Hace poco más de 35 años vivía en Puerto Ordaz, la última gran ciudad al sur de la Guayana. Para ese entonces, entre la limpieza y pulcritud de la pujante ciudad industrial, sus aseadas calles y avenidas y su orden controlado, comenzaron a poblarla miembros de la etnia warao provenientes del Delta Amacuro. Construían su ranchería al costado del Mercado Municipal y muy cerca de una empresa minera.
Pues bien, el espectáculo al ver indígenas en plan de indigentes, borrachos de día y de noche, acostados en las aceras, amancebándose con sus mujeres en medio de la avenida era de lo más sórdido y lamentable. Me acordé de la vez que siendo casi un niño, vi a unos indígenas goajiros en plan similar, en las inmediaciones del Mercado Central, en el Maracaibo de los años ‘60. Luego supe que eso era porque habían perdido su identidad cultural, esto es; se habían alejado de su cultura, de sus ancestrales costumbres y de sus espacios, pero en su nueva realidad no terminaban, ni de aceptar ni de ser aceptados por la realidad cultural que los obligaba a ser unos parias sociales. Además, los adultos y ancianos casi no hablaban español, y los jóvenes y niños no hablaban goajiro.
Por estos tiempos comienzan a aparecer las señales de personas que similarmente, al desconocer su propia historia ancestral, su identificación con el transcurrir de su memoria colectiva, han olvidado su lenguaje que los conecte con sus referentes básicos.
La tragedia venezolana es de largo alcance porque ha sido fracturada en su base cultural, histórica e idiomática. Las soluciones políticas que se esperan, junto con los cambios económicos son apenas un barniz que va a ocultar la razón fundamental de la verdadera enfermedad social.
No podemos ser ajenos a este drama que presenciamos y muy pocos quieren enfrentarlo. Las consecuencias se juntan por estos días, mientras somos protagonistas del derrumbe del Estado venezolano y sus instituciones, junto con el mortal virus chino, que terminan de dejar al venezolano en la más absoluta, terrible e indigente desolación.
Un ejemplo claro de esto que tratamos lo presenciamos por estos días, cuando unos antisociales se apoderaron de todo un sector de Caracas, con autopista incluida, detuvieron a un médico, le despojaron de su bolso y de su moto. El galeno suplicó por su vida y fue ‘perdonado’. Unos días después, en un gesto de ‘buena voluntad’ los antisociales le devolvieron la motocicleta. El gesto fue exaltado por las redes sociales olvidando que el día de esa ‘sublevación’ una vecina resultó asesinada por disparos de esos asesinos.
También está la supuesta muestra de ‘pedagogía’ de un padre que confiesa por las redes sociales la vez que se provocó una erección para enseñar a su hijo, de 7 años, cómo se coloca un preservativo. Así también, una modelo y presentadora en las redes sociales, quien expone a su hijo de 14 años, para que muestre cómo funciona un vibrador, señalando que eso es educación sexual.
Creo que estos casos como tantos otros; la violación de una niña de apenas 11 años, y cuya madre prefirió darle unos golpes al hermanastro porque sabe que la justicia no funciona, son, evidencias de una decadencia en los fundamentos, principios y valores de la venezolanía y que ciertamente, tienen su expresión en el lenguaje, traducidas a su vez en el comportamiento cívico, público y privado, que se observa cada vez más desolador, permisivo y adecuado a este espacio-tiempo, tan ahistórico, tan decadente y frívolo.
No estamos refiriéndonos, ni a purismo en el lenguaje idiomático y sus hablas, ni tampoco a la conservación de fechas en nuestra historia nacional ni regional. No se trata de moralismos ni de conservar las ‘buenas costumbres’ de viejas añoranzas. Se trata de nuestros referentes ancestrales, de nuestros valores fundamentales, de nuestra memoria como pueblo y nación. Eso que el lenguaje, el idioma y nuestras hablas refieren, refuerzan en la cotidianidad de nuestra existencia y da sentido y valor a todo aquello que es indispensable en nuestro compartir en la sanidad de lo que somos y seremos. Eso que nos identifica como seres cívicos, seres bípedos que razonan su existir y tienen consciencia de ser ciudadanos de una república.
Pactar con delincuentes para obtener dividendos políticos no creo que sea de almas nobles. Igual exponer a menores de edad ante terceros, a cuenta de supuestos avances en la educación sexual, no creo que sea muy acertado calificarlo de pedagogía. Eso es decadencia social, pérdida total de principios y valores.
Frente a estos mensajes que trastocan el lenguaje y alteran la memoria histórica, es necesario asumir una actitud ética, que denuncie y ofrezca en los modelos pedagógicos y de educación idiomática formales, lo fundamental de nuestra cultura y sus valores como piedra angular de nuestro destino como sociedad libre y democrática.
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