Un problema común a muchas urbes latinoamericanas, con implicaciones con el mundo de la droga, lo constituyen las pandillas callejeras. Éstas existen desde que hubo la migración del campo a la ciudad y crecieron los barrios pobres, hacinados y olvidados por el Estado así como por sus instituciones. Las pandillas que en sus inicios estaban compuestas por elementos juveniles, en la medida que el tiempo pasó y fueron penetradas por la droga pasaron a ser organizaciones delincuenciales con cuadros y control territorial violento. La ausencia de una política social que tenga a la pobreza como el centro de la gestión pública, ha impedido que los gobiernos latinoamericanos pongan el foco de atención en los barrios y sus innumerables problemas; por el contrario, nuestros políticos han relegado a un tercer plano esta cruel realidad. Esta desidia, pero también el abandono por parte del Estado de las zonas populares, explica que las pandillas (en general los grupos delincuenciales, las bandas, los pranatos, etc.) hayan ocupado ese vacío, operando en ese espacio con impunidad en la ejecución de sus actividades ilícitas, pero a la vez conformándose en protectores de la comunidad, sustituyendo a la policía en estos menesteres. De igual manera arbitrando los conflictos vecinales e impartiendo una cierta justicia rudimentaria, convirtiéndose de facto en el Estado.
En virtud de esta realidad y dado el crecimiento de la violencia y de la tasa de homicidios, los gobiernos repararon en los barrios, pero no actuaron con una política integral producto de la reflexión y el análisis, sino que su respuesta fue improvisada y orquestada mediante el uso de la fuerza. Estas medidas, en Centroamérica por ejemplo, provocaron una reacción violenta de las pandillas contra las fuerzas del orden, lo que las motivó a perfeccionar su funcionamiento, a ser más resilientes y a operar en mayor clandestinidad, a la vez que las involucró más en el mundo de las drogas. En tanto en Brasil, una estrategia gubernamental similar, que produjo parecidos resultados, obligó al gobierno de Río de Janeiro a utilizar medidas de prevención mediante el Programa de Pacificación Urbana, que se inició en 2008 pero que se intensificó entre 2014 y 2016, con ocasión del Mundial de Futbol y Las Olimpíadas. Dicho programa involucró el despliegue de Unidades de Policía Pacificadoras (UPP), formadas para aproximarse a las favelas de una manera no violenta, en especial a las más cercanas a las sedes de los eventos. El programa operó en tres fases: ocupación de la favela (fase de intervención); inserción de elementos policiales pacificadores (fase de estabilización), y reafirmación del Estado, construcción de infraestructura privada y realización de proyectos sociales (fase de consolidación). Este programa significó un cambio de paradigma, ya que no privilegió el uso de la fuerza sino que combinó acciones de seguridad y orden, con propuestas de obras y de programas sociales, buscando otorgar a los habitantes del barrio la dignidad de ciudadanos, en tanto que el Estado hacía presencia en un espacio del cual estaba ausente. Sin dejar de reconocer el cambio de estrategia, que ésta fuera instrumentada por un órgano de seguridad y no por las autoridades urbanas y sociales, dejó dudas acerca de su efectividad en el tiempo, como efectivamente ocurrió.