Gustavo Coronel: La aldea y los sueños de universalidad

Gustavo Coronel: La aldea y los sueños de universalidad

Gustavo Coronel

Para José Balbino León, salido de la pequeña aldea de Los Teques a la universalidad académica

Hace ya muchos años, en 1968, me reuní en París con un famoso geólogo suizo llamado Daniel Trumpy. Eran las 9 de la mañana y Trumpy me recibió en su oficina muy adolorido. Me dijo: “Tengo un par de costillas fracturadas”. Sacó una botella de Armañac de su escritorio y se sirvió medio vaso. Puso una cantidad menor en otro vaso y me lo pasó.

A la media hora yo hablaba con Daniel Trumpy animadamente y en… francés. Al finalizar nuestra reunión me dijo: “esta noche ceno con un amigo en FOUQUET, a las 9 p.m. Me gustaría que pudieses acompañarnos”.





Cuando llegué a FOUQUET encontré a los dos amigos ya sentados en la mesa. Esa noche compartí la cena más maravillosa de mi vida, al menos hasta ese momento, en compañía de Daniel Trumpy y de Arturo Rubinstein, el pianista. Fue inolvidable por muchas razones: la estatura intelectual de los dos amigos, la conversación, la comida, los vinos, el sitio. Pero lo que siempre recuerdo es que los dos le dedicaron mucho tiempo a elogiar sus infancias en pequeños pueblos de Suiza y de Polonia. Trumpy había nacido en la aldea de Glarus, en Suiza y Rubinstein, nacido en Lodz, Polonia, había pasado algunos años de gran felicidad en una aldea cercana a esa ciudad. Yo me atreví a decir que mi infancia y adolescencia habían transcurrido en una aldea venezolana, Los Teques, durante los años de 1934 a 1949 y que Los Teques me recordaba al Davos Platz de La Montaña Mágica, hasta con sus Settembrinis y Naphtas y uno que otro Dr. Behrens. El tema de los dos grandes comensales era que sus vidas tempranas en las aldeas le habían dado deseos de ser universales que, quizás, no hubiesen florecido con tanto vigor de haber crecido en una gran ciudad.

Yo pensé lo mismo, a mi nivel. Cuando recordé Los Teques de mi niñez y adolescencia me di cuenta de que aquella aldea, perdida en la bruma y llena de seres profundamente originales, había sido un crisol de universalidad. Pensé en Luis Ayesta, Julio Barroeta Lara, Manuel Henríquez, Carlos Gotbergh, José Balbino León, Carmencita Mannarino, Rubén Angel Hurtado, todos ellos y ellas convertidos después en grandes viajeros, de proyección universal, en profesores, poetas, académicos, geólogos, economistas y periodistas. Recordé también a quienes no viajaron pero siempre pensaron en grande, expertos en ópera italiana, marxistas autodidactas y gente ya anciana que siempre nos animaba a buscar aventuras por todo el planeta.

Los Teques veía partir a sus hijos hacia Chile, Italia, Tulsa o Varsovia pero también tenía sesiones semanales dedicadas a la música clásica, expertos en Herman Hesse y grupos de adoradores de Tomás Mann. La aldea vio llegar notables visitantes. Uno de ellos, el alemán Gustavo Knoop, llegó a los Teques durante la primera guerra mundial, como gerente de una empresa encargada de construir el ferrocarril. Knoop decidió que debía sembrar árboles para remediar cualquiera deforestación que pudiera resultar de los trabajos del ferrocarril y sembró no menos de 500 mil árboles durante su permanencia en Los Teques. En un bello libro sobre el Parque que lleva el nombre de Gustavo Knoop, Manuel Henríquez habla de la siembra de las siguientes especies, entre otras: APAMATE (Tabebuia rosea) ARAUCARIA (Araucaria heterophylla) BUCARE CEIBU (Erythrina poeppigiana) CAFETO (Caffe arabica) CASTAÑO (Pachira insignis) CEDRO (Cedrela odorata) CEIBA (Ceiba pentandra) CIPRES (Cupressus sempervirens) EUCALIPTO (Eucalyptus rostrata) GUAMO PELUDO (Inga fastuosa) JABILLO (Hura crepitans) LIMON FRANCES (Citrus limon) NISPERO DEL JAPON (Eriobotrya japonica) PALMA (Latania borbonica) PALO MARIA (Triplaris caracassana) PESJUA (Syzygium cuminni) PINO O CIPRES (Cupresus lusitania) POMAGA (Syzygium malacense) POMAROSA (Syzygium jambos) YAGRUMO (Cecropia peltata)

El Parque Knoop de Los Teques

La presencia en Los Teques de Gustavo Knoop y sus colaboradores alemanes representaron una inyección de universalidad para la aldea. Esta gente construyó un ferrocarril desde Caracas hasta Valencia, un trayecto de casi 200 kilómetros de belleza escénica incomparable. Creó dos grandes parques que eran ejemplares para la época, el Parque Knoop y el parque de El Encanto. Años después estos parques fueron esencialmente destruidos por la ignorancia y la indiferencia ciudadana, cuando Los Teques involucionó, pasando de ser aldea a ser ciudad.

Así lo narra Henríquez: “de sus casi doscientos (200) km, entre Caracas y Valencia, solo quedan vivos para el turismo once (11) km. de Los Teques al parque de El Encanto y doce (12) km. conservados dentro de la Hacienda Santa Teresa, así como la Estación de Nuestra Señora del Buen Consejo, que gracias a la dedicación de los dueños de aquella, la familia Vollmer, conserva la original estructura”.

Los Teques de los años 30 y 40 estaba poblado por ciudadanos modestos, cuyos hijos estudiaban con entusiasmo, caminaban de madrugada por las calles neblinosas de la aldea y soñaban con ser universales. Boticarios como mi padre, Jesús María Coronel, como Roberto Henríquez, César Gotbergh o Garbán. Dueños de tiendas como Moisés Almosny, Pedrito Ayesta, el Sr. Levy; médicos como Manuel Morillo, Teófilo Moros y el Dr. Estrada, odontólogos como el Dr. Mendoza, educadores como el Padre Ojeda y el profesor Rodríguez López y la Sra. Nezer, toda una comunidad de gente apegada a su pequeña aldea, habían decidido formar una nueva generación de perspectiva universal.

En los años 40 llegó otro notable europeo a Los Teques, Antonio Pasquali. Antonio venía de una pequeña aldea italiana, Robato, alimentando grandes sueños universales de humanismo y libertad. Llegó a la pensión de la Sra. Casado y formó parte de nuestra clase del cuarto año de bachillerato en el Liceo San José. De allí iría al Andrés Bello, luego a estudiar a París y lograría la inmortalidad como maestro de miles de venezolanos y gran ciudadano, mi más antiguo, querido e inolvidable amigo.

En Los Teques mi madre, Filomena, junto con Consuelo Marturet, Alcira Mendoza, Morelia Moros, Maria Sánchez y muchas otras mujeres tequeñas mantendrían por largas décadas un Instituto para Niños que alimentó física y espiritualmente a miles de futuros buenos ciudadanos. Estimo que por ese instituto pasaron unos 5000-6000 niños.

En las aldeas más humildes viven ciudadanos ejemplares y de allí salen a desempeñar su papel en el mundo hombres y mujeres con una concepción universal y una visión humanista de la vida.