Cuando Jeffrey Epstein apareció ahorcado en su celda de Nueva York, donde estaba detenido por tráfico sexual y abuso de menores, la vida de Ghislaine Maxwell descarriló. Hoy es ella la enjuiciada como cómplice de su ex novio Epstein, en un caso que involucra a nombres encumbrados —el príncipe Andrés, los ex presidentes Donald Trump y Bill Clinton— que se repetían en las fiestas que organizaban.
Por infobae.com
No fue, sin embargo, la primera muerte misteriosa que trastocó el mundo tal como ella lo conocía. Estaba por cumplir 30 años cuando su padre, Robert Maxwell, cayó desde su yate de USD 22 millones, cerca de las Islas Canarias. La favorita de los nueve hijos del magnate de medios fue la única que viajó para ocuparse de los trámites penosos y transportar el cadáver. Siempre creyó que fue un asesinato.
Otros se inclinaron por la hipótesis de un suicidio: apenas regresara a Londres aquel noviembre de 1991, Maxwell debía enfrentar una investigación por el fraude de los fondos de pensión de los empleados de su periódico, el Daily Mirror, por casi USD 500 millones, para cubrir otras acciones financieras igualmente dudosas. “Ah, saltó por la borda”, dijo su némesis, el empresario de medios Rupert Murdoch, a John Preston, quien acaba de publicar la biografía definitiva de Maxwell. “Sabía que los bancos lo estaban acorralando, sabía lo que había hecho, y saltó. No puedo dar otra explicación”.
Para quienes habían soportado la megalomanía, los caprichos y los raptos de violencia de Maxwell, como su esposa Betty, sólo podía haber sido un accidente: “Nunca se mataría”, declaró cuando viajó a Gran Canaria para entender los últimos días del hombre con el que apenas se hablaba entonces. Y aun otros, que lo habían tratado como espía durante la Segunda Guerra Mundial o como político en Londres, le dieron vueltas distintas al asunto.
“Treinta años después, Maxwell sigue siendo, a los ojos de muchos, la encarnación de la villanía empresarial. Del mismo modo, las especulaciones sobre su muerte no dan señales de disminuir”, escribió Preston, autor de A Very English Scandal, el libro sobre el affair de Jeremy Thorpe convertido en miniserie con Hugh Grant como protagonista. También este nuevo libro, Fall: The Mysterious Life and Death of Robert Maxwell, Britain’s Most Notorious Media Baron, fue adquirido ya por una productora de Hollywood, Working Title, a fin de convertirlo en una miniserie.
Si bien Fall (La caída) es la 12º biografía de Maxwell, la mayoría de los títulos salió en la década de 1990; la reciente “Maxwellmanía” —como la llamó Tatler— comenzó con el caso Epstein y la reclusión de Ghislaine en el Centro Metropolitano de Detención en Brooklyn. Hubo primero dos podcasts que se ubicaron en la cima de los charts de iTunes, Hunting for Ghislaine, de John Sweeney, y Power: The Maxwells, de Tara Palmeri. Y ahora esta biografía que las primeras críticas juzgaron definitiva por la gran cantidad de investigación original y la abundancia de entrevistas, entre ellas a tres de los hijos del magnate: Ian, Christine e Isabel.
“¿Qué salió tan mal? ¿Cómo un héroe de guerra y un modelo social se convirtió en una ruina abotargada y amoral?”, planteó Preston en Fall.
En lugar de Auschwitz, una vida de lujos
Antes de elegir el nombre que le haría compartir las siglas con su adversario eterno, Rupert Murdoch, Robert Maxwell tuvo otros cuatro, y el primero de ellos, Jan Hoch, fue el que le dieron sus padres cuando nació, en 1923, en una pequeña localidad de Checoslovaquia, que hoy es Solotvino, Ucrania. Estudiaba en una yeshivá de Bratislava cuando, en marzo de 1939, los nazis invadieron el lugar. Como una separación simbólica del judaísmo, del que estaría alejado por más de cuatro décadas, se cortó las peyot, los tirabuzones a los costados de la cara, y se marchó.
Su familia quedó en Solotvino. El día que se despidió de ellos fue la última vez que los vio: con excepción de una de sus cuatro hermanas, todos —madre, padre, hermano, hermanas, abuelo— fueron masacrados en Auschwitz.
Esa tragedia lo persiguió hasta el fin de sus días. Su hijo Ian contó que en una ocasión, ya cerca de los 68 años a los que iba a morir, lo encontró inclinado sobre una pantalla, mirando detenidamente imágenes documentales del ingreso de personas a ese campo de concentración nazi.
—¿Qué haces? —le preguntó.
—Trato de ver si puedo identificar a mis padres —lo escuchó decir con voz angustiada.
“Estaba convencido de que si se hubiera quedado en su casa podría haber salvado las vidas de sus padres y sus hermanos menores”, escribió Betty Maxwell en sus memorias. “Nada de lo que obtuvo en la vida lo compensaría jamás por lo que no había podido lograr: el rescate de su familia”.
Si mucho de la vida de Maxwell es un enigma, en buena parte se debe a las historias contradictorias que él mismo contó sobre qué hizo al salir de Solotvino. Era un adolescente y participaba en la resistencia antinazi cuando fue detenido. Dijo que se escapó en un traslado, luego de dominar a un guardia armado; en relatos posteriores agregó que se escondió debajo de un puente, donde una mujer gitana lo ayudó a liberarse de las esposas. “Maxwell creó sus propios mitos”, dijo Preston a The Times of Israel, “y una de las razones es que creó estos mitos como una suerte de cortina de humo detrás de la cual esconderse”.
Preston comprobó, sin embargo, que Maxwell fue un héroe durante la guerra. Llegó a Gran Bretaña luego de un largo periplo —de Belgrado a Beirut, y de allí otra vez a cruzar el Mediterráneo hasta Marsella, y por fin Francia y el canal de la Mancha— y a finales de junio de 1944, tres semanas después del Día D, fue embarcado al continente nuevamente para combatir. En su primera batalla fue promovido a sargento.
Por entonces su nombre era Leslie Smith y su acento en inglés copiaba fielmente el de Winston Churchill, cuyos discursos había estudiado. Por haber rescatado un pelotón aliado recibió la Cruz Militar Británica y en octubre del mismo 1944 lo enviaron a París como agente de inteligencia. Tras el fin de la guerra siguió trabajando como espía, en las ruinas de Berlín.
Allí tropezó con la buena fortuna.
De empresario a político
Ferdinand Springer, propietario de la editorial de publicaciones científicas Springer-Verlag, vivía bajo las restricciones de todos los alemanes tras la derrota del Tercer Reich: no podía hacer grandes operaciones. Tenía pedidos, acumulados durante la guerra, de todas partes del mundo. Con 24 años, Maxwell se ofreció como solución a Springer y la distribución de los libros y las revistas se realizó desde Londres. No se sabe de dónde salió el dinero para el enorme esfuerzo logístico; algunos hablan del MI6.
En 1951 Maxwell compró el pequeño sello Pergamon Press y lo convirtió en el corazón de un negocio que prosperó durante toda la década. Se probó como un empresario brillante pero también mostró el rasgo que lo llevaría a la ruina: realizó movimientos dudosos para ampliarse a otras editoriales y hasta a sus propias imprentas, sacando activos de su negocio principal para reforzar otras partes de su imperio naciente. Algunos acreedores impacientes lo denunciaron.
No le importó. Era un meteoro. Ya en 1960 vivía en Headington Hill Hall, una mansión cerca de Oxford, construida en el siglo XIX por los Morrell, cuyas fiestas fastuosas —en una, Oscar Wilde se contó entre los 300 invitados— permanecían en la memoria inglesa.
Su esposa, una francesa de familia protestante, dio a luz a su novena hija, Ghislaine, el día de la Navidad de 1961. Apenas recuperada de la muerte de otra niña, Karine, de leucemia, en 1957, Betty miraba dormir a su nueva bebé cuando le avisaron que el mayor de sus hijos, Michael, había sufrido un accidente automovilístico —el conductor se había dormido, el adolescente había sido aplastado en el choque— y estaba en coma. Michael permaneció así seis años, sin despertar jamás hasta su muerte por una meningitis.
Las ausencias de los niños afectaron las relaciones entre los Maxwell, y entre ellos y sus hijos.
—Mami, yo existo —llegó a recordarle Ghislaine a Betty, con solo tres años.
El padre comenzó a consentirla. Tanto fue su favorita que le puso su nombre al yate en el que moriría: Lady Ghislaine. Mientras que los demás hijos —Philip, Ann, Christine, Isabel, Ian y Kevin— solían ser el blanco de su mal humor y su crueldad, traducidos en incesantes episodios de violencia verbal, psicológica y física, la pequeña Ghislaine se convirtió en la luz de su vida.
Por entonces Maxwell decidió que iba a convertirse en primer ministro, según anunció sin modestia. Llegó al parlamento por el Partido Laborista en 1964 y fue reelegido en 1966, pero tras perder en 1970 nunca logró recuperar un espacio en la política británica.
Excepto como magnate de la prensa, en los ochentas.
Primera gran jugada: The Daily Mirror
Lo había intentado mucho, para perder siempre a manos de su competidor: en 1968 quiso comprar el News of the World, el periódico dominical más vendido del Reino Unido; al año siguiente, The Sun. Siempre Murdoch le ganaba de mano con ofertas mejores.
Esperó una década, en la que debió enfrentar además la desagradable situación de ser echado del directorio de su propia nave madre, Pergamon Press. Había inflado los resultados de la empresa para seducir al multimillonario estadounidense Saul Steinberg, quien había descubierto la maniobra. Un informe del gobierno, un año y medio después, lo terminó de condenar: “No es una persona a la que se pueda confiar para que ejerza la dirección adecuada de una compañía que cotice en bolsa”, lo describió.
Pero a mediados de los setentas Maxwell se había recuperado gracias a un brillante manejo de la subsidiaria estadounidense de Pergamon, lo cual le permitió también una revancha personal contra Steinberg. “El checo que rebota”, lo apodó la prensa inglesa.
Insistió entonces con su gran ilusión: ser dueño de un gran periódico. En 1981 apostó por The Times, solo para perder, una vez más, a manos de Murdoch.
Pero en 1984 logró comprar el Daily Mirror, el segundo diario detrás de The Sun.
Se involucró hasta en los últimos detalles de la producción y estableció una agenda de temas que incluyó su propio nombre: su imagen salió en el Mirror más de 100 meses en los primeros seis meses de su gestión, contó Preston. Los costos del diario eran grandes —él logró bajarlos y mejorar los márgenes, aunque las ventas seguían cayendo— pero no tanto como su ambición. Usó las páginas para imponer sus intereses en la conversación nacional y para conseguir financiamiento gracias a la capacidad de influencia y de presión de la prensa.
Su hijo Ian recordó en Fall que trabajar para Maxwell era horrible, que intimidaba y humillaba al personal y que sembraba desconfianza entre los periodistas para crear rivalidades y ejercer el control. En la sala de redacción había micrófonos y muchos de sus editores fueron seguidos por detectives en busca de pruebas de deslealtad. “Por fin salí del manicomio”, pensó Ian cuando su padre lo despidió por un error menor. Pero volvió a contratarlo tres meses más tarde, y por un salario mucho menor.
Desde su piso vecino al edificio del Mirror, al que llamó Maxwell House y dotó de uno de los tres helipuertos que había entonces en Londres, el magnate se consolidó como tal. Compró empresas en problemas y les inyectó dinero, siempre por medio de sus esquemas opacos de movimientos de fondos entre unas y otras. Su grupo editorial creció, y también su riqueza: sumó el Sunday Mirror y el Sunday People; en Escocia, el Daily Record y el Sunday Mail; a Pergamon Press le agregó Collier, Prentice Hall y Macmillan; las escuelas de idiomas Berlitz; el sello Nimbus Records y un paquete de acciones en MTV Europa; Maxwell TV Cable y Maxwell Entertainment.
En la cima en 1988, en la morgue en 1991
En 1984, por iniciativa de su amigo, el también empresario Gerald Ronson, Maxwell volvió a ponerse en contacto con sus raíces judías. En una visita a Tel-Aviv sintió una reconciliación emocional tan grande que hasta involucró a Betty, quien se convertiría en una académica especialista en la Shoá. Se reunió con el entonces primer ministro Isaac Shamir y le prometió inversiones en Israel, y sus millones iniciaron empresas de tecnología, medios y farmacéuticas. También comenzó a colaborar con la Mossad.
De ahí que en 1991 Maxwell fuera enterrado en una parcela que compró a tal fin en el Monte de los Olivos, cerca de Jerusalén. Según escribió su esposa en sus memorias, “recibió una despedida de héroe, casi un funeral de estado”, al que asistieron Shamir, Jaim Herzog y Shimon Peres. También Margaret Thatcher y el presidente estadounidense George H.W. Bush hicieron llegar afectuosos mensajes de condolencias.
Días después de la ceremonia, se reveló que no sólo estaba en la ruina sino que había cometido grandes fraudes.
Hasta entonces la imagen que prevalecía de Maxwell era la de la fiesta que había dado en junio de 1988 para celebrar sus 65 años y los 40 de Pergamon Press: duró tres días, porque había que dejar una impresión de por vida en 3.000 invitados. No se hablaba de otra cosa que de la extensión de su imperio en el mundo entero, y la reciente compra de la editorial estadounidense Macmillan, por USD 2.600 millones. Nadie imaginaba que había sido un despropósito, el comienzo del fin: había pagado unos USD 1.000 más de lo que valía. Para hacerlo, había tomado casi 50 créditos de distinta clase.
En marzo de 1991 el Lady Ghislaine depositó a Maxwell en Nueva York para que cumpliera el sueño de subirle la apuesta a su archirrival: completó la compra del New York Daily News. Murdoch, sin embargo, no se impresionó: según le dijo a Preston, veía a Maxwell como “un delincuente” y “un completo bufón”.
“Maxwell pensaba que había subido al ring con otro boxeador, pero no era así. En realidad había subido al ring con un artista de ju-jitsu que resultó que también llevaba un puñal”, le comentó Harry Evans, ex editor del Times de Murdoch, al autor de Fall.
En cualquier caso, Maxwell pasó días de gloria en los Estados Unidos. Así como se había rozado con la élite política en Londres, en Washington DC pasó de una reunión a otra. El general Collin Powell lo invitó a ubicarse a su lado durante un desfile para darles la bienvenida a las tropas que regresaban de la guerra del Golfo.
Es difícil creer que ninguno de ellos conociera que la situación del Daily News era tan mala que Maxwell había recibido USD 60 millones para compensar la crisis que compraba.
Pocos meses más tarde, con deudas por más de USD 1.000 millones y haciendo malabares para refinanciar mientras explotaba la burbuja económica y las tasas de interés subían, Maxwell comenzó a sacar dinero de los fondos de pensión de sus empresas. En un colapso físico y psicológico que todos veían menos él, enamorado de su asistente y pasando las noches de insomnio en los casinos o mirando películas de James Bond mientras pedía comida china, se aisló progresivamente.
El 1 de noviembre, pocos días antes de una reunión con el Gobernador del Banco de Inglaterra y otra con el comité de auditoría del Mirror, viajó en el Lady Ghislaine hasta Islas Canarias. Allí se enteró que la policía de Londres había recibido una notificación tras una denuncia en su contra del Swiss Bank.
El día que debía regresar, a las 5 de la mañana, cayó del yate, en la ruta de Gran Canaria a Tenerife. Doce horas más tarde un helicóptero de rescate español encontró su cuerpo.
En sus empresas faltaban USD 1.100 millones, de los cuales casi USD 500 millones se habían esfumado de los fondos de pensión. Sus hijos Kevin e Ian enfrentaron la quiebra más grande de la historia británica y fueron finalmente exonerados de las múltiples acusaciones de fraude que heredaron.