Habían pasado 13.068 días. Casi 36 años. Si la huida había sido furtiva, el regreso atrajo la atención de toda Inglaterra. Los diarios ya lo tenían en sus portadas desde hacía días. El peso temeroso, lleno de cautela: cada pie tanteaba con lentitud el escalón siguiente. Una de las manos envejecidas se aferraba a la baranda de la escalera; la otra se entregaba al bastón. Algo encorvado, con canas, muchas arrugas y motricidad menguada. Ronnie Biggs no era el mismo que se fue. Ni siquiera el que los medios mostraron durante décadas, exultante, desafiante desde Copacabana. El 7 de mayo de 2001, hace veinte años, el ladrón más conocido del mundo arriaba las banderas. Volvía a Londres para morir. Ya nada quedaba del playboy que provocaba a las autoridades inglesas, a Scotland Yard y a Interpol desde los medios.
Por infobae.com
Ronald Biggs se convirtió, desde su exilio brasileño, en una figura del mundo pop. El ladrón bueno y divertido, el que había vencido al sistema, el que se había salido con la suya. Sin embargo, no todo es lo que parece. Su plan en el robo no fue tan central como solía proclamar, sus años cariocas no siempre fueron alegres y confortables y tuvo, entre otras cosas, manifestaciones de apoyo al nazismo.
8 de agosto de 1963. El Gran Robo al Tren. Un tren postal con periplo de Glasgow a Londres. Una banda de quince hombres, que con perfecta planificación, lo asalta en medio de la noche. Cada uno tenía un rol, cada actividad estaba cronometrada. Una bolsa impresionante: la mayor hasta el momento en un robo de este tipo. 2.600.000 Libras Esterlinas. Un golpe rápido y sin sangre, un gran botín y la promesa de una vida despreocupada.
Cuando se convirtió en una figura global romantizada por músicos, escritores y periodistas, Biggs solía atribuirse la autoría del plan. Investigaciones posteriores parecen desmentirlo. Alguno vez contó que después de una temporada en prisión por robo de propiedades y de autos y falsificación se puso a trabajar como carpintero. Una tarde le pidió a un viejo conocido de sus días en prisión 500 libras para terminar de pagar la casa familiar. Biggs se había casado y ya tenía dos hijos. Su amigo le dijjo: “Para que deber 500 cuando podés robar 500.000”. Según él ese fue el punto de partida. Sin embargo con los años brindó muchas versiones diferentes sobre el origen de la idea de la acción delictiva que lo haría famoso.
El plan estaba bien diseñado. Aunque en este tipo de robos nunca se llegue a conocer de verdad cada paso imaginado: a veces algunas ayudas externas son olvidadas en el relato final. La gracia, uno de los motivos de la fascinación que provocan, es la ilusión del golpe perfecto, de que alguien tuvo en cuenta cada aspecto de la situación, que previó toda eventualidad que pudiera surgir. Los ladrones detuvieron al tren alterando las señales. El abordaje fue veloz y preciso. Llevaron hasta motorman sustituto para que reemplazara a los originales una vez que ellos lo hubieran maniatado. El ingreso a la locomotora se complicó. Jack Mills, el que manejaba la formación se resistió. Lo redujeron con un brutal fierrazo en la cabeza. Después lo esposaron junto a los otros hombres que iba en el central (Mills nunca se pudo recuperar del trauma del suceso y no retomó la actividad plena; murió unos años después aquejado por leucemia).
Luego fue cuestión de revisar y seleccionar entre miles de sacas de correspondencia y encontrar el dinero. Las cifras como siempre en estos casos son inciertas. Pero algunos hablan que la banda se hizo con 2.600.000 millones de Libras de la época, algo así como 55 millones actuales. Sin embargo, algo falló. La policía encontró la casa en la que la banda había preparado el robo y en la que se había repartido el botín. Huellas dactilares en envases de bebidas y cubiertos facilitaron la identificación. La precaución que habían tomado de borrar los rastros en el tren y los vehículos de fuga, la olvidaron en la guarida. La gran mayoría tenía antecedentes (nadie debuta con un gran golpe). Así fueron cayendo de a uno. Sólo tres permanecieron en el anonimato. Un juicio rápido -no tenían demasiada defensa ni atenuantes que esgrimir- y una condena a treinta años de prisión. En el proceso se demostró que el cerebro y cabecilla de la banda criminal fue Bruce Reynolds y que Biggs ocupó un rol de reparto.
Ronnie Biggs estuvo recluido en el penal de Wandsworth. No aguantó demasiado. A los 15 meses se fugó. El método fue sencillo. Una escalera de sogas construida por él mismo lo ayudó a pasar el paredón. También es factible que las libras obtenidas hayan ayudado a que varios guardias no vieran nada. En ese momento comenzó su fuga de 13.068 días. Su primera parada fue en París. Allí gastó casi un tercio de su fortuna mal habida en cirugías estéticas para cambiar su aspecto. Luego consiguió, de alguna manera, llegar hasta Australia. Los sobornos destinados a atravesar fronteras, los documentos falsificados y el traslado de su familia consiguieron que el resto de su dinero se esfumara. Pero en Australia estaba en libertad y dispuesto a iniciar una nueva vida, con nuevo nombre y nueva cara.
Se desempeñó en diferentes labores. Cuando trabajaba en el departamento de escenografía de un importante canal televisivo de Melbourne, tuvo que volver a iniciar su larga fuga. Biggs solía decir que recibió una carta anónima que lo alertó que Interpol y Scotland Yard sabían de su paradero. Pero lo cierto es que un tiempo antes, él se había puesto en contacto con el diario sensacionalista The Sun para vender su historia. Deseaba que los honorarios fueran puestos en una especie de fideicomiso en Inglaterra a nombre de sus hijos. Quería asegurarles algún dinero. The Sun exigió que esas hojas mecanografiadas que narraban el Robo del Siglo y el escape posterior estuvieran firmadas y con la huella dactilar impresa para cerciorarse de su autenticidad. Para cotejar la validez de esto, un periodista del diario se puso en contacto con la policía que se dispuso a cazar al ladrón en Oceanía. Pero el aviso llegó antes. Biggs atravesó medio planeta para recalar en Brasil. Era 1970.
Allí vivió durante un tiempo sin ser descubierto pero con el corazón roto. En 1971, su hijo menor de 10 años murió en Australia tras un accidente de tránsito. Él estaba en libertad pero no pudo despedir a su hijo. Tiempo después, por segunda vez, pero no por última, un tabloide inglés aparece de manera determinante en su vida. El Daily Express envió un equipo a Brasil para investigar si era cierto que Biggs se había radicado en Río de Janeiro. Tras unas semanas de pesquisa, Colin Mackenzie lo encontró. El hallazgo causó sensación. Las autoridades inglesas exigieron la inmediata detención y extradición del delincuente. Pero Biggs tenía una sorpresa guardada. Alegó que la extradición era imposible porque Brasil no extraditaba personas a países que no tuvieran tratado de reciprocidad con el país, pero principalmente que él no era pasible de extradición porque era el padre de un futuro ciudadano brasileño. Su novia, una chica que se ganaba la vida haciendo strip tease en clubes nocturnos, estaba embarazada de él. Eso le otorgó la protección definitiva. Una vez más Biggss lograba eludir a la justicia, burlar a sus perseguidores.
En ese momento llegó el momento de la celebridad. La justicia brasileña determinó que si bien no era extraditable, al ser un convicto con pena a cumplir en otra jurisdicción tenía ciertas limitaciones que debía cumplir a riesgo de ser expulsado del país. No podía trabajar, entrar en bares, ni estar fuera de su casa después de las 10 de la noche (su propio toque de queda). En Brasil nadie se preocupó demasiado en controlar el cumplimiento de estas normas. Biggs, una vez más, encontró un resquicio en el que, a fuerza de picardía y la interpretación laxa de las limitaciones, pudo usufructuar su creciente fama. En los negocios de souvenirs de la ciudad se vendían remeras y tazas con su cara y su nombre. Además montó una especie de restaurante clandestino en su casa, atendido por su esposa, en el que por el pago de una importante cifra los turistas cenaban comida típica mientras él en persona, sentado en la misma mesa que ellos, relataba las peripecias del Robo del Siglo.
En las entrevistas pontificaba sobre cómo debía ser el robo ideal. A Enrique Symns le dijo que debía tener tres características. No tiene que haber sangre, tiene que haber mucho dinero para que valga la pena, y tiene que ser poco previsible para los policías.
Ronnie Biggs disfrutaba de su fama. Opinaba sobre todo, era una de las atracciones turísticas de la ciudad, visita casi obligada. Sus entrevistas aparecían con constancia en los medios europeos. La escenografía siempre la misma: la playa, el mar, el cielo luminosos, los cuerpos tostados y su sonrisa triunfante. Es probable que su desparpajo haya hartado a las autoridades inglesas.
En 1981 su vida de aventuras sumó un nuevo capítulo. Un grupo de ex militares y policías británicos lo secuestró y lo sacó de Brasil. La intención era hacerlo aparecer en Inglaterra para que fuera detenido de nuevo. Sin embargo una avería los hizo hacer escala obligada en Barbados. El caso se filtró y, para desgracia de los captores, Barbados tampoco tenía tratado de extradición vigente con el Reino Unido. La presión internacional obligó a que los captores se resignaran y que Biggs fuera devuelto a Brasil. Una vez más había escapado. Eso, como si algo más faltara, alimentó aun más su leyenda.
Nunca se pudo determinar con certeza quienes fueron los instigadores del secuestro. Si sólo se trató de un grupo de mercenarios experimentados, de cazarecompensas; o de una operación encubierta de algún organismo oficial inglés que no se hizo cargo una vez producido el desastre mediático.
Todo alimentaba la leyenda de Biggs. Él en cada entrevista brindaba una versión más sofisticada del atraco al tren. Decía que la plata estaba bien guardada, que uno de los grandes éxitos fue que la policía no había podido recuperar casi nada. Pero lo cierto es que la gran mayoría de los participantes se gastó su parte en abogados, escapes, sobornos y algunos gastos superfluos. Ninguno llegó al final de sus días en una cómoda posición económica. Biggs solía hacer la analogía con El Viejo y El Mar, la novela de Hemingway, en la que un viejo pescador lograba cazar un tiburón enorme, el más grande de todos, pero que durante el viaje de regreso la presa fue consumida por otros peces y el mar desatado. la victoria se transformó en derrota.
Ronald Biggs grabó, por pedido de Malcolm McLaren con lo que quedaba de los Sex Pistols en The Great Rock ‘n’ Roll Swindle. Creyendo que Martin Borman, el jerarca nazi, todavía vivía intentaron contactarlo para participar. Biggs escribió un tema en homenaje a Borman y minimizó los crímenes del nazismo. Tiempo después grabó también con Die Toten Hosen y con los argentinos Pilsen.
La fama parecía gustarle a toda la familia. Su hijo Michael, el que nació en Brasil, fue una estrella televisiva infantil. Participó del programa Balao Magico.
Pero con la fama no basta para vivir. Brasil, sus playas y su aire de libertad, su garantía de impunidad, todo eso también ofició de prisión para Biggs. No podía volver a su país. Cuando el tiempo pasó, su figura fue perdiendo encanto, sus ingresos a decrecer y su salud se resquebrajó sintió la necesidad de volver a su tierra. Dijo que quería caminar de nuevo por las calles londinenses y entrar a un pub y tomarse una pinta acodado en la barra. Pero lo cierto es que parecía estar buscando tratamiento médico gratuito para un cuerpo que ya no respondía. Durante el año 2000 había sufrido tres pequeños ACV.
Una vez más aparece en escena un tabloide, de nuevo The Sun. Cómo había hecho tres décadas antes, Biggs recurrió al diario para conseguir una buena cantidad de dinero para que oficiara de herencia anticipada para su familia. Su hijo Michael, el brasileño, fue el enlace. Biggs volvería a Inglaterra en un avión privado que pagaría el diario sensacionalista. Además, por la exclusiva, Biggs se aseguró varias decenas de miles de libras. The Sun explotó la situación al máximo. Durante cinco días el anciano ladrón de bancos ocupó la portada. Primero con el anuncio del regreso, luego con la despedida de Brasil en la playa y con el Cristo Redentor de fondo, después con el abordaje del avión y por último con la detención por parte de la policía al pie de la escalera en la pista de aterrizaje.
Biggs parecía otro y no por las cirugías estéticas. El tiempo había marcado su cara, los pelos blancos, la mirada vencida, el bastón; no había nada que inspirara fortaleza en su imagen.
Ronalds Biggs y sus abogados confiaban en que la justicia lo dejara salir rápido en virtud de sus problemas de salud. Pero los jueces británicos estaban dispuestos a que cumpliera con los más de 28 años que debía de su condena. Durante años rechazaron una a una cada presentación que invocaba motivos médicos y humanitarios. Recién en el 2009 fue liberado. Fue dos días antes de cumplir los 80 años. Estaba muy enfermo, el deterioro era evidente.
Sus apariciones públicas mermaron. En 2013 concurrió a las exequias de Bruce Reynolds, otro de sus secuaces y el cerebro en el Gran Robo. Estaba en sillas de ruedas y ya no podía hablar. Se comunicaba a través de una pizarra.
Murió en Inglaterra el 18 de diciembre de 2013. Tenía 84 años.
Ya se había convertido en una leyenda que él se había dedicado a esculpir con voluntad, impunidad y desenfado.