La referencia a la guerra híbrida, categoría que leo por vez primera en el Manifiesto del Grupo de Puebla, sindicato causahabiente del parque jurásico que dejara huérfano en América Latina el comunismo soviético a su caída, hace treinta años, puede sintetizarse en una premisa. Es contraria al patrimonio intelectual judeocristiano: Ante los fines poco importan los medios.
La literatura reciente habla de tal categoría a propósito de la que libra la Rusia de Putin contra la civilización que nos cobija y de la que mucho se avergüenza, dicho sea de paso, quienes deberían ser sus firmes albaceas: Europa y Estados Unidos. Es la opción manejada – la guerra híbrida – por los países no occidentales, al considerar ya inútil luchar contra la superioridad militar de las grandes potencias. La estrategia, lo dice H. San Martín, “reside en explotar los puntos débiles, principalmente de carácter civil y psicológico, no militar, y que radican fundamentalmente en los campos cognitivo y moral” (La guerra híbrida rusa sobre Occidente, Nueva York, 2018).
He allí, entonces, una dentro de las muchas explicaciones de la confluencia bizarra – uso el significado anglosajón – entre la izquierda de factura fidelista, el fundamentalismo árabe, y el circuito de neo dictaduras «capitalistas salvajes» y de corte mafioso que forman Rusia, China, Bielorrusia, Turquía, actores dentro de Venezuela. He aquí, la razón de que el Podemos español rece hoy sobre el catecismo de Antonio Gramsci, con vistas a la liquidación ideológica de Occidente.
El asunto es de catadura mayor. Resulta trivial, pues, sólo constatar que el Grupo poblano como lo ha hecho el Foro de São Paulo se anuncien como víctimas de guerras híbridas, mirándose en el espejo, mientras arrecian con su hibridez bélica sobre la expresidenta Jeanine Añez de Bolivia y estimulan la violencia social expansiva en Bogotá y distintas ciudades norteamericanas.
Digo trivial no porque lo sea, la insurgencia popular direccionada y dispersa, animada desde las grandes plataformas y a través de los Bot que usan los gobiernos despóticos progresistas, antes socialistas del siglo XXI. No por azar, en sus entrelíneas, el presidente de Ucrania se refiere a “los eventos del 6 de enero en Estados Unidos” el pasado 2 de abril, afirmando que ellos amenazan a sus democracias. El sentido teleológico, en suma, es mostrar a nuestro hemisferio y a su civilización como malos ejemplos para el resto del mundo.
Libros que se hacen viejos y hasta son sacrílegos, por viejos, en la hora presente, me ayudan a entender al ecosistema en forja y el sentido de la hibridez de sus luchas agonales. Nuestras élites son «niños mimados», meros practicantes del narcisismo digital, es el hombre-masa diría Ortega y Gasset, que ve expandir “sus deseos vitales” y ninguna gratitud tiene “hacia cuanto ha hecho posible la facilidad de su existencia”. Y sobre la «guerra híbrida» abunda la crónica histórica de finales del siglo XIX desvelando su esencia. Provoca guerras civiles y de disolución social, “desagrega ciudades, crea murallas, arruina todo, relaja todo vínculo social” con mejor efectividad que las armas: la intriga.
Durante el reinado de Anna de Austria como Regente (1643-1651), madre del Rey Sol, Luis XIV de Francia, se cuenta que traicionaba a los franceses con su hermano Felipe y manipulaba contra el Cardenal Richelieu, secretario de Estado de su difunto esposo Luis XIII, que le había limitado sus poderes por testamento. Ella logra anularlo. “Ninguna época fue tan rica en celebridades femeninas. París era literalmente un cielo tachonado de espléndidas estrellas, en belleza, genio, y también de escándalos iguales. El placer en todas sus formas era el único propósito de estas adorables sirenas. Lucharon a fuerza de intrigas por el precio de victoria sobre los hombres”, narra François de la Rochefoucauld (Revue internationale, Tome 23, Rome, 1889). Al término, Madame de Longueville, de belleza fascinante y con todos los artificios de la seducción, de espíritu brillante, exaltación heroica y validez de amazona, fue la verdadera contrafigura que destaca durante esa «guerra híbrida», así la llama el escritor galo (1613-1680).
La referencia a esa guerra zorruna que envuelve al planeta mientras la pandemia avanza, es más que pertinente. El último 21 de abril, Vladimir Putin, en su mensaje de período como Zar del siglo XXI, asume la defensa del expresidente ucraniano, su aliado, Víktor Yanukóvich, y de Nicolás Maduro en Venezuela, sibilinamente.
Recuerda que “pueden gustar o disgustar”, pero es inaceptable para él que se haya buscado asesinar y destituir del poder al primero mediante un golpe. Añade a sus protegidos al presidente de Bielorrusia, Alexander Lukashenko. Denuncia que “esto está más allá de cualquier limite”, es decir, “la práctica de organizar golpes de estado y planificar asesinatos políticos”, continuar con las guerras de intriga; que eso son, al caso, las escaramuzas armadas que simula Maduro en la frontera con Colombia para forjar matrices de opinión y disolver, a costa de soldados impreparados e inocentes. “Esto va demasiado lejos”, señala Putin.
Mientras Joe Biden fija su mirada en Ucrania, su homologo ruso la tiene, junto a sus manos, en Venezuela. Ese es el predicado. Lo constata su “discurso ante la nación”. El gobierno de facto madurista, por lo visto, es un perro de presa dentro del juego global destructivo de Occidente. Lo sabe el jefe del Comando Sur, Almirante Faller: “Los mismos principios y valores democráticos que nos unen están siendo activamente indefensos por las violentas organizaciones criminales transnacionales, la República Popular China y Rusia. Estamos perdiendo nuestra ventaja posicional”, concluye.