Cuando la paciente Catherine Elizabeth Middleton se casó con el príncipe William de Inglaterra el 29 de abril de 2011, su noviazgo había durado tanto, que la prensa británica la llamaba con sarcasmo “Waity Katie”. En inglés, el juego de palabras puede traducirse como “Katie, la que espera”, pero también –y con mucha más crueldad– como “la que está a la espera”.
Por infobae.com
Se decía por entonces que la hoy Duquesa de Cambridge, que conoció al hijo mayor de Carlos y Diana de Gales en septiembre de 2001, cuando los dos comenzaban sus carreras en la Universidad de St. Andrews, no había llegado de casualidad a ese prestigioso centro de estudios escocés. En la biografía no autorizada Kate: The Future Queen (2013), la periodista especializada Katie Nicholl asegura que Middleton se cruzó por primera vez con William en un partido de hockey en la primaria, cuando ambos tenían solo nueve años. Aunque ella todavía era demasiado chica para prestarle atención a los varones, la irrupción del príncipe heredero –segundo en la línea de sucesión al trono– en el patio del colegio no habría sido un hecho menor en su vida: su madre, Carole Goldsmith, ya soñaba para sus hijas un destino de realeza donde nada sería librado al azar.
Según el experto en asuntos monárquicos Matthew Bell, la hoy suegra del Duque de Cambridge presionó a su hija para que dejara pasar las ofertas de otras universidades –como la de Edimburgo, a la que había aplicado primero–, y hasta para que se tomara un año sabático, de modo que pudiera ingresar a St. Andrews al mismo tiempo que William. “Los allegados a Kate saben que su encuentro con el príncipe no puede ser atribuído a una coincidencia: Carole la persuadió de que fuera a la misma universidad que él en cuanto se hizo público que iba a estudiar ahí”, dijo Bell a The Spectator en 2005.
Los Middleton –una ex azafata y un ex vendedor de vuelos de British Airways con un pasar acomodado gracias a su empresa online de decoraciones para fiestas, a los que los medios también apodaron con ironía los “Middle”, a secas, en alusión a su origen plebeyo– siempre negaron esas versiones. Sin embargo, Kate nunca explicó por qué cambió de idea a último momento y esperó un año para inscribirse en Historia del Arte en St Andrews, justo a tiempo para conocer a su príncipe azul.
Para los más románticos –y los más escépticos, según cómo se mire la historia–, se suma otra… ¿coincidencia? En ese sabático, William trabajó como voluntario de la ONG Raleigh International, con la que pasó más de un mes en una expedición humanitaria en un pueblo de la patagonia chilena, construyendo casas y enseñándole inglés a los nativos. Apenas unas semanas más tarde, Kate llegaría al sur de Chile con la misma organización de jóvenes líderes. Si la vida no quiso que se cruzaran entonces, al menos les daría un buen tema de conversación para romper el hielo cuando se vieran por primera vez oficialmente en los lúgubres claustros de la universidad más antigua de Escocia.
No era lo único que tenían en común: en su primer año en la facultad, en 2001, William y Kate vivían a solo unas puertas de distancia en la residencia St Salvator, en Fife, y enseguida se hicieron buenos amigos y empezaron a jugar juntos al tenis. Mientras los tabloides especulaban con otros romances del codiciado heredero, ella se ganaba un lugar como su tímida compañera de deportes.
Hasta que en un desfile a beneficio, en marzo de 2002, sabiendo que él iba a estar en la primera fila, tomó una decisión tan arriesgada como definitiva. Le tocaba salir con una pollera de tul negro, transparente, que la diseñadora Charlotte Todd había hecho por US$40 para un proyecto sobre el arte de la seducción. Esa noche, Kate llevó el proyecto al extremo cuando optó por usarla como si fuera un vestido strapless, para mostrarse sexy frente a William en la pasarela. ¡Y funcionó! Sentado junto a su amigo y viejo compañero de Eton, Fergus Boyd, el príncipe no pudo sacarle los ojos de encima: “Wow, Fergus, ¡es una diosa!”. Bajo las luces del desfile, dicen los biógrafos que marcan ese día de marzo como el del inicio del romance, William comenzó a ver a su futura mujer de otra manera. El vestido (o pollera) de la seducción había hecho su magia: se vendería en una subasta en 2011, semanas antes de la boda real, nada menos que por US$95.000.
Pero muchos aseguran que si el príncipe se sentó esa noche en primera fila y se expuso a aplaudir a Kate a la vista de todos, era porque ya estaba enamorado de ella “como un tonto” desde el principio. En el documental William and Kate: Too Good to be True?, el experto en asuntos de la realeza Tom Quinn dice que el hoy Duque de Cambridge estaba desesperado por conocerla desde que se la cruzó en un pasillo de la residencia que compartían. Tanto, asegura, que, cuando por fin se animó a hablarle, casi como en una comedia romántica inglesa, se tropezó y le dijo: “Qué mala manera de empezar… ¡Ahora vas a pensar que soy un completo idiota!”
No podemos saber si Kate pensó eso, pero está claro que jugó sus cartas con inteligencia (y tal vez con más inteligencia que él). Mientras el príncipe era asediado por las chicas, “la paciente inglesa” le decía que quería ir despacio, incluso aunque se hubiera preparado toda la vida para estar con él. Kate, que se convirtió en la confidente de William, fue quien lo convenció de seguir adelante con su carrera cuando, en primer año, pensó en dejar todo después de algunos traspiés: fue por entonces que pasó de estudiar Historia del Arte a Geografía. En octubre de 2002, cuando se mudaron junto a Fergus y otro amigo a un lujoso departamento en Fife, la relación dio un paso más firme, si bien todavía eran apenas “roommates”. Ella estaba saliendo con otro alumno de St. Andrews, Rupert Fincher, pero lo que había entre ellos era tan fuerte como cotidiano. Compartían la casa, el humor, las horas de estudio, los intentos de William por hacer de cocinero, el amor por los deportes y hasta charlas sobre sus citas. “Siempre supe que lo que me pasaba con ella era especial, hasta la manera de reírnos juntos era especial”, diría el príncipe en la entrevista en la que anunció su compromiso, en 2010.
Kate fue una de las íntimas invitadas a festejar los 21 años de William en Windsor. Los rumores sobre su relación comenzaron cerca de la Navidad de 2003, cuando empezaron a mostrarse juntos fuera de Escocia. Se confirmaron apenas unos meses más tarde, en marzo de 2004, cuando los paparazzi los encontraron esquiando en las exclusivas pistas de Klosters, en los Alpes Suizos. El mundo entendió que la aprobación de la familia real hacia a la pareja era total al año siguiente, cuando volvieron a ser fotografiados en ese resort junto al príncipe Carlos. Por entonces, William, contrariado por el acoso periodístico, daría un indicio de sus planes para el futuro: “¡Por Dios, solo tengo 22 años! Soy demasiado joven para casarme. No quiero casarme hasta que no cumpla 28 o 30”.
Después de su graduación, en 2005, él ingresó a la academia militar de Sandhurst, y Kate empezó a trabajar, primero en la marca de ropa y accesorios Jigsaw, como estilista, y después en la firma de su familia, Party Pieces. Fueron los años de relación a distancia y escapadas los fines de semana a Balmoral, de vacaciones a Kenya o para encontrarse algunas noches en sus lugares preferidos de Londres. También los de las guardias periodísticas incesantes que obligaron a que el equipo legal Harbottle & Lewis enviara a los medios un pedido a nombre de los dos exigiendo que resguardaran la privacidad de los Middleton.
En diciembre de 2006, sin embargo, Kate puso fin a su bajo perfil para ir a ver el acto de graduación de William como oficial de la armada en Sandhurst. Fue el primer evento público en presencia de la Reina y con protocolo real al que asistió como la novia de William. A esa altura era imposible que no se hablara de ella como la futura reina de Inglaterra, pero, en abril de 2007, Buckingham confirmó que estaban separados. No duraría demasiado: solo unos meses más tarde, en julio, Kate fue la invitada especial al palco de Will y Harry en el concierto homenaje a Diana en el estadio de Wembley, celebrado en el año del décimo aniversario de su muerte. En la fiesta que siguió al show se los vio abrazados y cariñosos. Desde entonces, ya no dejaron de mostrarse juntos en infinidad de actos oficiales. Los dos dirían después, al anunciar su compromiso, que aquella breve separación no había hecho más que fortalecerlos.
William también iba a invocar la memoria de Lady Di cuando en octubre de 2010 le hizo finalmente la propuesta de casamiento a su prometida. Durante unas vacaciones en la laguna de Rutundu, en Kenya, uno de sus lugares favoritos, le dio el anillo de compromiso que había sido de su madre: un zafiro ovalado de Ceylon rodeado de 14 diamantes solitarios, creado por la joyería oficial de la corona británica, Garrard. Antes, había hecho un intercambio con su entonces amado hermano menor. La historia dice que, al morir Diana, a los príncipes les dieron a elegir entre dos de las pertenencias que siempre llevaba con ella la princesa. William se quedó con el reloj Cartier de oro de su mamá, y Harry, con su anillo de zafiros. Pero cuando el hoy Duque de Sussex vio lo enamorado que estaba su hermano de Kate, a quien él mismo adoraba, no dudó en darle el anillo a cambio del reloj. Ganarse al hermanito, dicen los expertos más atentos al costado calculador de Kate, había sido una de sus jugadas más astutas: Harry llegó a decir de ella que era la hermana que nunca había tenido. Nada hacía pensar por entonces en este presente en el que apenas si pudieron dirigirse la palabra durante el funeral de su abuelo Felipe, pero también es por ese pasado que todos aún apuestan a la duquesa como la única capaz de componer la relación.
Fue Harry el padrino de casamiento de la pareja en la abadía de Westminster hace diez años. Radiante y acompañada por su hermana Pippa, que hizo de dama de honor, Kate llevaba un vestido de escote en V con manga larga de encaje y cola de casi tres metros diseñado por la inglesa Sarah Burton para Alexander McQueen. En la cabeza, la tiara Cartier que el rey Jorge VI regaló a la reina madre y heredó Isabel II al cumplir 18 años. Pero, sobre todo, la templanza, la certeza de estar donde quería.
Era cierto, el mundo los miraba (llegó a decirse que 2.000 millones de personas siguieron la transmisión en vivo, y entró en el Guinness de los Récords como uno de los eventos más stremeados de la historia), y ellos iban a darle en ese momento todo lo que se esperaba de una boda llamada a ser “del siglo”: carruajes, invitados especiales, y un beso apasionado en el balcón del Palacio de Buckingham. Pero la nueva integrante de los Windsor no era una veinteañera ingenua ni una recién llegada que se había enamorado del príncipe el día anterior: era una mujer que había pasado la última década de su vida –y quizá incluso toda su vida– preparándose para estar ahí. No tenía temores ni grandes ilusiones sobre cómo sería su futuro con William, por el contrario: podía darle la estabilidad que él siempre había buscado.
Ese día William y Harry fueron un equipo. “Se los veía tan relajados, tan contentos, que tenías que pellizcarte para darte cuenta de que estabas en la boda de los futuros reyes de Inglaterra”, dijo un amigo de los Middleton. Las cosas no cambiaron en estos diez años, en los que se convirtieron en padres de George, 7, Charlotte, 5, y Louis, 2. Entre su departamento en el Palacio de Kensington y su casa de campo Anmer Hall, Norfolk, donde pasaron la mayor parte de la pandemia, los duques de Cambridge crían a sus hijos con la idea de que mantengan siempre los pies en la tierra. A veces les hacen ellos mismos la comida –la especialidad de Kate son las enchiladas–, y también fueron ellos mismos los que los ayudaron con las tareas a distancia cuando el colegio suspendió las clases presenciales. Esa vida familiar por la que la Duquesa de Cambridge se preparó y esperó tanto es la que hoy hace que William, a diferencia de su hermano, no se sienta “atrapado” por las obligaciones reales. Es cierto, tal vez no sean los más divertidos de la fiesta, pero al menos, el heredero del trono británico y la futura reina consorte parecen cómodos en sus trajes. Es mucho más de lo que Carlos y Diana soñaron jamás.