El vídeo que en estos días circuló profusamente a través de las redes sociales, captado en la zona oeste de Caracas, y que muestra a un joven, con angustiante razón, presa del temor ante la posibilidad inminente de perder la vida, cuando un par de representantes de la delincuencia cruel, envalentonada e impune que, ante la indolencia e incapacidad de los responsables de que así no fuese, se ha enseñoreado a lo largo y ancho del país, le arrebataban su motocicleta con la furia y maldad propias con que actúa el desalmado que hizo del crimen el norte de su existencia, no documentó solamente el trance amargo que el compatriota en cuestión experimentó en esos minutos espantosamente imborrables. Ese vídeo es más, mucho más.
Ese vídeo es retrato y relato doloroso e inadmisible de un país cercado por el terror, por la maldad, por el espanto. Un país maltratado con saña inimaginable hasta la saciedad y que, en consecuencia, se ve obligado, en evidencia de la peor situación que puede ocurrirle a una sociedad, a suplicar, de hinojos, por su supervivencia. “Pana, yo soy médico, te lo juro, no tengo nada, tengo mi carné, vengo del Clínico”, son la repetición de similares palabras desesperadas con las cuales, incontables venezolanos, en algún momento maldito en que así se encontraron, se vieron obligados a implorar por su vida. Es el ruego de todo un colectivo: “no nos maten, somos humanos”. En otras palabras, cuando cualquiera de nosotros lee esta historia, no está leyendo cierta experiencia ajena: está leyendo su propia y amarga historia. Por supuesto, si se sobrevivió para poder hacerlo.
A raíz de sucesos como éste, que en modo alguno es aislado y cuya recurrencia es pasmosa, múltiples mensajes vertidos en las redes claman porque se produzca la masiva indignación que situaciones de este tipo deberían generar en el colectivo. Es una especie de voz generalizada que se pregunta hasta cuándo se soporta y/o permite la ocurrencia de hechos de tal tenor. Es verdad, la indignación es necesaria, pero hay que entender que, por más poderosa que pueda ser, ella siempre es insuficiente. No basta que millones, al unísono, profieran gritos repletos de de palabras malsonantes. Eso es un desahogo y los desahogos son igual a la catarsis, nunca van más allá de sí mismos.
Más allá de la denuncia, más allá de la rabia, más allá del hartazgo, hay que tener inteligencia para desentrañar la realidad que se asume imprescindible y urgente de cambiar. Para solucionar un problema no basta con enfrentar las expresiones que éste tome de manera concreta: hay que ir a sus causas. Solo así el problema puede desaparecer, o cuando menos mitigarse en lo máximo posible. Hay que hacer énfasis en lo sustantivo, en lo determinante, no en lo aparente, no nada más en lo que destaca en lo inmediato y/o lo mediático.
En este tema es perentorio identificar responsabilidades. Si algo debe quedar claro en una sociedad cuando fenómenos como la delincuencia se desbordan y acorralan a la ciudadanía, es que los responsables de enfrentar dicho mal, dado el caso que se sobreentiende tienen el poder necesario para hacerlo, no están respondiendo a la única razón que justifica que ocupen las posiciones en que se encuentran: servir y enaltecer a quienes gobiernan. Sin lugar a dudas, en esa defensa irrestricta de la condición humana que tal servicio implica, el objetivo de garantizar el más preciado de los bienes del hombre, su existencia, resulta obligación insoslayable.
Cuando quien está obligado a cumplir una tarea no lo hace, o lo hace mal, simplemente sobra, estorba. Nada avala que siga teniendo tal responsabilidad.
@luisbutto3