Juan Martínez tomó el vuelo que lo llevaría a Venezuela justo el día en que el gobierno de Nicolás Maduro anunció el pago obligatorio de la prueba de COVID-19 a todos los viajeros que aterricen en el Aeropuerto Internacional de Maiquetía. Aunque llevaba consigo el documento de la PCR realizada el primero de marzo en Madrid, 48 horas antes de montarse en el avión de Turkish Airlines, decidió rellenar un formulario en la web de un laboratorio llamado CasaLab con su número telefónico, identificación fiscal, pasaporte y dirección en Caracas. De inmediato, recibió un correo electrónico con un código QR con todos sus datos. Una ruta de interrogantes acababa de empezar.
Por Armando Altuve, Lisseth Boon, Gitanjali Wolfermann y Nadeska Noriega | runrun.es
Apenas aterrizó en Venezuela, un batallón de funcionarios uniformados con trajes blancos de bioseguridad pidieron a los viajeros aglomerados que les entregasen el certificado de las PCR realizadas antes del viaje. Por tener a mano el código biométrico de la desconocida CasaLab, a Martínez le dejaron pasar delante de la fila mientras que el resto de los compañeros de vuelo trataban de obtener a duras penas el QR con la señal de wifi del aeropuerto. Pero no, la suerte no estaba de su lado. Como tampoco de las decenas de pasajeros que se amotinaron aquel 3 de marzo en el aeropuerto de Maiquetía, negándose a pagar las nuevas pruebas en dólares.
Funcionarios forrados de blanco le advirtieron a Martínez que tenía que pagar 60 dólares para entrar al país. “No tienes ningún papel de COVID porque ya nos lo diste. Debes hacerte una nueva PCR”. De nada sirvió mostrarle la copia digital que conservaba en su celular. Le exigieron además que los dólares tenían que ser en efectivo. Nada de transferencias, ni pago móvil ni tarjeta internacional. “Si no pagas cash, no entras”.
No le quedó más remedio que pagar el trámite con billetes verdes. Después de pasar por un pasillo con rociador desinfectante y restregarse gel alcoholado en las manos, se encontró con una decena de mujeres con guantes y mascarillas sentadas frente a mesitas cual laboratorio improvisado. Su sorpresa no pudo ser mayor cuando le hicieron el test: la enfermera sólo le introdujo el hisopo sanitario por uno de los orificios de la nariz. Le reclamó con propiedad que el examen no era el correcto, estaba incompleto y que además tenía que explorar su garganta. La funcionaria extrañada, desconocía el procedimiento. Al exigir los resultados, le informaron que debía esperar: se lo enviarán por correo. Trece días después, seguía sin recibir el diagnóstico ni llamadas de monitoreo. Siente que el robo fue consumado.
Entretanto, nada le ha impedido hacer su vida normal en Caracas; no ha recibido ninguna prescripción de mantenerse en aislamiento por parte de alguna autoridad sanitaria. De haber sido un agente de contagio del COVID-19, habría puesto en riesgo a muchas personas con las que estuvo en contacto desde el día en que aterrizó en Venezuela.
Dos semanas después de comenzar sus operaciones, el caos sigue reinando. El embajador del Reino Unido en Venezuela, Duncan Hill, compartió su experiencia tras la llegada de su vuelo a Maiquetía. Hill contó en su cuenta de Twitter que si bien le entregaron el resultado rápidamente, le preocupó la poca distancia social que mantuvieron los pasajeros mientras esperaron por dos horas a que les hicieran la prueba.
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