En cambio, ni Sísifo ni Tántalo, ambos castigados de manera perpetua por Zeus, fueron dignos de elogio. El segundo, rico y famoso, fue honrado con la amistad de los dioses por su elevada alcurnia y compartió su mesa en el Olimpo. Pero sabemos que la grandeza y la altura espiritual no dependen del origen de cuna. Ladrón, mentiroso e intrigante, llevó al colmo su vanidad e insolencia al invitarlos a un banquete para retar la omnisciencia de los dioses. Les sirvió de manjar a su propio hijo, sacrificado, descuartizado y cocido en un caldero. Al advertir de inmediato la atrocidad, no tocaron la horrible comida, echaron las partes del muchacho a una olla sagrada que, al cocinarlo, lo restituyó a la vida, aún con más belleza. Y recuperó su alma, que Hermes fue a buscar al Hades.
El desalmado Tántalo fue condenado eternamente a sufrir de sed y hambre en el lugar más profundo del infierno, reservado a los peores malvados. Había cometido los tres más grandes pecados de la religión griega, siguiendo la Wikipedia: ofender a un huésped, hacer daño a un niño y desafiar a los dioses. Por eso, se le representa en un lago con el agua a las rodillas y árboles con ramas repletas de deliciosos frutos. Al querer beber, o comer de ellos, se retiran de su alcance las aguas y los árboles por vientos tempestuosos. Además, una roca pende sobre su cabeza, siempre oscilante, con la amenaza de aplastarlo.
Sísifo, cuyo castigo consistía en empujar hasta la cima de una montaña una piedra que, al llegar al tope, volvía a rodar hacia abajo, para, de modo incesante, tener que comenzar de nuevo la tarea de impulsar su ascenso, fue condenado por mentiroso, por su ligereza con los dioses y porque, avaro y codicioso, atacaba y asesinaba a los viajeros para robarles e incrementar su gran fortuna. Fundador y rey de Éfira (la antigua Corinto), desde Homero tuvo fama de ser el más astuto de los hombres. Lucrecio, en el siglo I a.C. interpretó esta leyenda como una alegoría del poder político, como un esfuerzo que resulta vacío cuando se mueve únicamente por el poder mismo. Albert Camus hizo célebre el mito para simbolizar el absurdo trágico de la existencia humana. Ni siquiera llegar a lo más alto de la montaña, justifica en este esclavo del esfuerzo inútil, el poder que pretende ganar, aunque crea alcanzar la plenitud que perpetuamente se le derrumba.
Como todo mito, su significado tiene varios sentidos. Es polisémico. Como toda obra de arte, su expresión es siempre múltiple. Es una “obra abierta”, de acuerdo con Umberto Eco. Cada vez su interpretación se transforma según el contexto histórico, el espacio social al que se refiere o en el que tiene lugar su irrupción o su evocación. Como símbolo, constituye una “unidad de sentido”, que permanece viva y actual en el tiempo en el que aflore, en el que cambie su carga simbólica, polifónica, de muchas voces, a la vez una y plural.
Para quienes luchamos por rescatar la decencia, la dignidad y el valor de la vida, el respeto por los otros, principios inherentes a la democracia, Tántalo y Sísifo son dos facetas del mismo rostro de quien pretende ejercer, con sus cómplices, su dominio. Un usurpador “de cuyo nombre no quiero acordarme”, como diría don Quijote que, en alianza con el crimen organizado transnacional y la crueldad sin límites, han destruido Venezuela. Tenemos el deber de convertirnos en nuevos Prometeos, para robar el fuego de quienes lo acaparan sin piedad y restaurar la llama de la libertad y la justicia, condición sine qua non para que vuelva la paz a la república.