Llama a la puerta un mensajero, deja su paquete y se marcha. Y mientras cierra la puerta, Conchi, la señora que trabaja en casa desde hace veintisiete años, me comenta: «Hay que ver qué educados son estos muchachos americanos, ¿verdad? Y lo bien que hablan». Luego vuelve a sus asuntos y yo me quedo pensando que sí, en efecto. Que en su mayor parte son muy corteses y hablan un español excelente, mejor que el de los nacidos a este lado del Atlántico. Aunque luego, al vivir aquí, ya en contacto con la zafia idiosincrasia nacional, se les vaya pasando.
Alguna vez comenté mi admiración por las palabras que un campesino peruano o ecuatoriano dijo en la tele tras un terremoto: «Pues verá, señor, hubo un temblor de tierra espantoso, el techo oscilaba, y agarré a mi familia para ponerlos a salvo y salvar nuestras vidas». Una situación que, no me cabe duda –y a ustedes tampoco–, un español medio habría resuelto seguramente con: «Joder, se lió parda, hubo un terremoto del copón y salimos cagando leches». Y no digan que exagero. Hace unos días, una española responsable de no sé qué departamento de sanidad expresaba así su admiración por el trabajo de sus colegas durante la pandemia: «Sois la hostia, la hostia. Flipo, flipo, flipo».
Lo comento con mi amiga y editora Pilar Reyes, nacida en Colombia, y dice algo que me deja pensativo: «Hay una parte de tradición, de la antigua cortesía y habla de las clases dominantes españolas, que ha sido referencia social durante siglos. Pero es que, además, en España se es posmoderno, pero en América se es todavía moderno. La cortesía, el buen hablar, son herramientas prácticas. Allí, donde hay lugares de una pobreza extrema, aún se cree en ellas para la vida diaria, para mejorar el futuro. Van en un mismo paquete llamado educación».
Ésa es la palabra que me queda bailando en la cabeza: educación. Y poco tiene que ver con la posición social. La educación y sus consecuencias visibles, como la cortesía o el buen hablar, se manifiestan de muchas maneras en Hispanoamérica. Incluso entre gente humilde, incluso en la violencia. Y doy fe de ello: en Colombia me quisieron robar hablándome todo el rato de usted; en El Salvador me encañonaron diciéndome hijoputa con extraordinaria cortesía, y en Nicaragua un militar formuló la más extraordinaria amenaza de muerte que me han hecho jamás: «Amigo, no perdamos la dulzura del carácter».
En mi opinión, ese respeto por el lenguaje, y en especial su culto entre las clases humildes de allí, tiene mucho que ver con la esperanza de un futuro mejor. En lugares donde la pobreza es tan intensa que la movilidad social resulta difícil o casi imposible, la educación en su sentido amplio ha sido, durante siglos, la única posibilidad. Ahora el narcotráfico ofrece una siniestra vía alternativa, pero subsiste el reflejo de la antigua honrada esperanza: soy pobre y estoy condenado a una vida mísera, pero si mi hijo aprende, habla bien, tal vez su vida sea mejor que la mía. Así se explica que familias de una indigencia extrema se sacrifiquen para que uno de ellos estudie, salga adelante y ayude a toda la familia a mejorar. Por eso gente atrozmente pobre se las arregla para que al menos un hijo o una hija vayan al colegio, donde heroicos maestros hacen lo que pueden. Para que un día los chicos tengan un trabajo digno, o viajen a Estados Unidos, o a España, y vivan mejor de cómo vivieron sus padres y sus abuelos.
Deberíamos recordar eso cada vez que un mensajero con cara de maya o azteca llama a la puerta para dejar un paquete. Cuando oímos su «buenos días, señor» al entrar en un taxi, un bar o un restaurante. Cuando una chica con pelo negro y rostro de Malinche dice «¿me regala su pin?» al acercarle la tarjeta de crédito. No es servilismo ni humildad, sino una visión del mundo más sufrida y noble que la nuestra: la huella del esfuerzo y sacrificio de quienes los educaron para que su futuro fuese diferente. Ojalá conservaran esa nobleza de maneras en vez de perderla al vivir aquí. Son muchas las lecciones de dignidad y coraje que pueden darnos esos tipos bajitos de hablar suave, que cuando los ofendes, orgullosos como indios y españoles que son, te miran con ojos oscuros y peligrosos; o esas mujeres de voz dulce y cabello negro, que tanto saben de sufrimiento y de vida. Aprendieron de la vieja España, cuya sangre llevan y cuya lengua hablan, cuando todavía éramos alguien de quien se podía aprender; y ahora están aquí porque tienen derecho a estar. Son tan nuestros como nosotros suyos. No los hagamos avergonzarse de lo que somos. No les defraudemos la memoria.
Este artículo fue publicado originalmente en XL Semanal el 27 de diciembre de 2020