“¿Acaso tenemos elección?”, las mujeres rohinyás frente a una odisea de miseria

“¿Acaso tenemos elección?”, las mujeres rohinyás frente a una odisea de miseria

 

“¿Acaso tenemos elección?” Quedarse en un sórdido campo de refugiados, pasando hambre, o marcharse, arriesgándose a la muerte, la violación, el tráfico de personas y meses en el mar para reunirse con un marido desconocido. Es el destino de muchas jóvenes rohinyás.

Las condiciones se deterioran en los campamentos hacinados de Bangladés, donde se refugiaron para huir de la persecución en Birmania. Los padres, desesperados, casan a las hijas con rohinyás que viven a miles de kilómetros, en Malasia.

Algunos porque así no tendrán que pagar una dote, otros para que los sustente el yerno, para tener una boca menos que alimentar o con la esperanza de una vida mejor para sus hijas, según los testimonios recabados por la AFP en el campo de Kutupalong (en el sur de Bangladés) y de Lhokseumawe, en la isla de Sumatra, en Indonesia.

Las chicas se comprometen a través de una llamada telefónica y se casan por videoconferencia. No tienen voz ni voto y deben contentarse con unas cuantas conversaciones telefónicas para conocer a un cónyuge con el que nunca estuvieron. Después llega el peligroso viaje para reunirse con él.

“Mis padres me pedían constantemente que encontrara la manera de llegar a Malasia; vivía con ellos, era solo una boca más que alimentar”, cuenta Jannat Ara, de 20 años. En el campamento, su familia, con ocho hijos, sobrevive con 50 kg de arroz al mes.

La joven, que se casó por teléfono con un desconocido rohinyá de Kuala Lumpur, acabó cediendo a las presiones familiares para que se marchara y se reuniera con él.

Como miles de rohinyás apátridas que no pueden cruzar fronteras legalmente, no ha tenido más remedio que confiar en su marido y en los traficantes de personas pagados para llevarla a su destino.

El viaje comenzó en un rickshaw que la llevó a un puerto clandestino donde subió a una barca para finalmente embarcarse en un arrastrero destartalado y abarrotado.

Pero a su llegada, Malasia los rechazó. “Después de navegar durante dos meses y ver morir a tanta gente, tuvimos que volver al lugar de donde veníamos”, a los campamentos de Bangladés.

 

– “Demasiado vieja” con 18 años –

 

Los matrimonios concertados forman parte de las costumbres rohinyás, pero en los campos de refugiados de Bangladés, las familias son tan pobres que no pueden pagar las dotes tradicionales. Por eso se decantan por las bodas virtuales y los compromisos con alguien de otro país.

Con solo 18 años, Somuda Begum era considerada “demasiado vieja” para contraer matrimonio. Había propuestas en el campamento, pero las familias exigían “mucho dinero” para su dote.

Con 11 hijos que alimentar, “mis padres no podían casarme porque mi anciano padre no tenía dinero para pagar la boda. Entonces pensó que sería mejor enviarme a Malasia”, cuenta.

Un hombre se ofreció a ayudar para concertar un matrimonio, bastaba con financiar el viaje a Malasia, decía.

“Me enfadaba tanto escuchar a mi madre y a mis vecinos decir que era demasiado vieja. No encontré ninguna razón para negarme. Y en el fondo, me sentía más bien feliz de poder finalmente formar mi propia familia, lejos de este caos”.

La chica solo vio una foto de su futuro esposo antes de la boda por videoconferencia, con los suegros y el imán en la choza familiar y el novio en Kuala Lumpur en una pantalla rodeado de amigos.

Una vez casada, su padre, Mohamad Ledu, la confió a un traficante que aceptó llevarla a Malasia por 260 dólares. Pero con el dinero en el bolsillo, el hombre la abandonó en cuanto ella subió al barco. El barco estuvo a la deriva durante dos meses hasta que fue rescatado por los guardacostas bangladesíes. Ella tampoco se juntó con su marido.

“Pensábamos que tendría una vida mejor. Pero todos esos esfuerzos fueron en vano. Y ahora ni siquiera quieren devolvernos el dinero que pagamos”, lamenta el padre.

 

-“Ellas no nos quieren” –

 

Las oenegés, sin embargo, advierten a las familias de los campamentos contra el peligro de los traficantes de personas que se hacen pasar por intermediarios, haciéndoles soñar con un futuro mejor.

El aumento de los intentos de irse al extranjero se debe a la desesperación que se vive en los campamentos, donde el número de refugiados de esta minoría musulmana ha subido a casi un millón desde la represión militar de 2017 en una Birmania con una población mayoritariamente budista, explica Chris Lewa, director de la oenegé Arakan Project.

“Las condiciones en Bangladés se deterioran, hay más restricciones de movimiento, superpoblación”, agrega el especialista, cuya organización sigue las migraciones de los rohinyás.

En Malasia, la ONU tiene registrados a unos 100.000. Los rohinyás instalados en este país de mayoría musulmana, tienen pocas posibilidades de integrarse. No tienen derecho a la nacionalidad y, como refugiados, tampoco pueden trabajar. Muchos aceptan empleos mal remunerados en el sector de la construcción.

Y a pesar de que comparten la religión de alrededor del 60% de la población del país, sufren discriminación y acoso. La mayoría de ellos no encuentran esposa debido a las pocas perspectivas que les pueden ofrecer.

“Es muy difícil casarse en Malasia. Las malasias no nos quieren como maridos”, cuenta Mahumudul Hasson Rashid, quien huyó de Bangladés hace cinco años.

Esta escasez local de esposas potenciales fomenta el éxodo de chicas desde Bangladés, a miles de kilómetros de distancia. Lo hacen a bordo de barcos que otrora estaban llenos de hombres y en los que ahora predominan las mujeres.

Los hombres solteros acuden a familiares y casamenteros en los campamentos de Bangladés para organizar uniones. Y pagan a los traficantes de personas entre 2.000 y 3.000 dólares, diez veces el salario mensual de un trabajador de la construcción rohinyá, para transportar clandestinamente a sus esposas por tierra y mar.

“Nos preocupa pero no hay otra forma. No hay otra opción ya que no tenemos pasaporte”, explica Mahumudul Hasson Rachid.

Pero con la pandemia de covid-19, los guardacostas bloquean barcos con mayor frecuencia y los pasajeros se ven obligados a regresar a Bangladés o quedan abandonados a su suerte en el norte de Indonesia.

 

– “Sabía que era peligroso” –

 

Janu, de 18 años, conocía los peligros antes de emprender el viaje para reunirse con su esposo en Malasia.

“Sabía que era peligroso pero había tomado la decisión”, dijo la joven que asegura haberse ido por su propia voluntad para comenzar una nueva vida a pesar de que el matrimonio fue concertado por sus padres.

Pero el viaje se convirtió en una pesadilla. Debía durar una semana y soportó 200 días de penurias en un pesquero hacinado que no pudo atracar en Malasia, donde quedó retenida por los traficantes que se negaban a liberar a los pasajeros si no se les pagaba más dinero.

“El capitán dijo a mi marido que si no le pagaba me torturaría, me mataría y luego me arrojaría al mar”, recuerda.

Sin esperanza de llegar a destino, los muertos en el barco se multiplicaban (como suele ocurrir por enfermedades, hambre o malos tratos infligidos por la tripulación, a menudo birmana) y los traficantes se deshicieron del cargamento humano en el norte de Indonesia.

Janu y otros 300 supervivientes, enfermos y conmocionados, acabaron en otro campo de refugiados de la ciudad indonesia de Lhokseumawe. Esperan que una vez que se alivien las restricciones de viaje, puedan ir discretamente a la vecina Malasia.

Su marido le envía dinero cuando puede, pero Janu no se hace ilusiones, “no tiene intención de venir” a buscarla.

Y eso que, dice, “después de sufrir por él en el mar durante siete meses, mi mente y mi corazón todavía anhelan ir a encontrarse con él”.

 

– Después, la violencia de género –

 

Cuando consiguen reunirse con sus maridos estas jóvenes siguen siendo vulnerables, constata Glorene Das, directora de Tenaganita, una oenegé que trabaja con migrantes y refugiados en Malasia.

La comunidad es “muy cerrada” y aunque hay pocos datos oficiales, la violencia doméstica es “sin duda” un motivo de preocupación porque estas mujeres tienen pocos derechos y poco acceso a ayuda externa.

“Nos hemos encontrado con casos de matrimonios forzados y de matrimonios infantiles, decididos por los padres”, precisa. Una vez que se oficializa el matrimonio, los yernos rohinyás deben mantener financieramente a su familia política.

Amerah, ahora de 18 años, fue prometida a su novio cuando tenía seis años.

“Como la boda fue concertada por mis padres, acepté. No podemos ir en contra de la voluntad de nuestros padres”, dijo.

Nunca ha vuelto a ver a su marido desde que se fue a Malasia, donde se convirtió en obrero de la construcción. La pareja mantuvo contacto por WhatsApp y las redes sociales hasta que ella intentó reunirse con él.

La adolescente esperaba un viaje de siete días. Pero ella y sus compañeros de infortunio han estado a la deriva durante siete meses en el mar, luchando contra la enfermedad y la desnutrición. Sin llegar nunca a su destino: los traficantes también los abandonaron en el norte de Indonesia.

En definitiva pasó de un campo de refugiados a otro, se encuentra sola y sin muchas esperanzas de futuro. “No sé cuándo me casaré. Casi no hago nada aquí”, dice. “Haré lo que me digan que haga”, concluye resignada.

AFP

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