El caso de Linda Loaiza López, una joven de provincias que desapareció por 114 días en los cuales fue esclavizada sexualmente y torturada con sadismo, fue conocido por los venezolanos en marzo de 2001. Cuando fue rescatada por funcionarios de la policía de Chacao en un apartamento de ese municipio del noreste de la capital, se encontraba al borde de la muerte. Los sórdidos detalles de su cautiverio produjeron un gran revuelo mediático en la opinión pública.
Por Sergio Dahbar / The New York Times
Pero, como muchas noticias que nos rozan cotidianamente sin que comprendamos la realidad escondida en esos hechos, la tragedia personal de Loaiza se perdió de vista en una sociedad perturbada por acontecimientos políticos que cambiaban todos los días. La agitación que ya se vivía en las calles de Caracas en el tercer año del gobierno de Hugo Chávez, hizo todavía más difícil advertir la complejidad que escondía el caso. Y ese fue solo el principio. A veinte años de los hechos, toda la pesadilla que vivió Linda Loaiza durante su cautiverio y la larga batalla legal que lo sucedió se cuenta ahora en Doble crimen. Tortura, esclavitud sexual e impunidad, escrito por la activista Luisa Kislinger, y publicado en España y Venezuela el 8 de marzo.
Como su editor, leer el manuscrito fue una prueba de resistencia. Pasaba de una página a otra entre el espanto y la indignación. A veces debía detenerme porque la maldad del agresor me repelía. O porque el sufrimiento de la víctima me resultaba intolerable. Cuando terminé, sentí vergüenza con Linda Loaiza. Y comprendí mejor muchos de los matices de las conversaciones que habíamos tenido cuando ella y Kislinger trabajaban en este testimonio, que es una denuncia y una forma de curar heridas muy profundas.
Aunque resulte doloroso e incómodo, editar más testimonios como el de Linda Loaiza es vital para mostrar la incapacidad del Estado venezolano para proteger a las víctimas de la violencia de género y de la justicia de resolver el caso. No puede seguir ocurriendo que un familiar de una víctima denuncie un caso de violencia y que la respuesta de la policía sea que es un problema de pareja, como ocurrió con una víctima anterior del mismo agresor. O que una mujer sea obligada entrar a la fuerza a un hotel y en la recepción no la registren con sus documentos y eso no tenga consecuencias.
Entendí que el libro escondía una historia arquetipal, en el sentido de esos patrones arcaicos que se encuentran en el inconsciente colectivo descrito por Carl Gustav Jung: un hombre que odia a las mujeres y considera que deben ser castigadas. En esta historia ese agresor es Luis Carrera Almoina. Carrera Almoina obligaba a sus víctimas (Linda Loaiza López no fue la única, existen al menos media decena de denuncias de otras jóvenes que nunca fueron investigadas) a buscar su nombre en las páginas de avisos clasificados de prostitutas profesionales. También a ver pornografía y a veces a mantener relaciones sexuales entre varias víctimas.
Si existe en esta historia un malo esencial como Luis Carrera Almoina, hay una víctima que es llevada al infierno. Linda Loaiza ingresó en el Hospital Clínico Universitario de la Universidad Central de Venezuela (UCV) con el labio deformado y desgarrado. Sus oídos presentaban heridas crónicas por golpes continuos. Tenía sangre acumulada en el abdomen. Sus senos y pezones mostraban quemaduras de cigarrillos y marcas de mordiscos. Heridas de ataduras marcaban las muñecas, tobillos y piernas. Tenía la nariz y la mandíbula fracturadas, politraumatismo craneoencefálico y la lengua hepatizada. Padecía desnutrición. Había pasado casi cuatro meses en manos de un psicópata y tardaría seis meses en volver a caminar.
Que en pleno siglo XXI un hombre pueda hacerle semejante daño a una mujer, resulta intolerable. Que la sociedad civil mire para otro lado, por inercia o porque sencillamente la víctima es una persona desconocida y sin recursos, produce una rabia amarga. Pero que el poder judicial del país donde suceden estos crímenes proteja al agresor en detrimento de los derechos humanos de una ciudadana inocente, es algo imposible de entender.
Venezuela está hoy en ruinas, camina hacia una liberalización económica salvaje y un desmantelamiento brutal de las instituciones públicas, que afecta los derechos humanos de los más pobres y más aún si son mujeres. En 2020 fueron asesinadas 256 mujeres en el país y en 2021 ya suman al menos 43, según informes de los medios locales. Esperar que funcione la justicia en un régimen autocrático es una fantasía. Pero es aquí donde radica la importancia de escuchar a las sobrevivientes de la violencia de género, entender sus historias para cambiar el protagonismo del discurso oficial por el de ellas.
Como Linda no tenía dinero, poder ni influencias políticas, el sistema de justicia que debía protegerla fue indolente ante su padecimiento. Cincuenta y tres días después de ser rescatada, Carrera Almoina no había sido detenido. Cuando ya fue imposible sostener su libertad, recibió la medida de casa por cárcel. Tres años y tres meses debió esperar Linda Loaiza para que comenzara el juicio. Las audiencias se diferían. Los sorteos de selección de los jurados no avanzaban. Se amenazó a los candidatos a jurados y 50 jueces se inhibieron. Después de seis años, el caso había pasado por 97 jueces, 16 fiscales y solo concluyó tras una huelga de hambre de 13 días en el Tribunal Supremo.
No faltaron detalles grotescos que evidencian el tipo de justicia que recibió Loaiza. La fiscal encargada de la investigación exhibió todos los prejuicios posibles contra la víctima. La llamó promiscua y colombiana explotando el machismo y los estereotipos xenofóbicos de la sociedad venezolana. La obligó a firmar una declaración con la presión de un policía armado. Las lesiones más aberrantes de Linda fueron invisibilizadas y no fue presentada ninguna prueba que estableciera que esas lesiones habían sido causadas por el acusado. Por ejemplo, la fiscal no mostró fotos que tenía en su poder en las que Carrera Almoina aparecía con Linda y otras víctimas. Ni solicitó que se realizaran pruebas de Luminol, necesarias para determinar la presencia de sangre en la escena del crimen.
Carrera Almoina fue juzgado no por lo que realmente había hecho, sino por privación ilegitima de libertad y lesiones gravísimas. Tras dos juicios fue condenado a seis años de prisión. Hoy se encuentra en libertad.
Loaiza López no recibió la justicia que merecía pero no ha estado sola. Uno de sus grandes apoyos ha sido la autora de este libro, Luisa Kislinger, internacionalista y luchadora de los derechos humanos. Kislinger armó la información que ofrecen sus páginas, se apartó de la revictimización a la que suelen acudir muchos testimonios sobre mujeres agredidas para narrar, con distancia y precisión, una historia que hoy es una grave denuncia contra el Estado venezolano y un testimonio que debería avergonzar a la sociedad venezolana.
A pesar del horror de los hechos y de la impunidad que permitió un poder judicial, al leer el borrador me impresionó la capacidad de sobrevivencia de Linda Loaiza, la fuerza mayor detrás de esta historia. Desde que emergió del infierno, Linda supo que viviría para luchar contra la violencia de género, los prejuicios de las mujeres que defienden a los violentos, un sistema judicial corrompido y una sociedad permisiva que calla ante la impunidad.
En medio del padecimiento por encontrar justicia, Loaiza estudió derecho e hizo una especialización en derechos humanos. Hoy trabaja para diferentes oenegés en temas relacionados con violencia contra la mujer.
Compruebo a diario que en Venezuela hay otras mujeres como Linda Loaiza, que dan la pelea contra los maltratos, las agresiones y la corrupción en la justicia e inspiran a otras víctimas para que rompan el silencio y acusen a sus agresores. Testimonios como el de Linda son dolorosos e incómodos, pero también indispensables. Nos permiten entender todo lo que hay que corregir en nuestra sociedad para acabar con la violencia de género y sacar a muchas mujeres del infierno.