Valera, Trujillo. – Normalmente la definición popularizada de una Dictadura nos evoca al mando único de un hombre o un pequeño grupo que toma un Estado a sus anchas sin limitaciones, presentándonos figuras avasallantes, tanto para la admiración de los filotiránicos como parálisis del común de las personas.
Sin entrar al debate culto sobre el término, la prefiguración dada por una definición generalista y vaga construye todo un imaginario entorno ese tipo de mandamases. Les crea un halo o marco que los presenta y tipifica como fuertes sin necesidad de apuntar una sola bayoneta contra nadie. Es decir, la concepción generalista, precede al accionar.
¿Pero qué tan cierta puede ser aquella percepción de ellos? Eso depende del régimen instaurado, pero lo certero es que sus límites existen y no son solo los físicos o sobrenaturales como nos prefieren hacer creer.
Cada autocracia – para englobar a los regímenes despóticos y tiránicos- busca guarecerse en sí mismas, estar en una coraza, mas ello no implica imbatibilidad. Comprendiendo esto se puede iniciar el camino para comprender en qué se basa y hasta dónde llegan los límites de su solidez aparente.
Ver esto implica, por parte del especialista y el ciudadano, prestar atención con un afilado enfoque crítico para conocer las dinámicas de esa autocracia y sus relaciones del poder. Unas que normalmente son tácitas, pero que nos muestran estructuras visibles que nos señalan sus particularidades y sus inevitables flaquezas.
Ese es un tipo de perspectiva que no asumen quienes exhiben a la política como una serie de ejercicios deterministas. Tal como ciertos entusiastas del cuantitativismo que, en el caso de Venezuela, han presentado cruces de datos comparativos de 100 casos de transiciones a la democracia, de los cuales 59 se dieron gracias a negociaciones. Todo expuesto para justificar el retorno a oficios funestos de estabilización del régimen socialista por vía de constantes “diálogos”. Reduciendo las particularidades del caso venezolano y encasillándolo en una especie de estándar global.
Cada régimen autocrático cuenta con particularidades que lo cimientan en sus contextos, defiendo sus acciones y pautas. ¿Cómo comparar a la junta militar chilena, encabezada por Pinochet, erigida en una draconiana institucionalidad militar con el desmantelamiento de la institucionalidad militar venezolana para mezclarla por grupos criminales de todo pelo?
¿Cómo comparar a los miembros del régimen Franquista en su ocaso, haciendo contactos (con Suarez, Gonzales, entre otros) en vísperas de la muerte natural de su caudillo, con una compleja maraña de correlaciones de fuerzas que -sin aceptar su decadencia- han preferido crear un ecosistema simulado de democracia con Maduro (representante del que no necesariamente depende el régimen para prolongarse) y al que además le quedan muchos años para la decrepitud? ¿Cómo comparar el brazo que torció De Klerk a Mandela con el de Maduro y su fraude sistémico? Las comparaciones que escapan a la rigidez de algunos abundan, dejando sobre el tablero el uso de rutas poco convencionales para crear amenazas creíbles a los vástagos de Chávez.
Hay generalizaciones y vulgarizaciones que no brindan respuestas porque no se mojan en lo hondo del análisis, no escuchan el logos, como sí hace el tirano – o su equipo- para luego generalizar y vulgarizar maléficamente. Solo al comprender la naturaleza y orden del régimen que promueve el caos, podremos desestabilizarlo, pero primero hay que aceptar ver la fealdad de esta bestia hasta en sus entrañas.
Andrés Anthonio Segovia Moreno, Coordinador de Vente Venezuela en el estado Trujillo. Licenciado Cum Laude en Comunicación Social ULA (2016), Diplomado en Gestión Pública de la ULA-Nurr (2016), Certificado en desarrollo de proyectos internacionales PMD Pro (2018), Miembro investigador y coordinador de Línea de investigación semiótica del cine del Laboratorio de Investigaciones Semióticas y Literarias (Lisyl-ULA) y estudiante de Maestría en Desarrollo Regional ULA-Nurr.
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