cara a la sanguinaria dictadura argentina, es un ejemplo de los roles y riesgos que corre la prensa acreditada bajo un entorno autoritario. Y su claro testimonio sobre los alcances de dichos lazos se proyecta más allá de Argentina, y de aquellos años. Cox señalaba: «Como hubo muchos años de dictadura, los grandes diarios estaban acostumbrados a cumplir órdenes de los dictadores y hubo una autocensura que era más de casi complicidad con los militares. Estos medios deberían investigar los hechos del pasado y hacer un esfuerzo por compensar la autocensura que se impusieron pero no lo están haciendo, lo que revela la aprobación y la complicidad que tuvieron con la dictadura».
También le recordé a un joven colega la historia de Iván Golunov. El pasado año, ese periodista fue arrestado, golpeado y retenido por la policía de Putin. Le comenzaron a fabricar una causa motivada por su labor crítica. El hecho generó repulsa dentro y fuera del gremio periodístico ruso. Medios privados frecuentemente amables con el Kremlin y periodistas de la prensa estatal se sumaron a la causa por la liberación de Golunov. Los principales periódicos salieron a la calle con una misma portada y titular: «Todos Somos Iván Golunov.». La solidaridad emergió en un régimen autoritario, ahí donde la represión de opositores, periodistas y activistas sociales ha llegado hasta el asesinato político.
Algunos dirán que el Movimiento San Isidro no consigue que la gente salga en masa a las calles habaneras. En Rusia tampoco sucedió. ¿Esa no es, acaso, la reacción propia de una sociedad fragmentada en sus canales de solidaridad, información y comunicación? ¿Una sociedad, para colmo, puesta en cuarentena represiva por la pandemia? Frente a ello, el hecho innegable, y noticiable, es que otro grupo de personas está reclamando derechos en el espacio físico. Con su cuerpo y su verbo. Sin filtros.
Si el cometido de la prensa fuera solo atender “grandes procesos”, sería sociología. Y si se limitase a atender lo autorizado devendría “relaciones públicas”. Porque la prensa, además, capta siempre la riqueza detrás de cada historia humana. De cada empeño personal a contrapelo de “lo normal”. Cubrir eso no implica “hacer militancia” ni tomar partido. Tan solo visibilizar aquello que Hanna Arendt llamaba “el milagro de la acción humana”. Es deontología básica. Oficio con sentido.
Hay periodistas cubanos que alegarán, tras su silencio, un razonable temor por su suerte personal. Es comprensible. Pero los colegas extranjeros, a lo sumo, serán expulsados del país por un gobierno alérgico al escrutinio. Es algo laboralmente perturbador, pero no se trata de un peligro existencial. ¿Vale la pena no reflejar el hecho represivo, a costa del prestigio profesional y la invisibilización de otros colegas reprimidos? Cada quién sacará sus conclusiones. Pero no es un tema para despachar fácilmente.
Nadie, en ningún lado, debería llamar a los medios a convertirse en movimientos de oposición. No es su rol profesional ni su responsabilidad social. No tiene mucho sentido orientar la redacción y ortografía con que una nota de prensa deba ser escrita. Pero es perfectamente legítimo que profesionales de la noticia sean interpelados al negarse a cubrir, siquiera minimamente, la represión imperante.
En los eventos noticiables de estas jornadas, ha faltado el rol de quienes pueden dar cuenta de las zonas más oscuras y tristes de la realidad cubana. La presencia y cobertura de una prensa bien dotada para hacerlo. Esa invisibilización ineludiblemente tendrá un costo para la credibilidad de esos medios. Pero, sobre todo, tributa a una mayor desprotección de la sociedad civil emergente. La opacidad y el silencio son siempre aliados eficaces de la opresión.
Este artículo fue publicado originalmente en CiberCuba el 20 de noviembre de 2020