Hijo de una esclava negra y su patrón blanco, que al crecer lo vendió, logró su libertad gracias a que aprendió a leer y escribir a escondidas. Inició muchos negocios y perdió otros tantos, pero jamás bajó los brazos. Se convirtió en un símbolo de la lucha para abolir la esclavitud
Por Infobae
¿Cuántas veces puede caer un hombre? Barney Ford perdió todo en múltiples ocasiones. Pero no le importó. Siempre luchó y se sobrepuso. Contra todo pronóstico, forjó una vida de conquistas y realizaciones.
La esclavitud, la guerra, incendios, estafas varias, un colapso económico mundial. Cada uno de esos eventos lo vapuleó y le sacó todo lo que tenía. Pero Ford siempre se levantaba, siempre estaba dispuesto a pelear un nuevo round. Su tenacidad no conoció de límites. Tal vez su mayor capacidad era la de mirar hacia adelante; pero, al mismo tiempo, su habilidad para entender su tiempo era única.
Nada en su historia personal ni de su entorno anunciaba que a Barney Ford le podía ir bien en la vida. Su destino parecía escrito de antemano. Y, muy posiblemente, lo estaba. Pero él decidió que su futuro sería distinto. Lo reescribiría.
Logró liberarse de la esclavitud, forjar fortunas varias veces (después de perderlas otras tantas), armar una familia, luchar en favor del abolicionismo y ayudar a otros esclavos a instalarse una vez conseguida la libertad.
Hoy lo llamarían emprendedor. Entrepreneur. Pero Barney Ford fue mucho más que eso. Fue un héroe civil. Un estoico que venció a su tiempo.
Su madre fue una esclava negra embarazada por el dueño blanco de la plantación del Sur de los Estados Unidos en la era explotada como esclava. Barney nació en 1822. Durante toda su infancia y adolescencia vivió en la plantación en condiciones infrahumanas. Apenas tuvo un poco de fortaleza física, él también fue puesto a trabajar. Barney, nadie sabe cómo, se las arregló para aprender a leer y a escribir. Era uno de los pocos esclavos que lo hacía. Descubrió que ahí había un poder, una posibilidad para que las cosas fueran mejores. Su deseo de tener más herramientas se acrecentó cuando se percató que a sus patrones no les gustaba que los esclavos estuvieran alfabetizados. Barney escondió ese saber. Sabía que era una especie de arma secreta que debía usar cuando fuera conveniente, de la que los demás no debían estar avisados.
A él lo mandaban a trabajar fuera de la plantación. Arriaba ganado, cargaba grandes fardos, talaba árboles.
El dueño de la plantación, su padre biológico (que nunca se hizo cargo de él, ni consideró la posibilidad de ser el padre) lo vendió a otro hombre que lo llevó a trabajar a Saint Louis.
Barney no tenía opción. Debió separarse de su madre y empezar en el nuevo destino con el Coronel Nathaniel Garland Woods. Woods era un comerciante que encaraba negocios disímiles. Podía tener un barco de pasajeros que atravesaba el Mississippi, trabajar con algodón o vender alcohol en grandes cantidades. Si bien cambiaban los negocios, lo que no se modificaban nunca eran las paupérrimas condiciones de vida de sus esclavos. Barney no tenía ropa en condiciones, no comía todos los días, le era negada la higiene y nunca tuvo una cama para dormir. Por la noche Woods lo obligaba a dormirse a la misma hora que él, para que a la madrugada del día siguiente ya pudiera estar trabajando. Barney aguantaba pero esperaba en silencio, agazapado, su oportunidad. En un viaje a Illinois alguien le dijo a Barney que si permanecía diez días allí, por las leyes del estado, podía considerarse hombre libre. Al cumplirse el décimo día, Barney se liberó. Antes le dejó una carta a su ya antiguo dueño: “No sé si me irá mejor o peor valiéndome por mi cuenta que con usted, pero sé que seré libre. Como deben serlo todas las personas. Me voy sin un dólar en mi bolsillo. Me puede ir bien o me puedo hundir. Pero a partir de ahora sólo dependerá de mi tener una buena vida”.
Barney tenía 26 años pero no tenía apellido. Había sido un esclavo toda la vida. Eligió Ford: le gustaba la sonoridad.
Eligió Chicago, una gran ciudad, para empezar su nueva vida. Recibió ayuda para empezar. Harry Wagoner, un hombre libre de raza negra, periodista y abolicionista, le dio su primer trabajo y le consiguió alojamiento. Trabajaba en un caballeriza. No le importaba limpiar la bosta y alimentar a los caballos. Disfrutaba cada día. Allí conoció a Julia Lyoni, otra chica nacida de una mujer negra y un hombre blanco. Se enamoraron y se casaron.
Ford aprendió nuevos oficios. Se convirtió en peluquero. Atendía decenas de clientes por día. Todo lo que ganaba lo ahorraba. Pero todavía le faltaba bastante para poder tener su casa. En ese momento fue seducido, como muchos otros por el llamado de la fortuna. La Fiebre del Oro. De Chicago viajó a California. El viaje era demencial.
El matrimonio Ford no podía arriesgarse a viajar por tierra por temor a ser capturados por los grupos racistas. En caso de que eso sucediera las opciones eran todas desastrosas. La muerte por linchamiento o de nuevo la esclavitud. Tomaron un barco de vapor que hacía una larga travesía a través del Cabo de Hornos para llegar a la otra costa. Pero al arribar a Nicaragua, Barney se enfermó. Tenía que recuperarse en tierra. Era un riesgo que siguiera a bordo. Como todavía no funcionaba el Canal de Panamá, ese era un puerto en el que usualmente los barcos se detenían a repostar. En su obligada estadía Barney Ford, a través de su propia vivencia, descubrió que en la zona faltaba un buen hotel. Así que decidió destinar todos los ahorros, conseguir algún préstamo y compró uno que estaba en mal estado. Arregló la fachada, pintó el interior y se abocó a brindar buenos servicios. A hacer sentir a los pasajeros cómodos. La comida era excelente. Pronto monopolizó la plaza.
El emprendimiento se convirtió en un gran éxito. El primero de su vida. Pero la situación política de Nicaragua era inestable. Problemas intestinos y la Armada norteamericana bombardeando desde la costa. Varios de esos proyectiles cayeron sobre el Hotel de Ford y lo destruyeron. Barney, su mujer y sus hijos regresaron a Estados Unidos. Volvió a arreglar barbas y a cortar el pelo en Chicago cuando una vez más el oro lo llamó. Una nueva fiebre del oro. Esta vez en Colorado. Le fue muy bien. Decidió invertir en lo que sabía: hoteles y peluquerías.
A principios de 1860 se mudó a Denver. Instaló una peluquería que nuevamente brindaba el mejor servicio de la ciudad. Tan bien le fue que a los pocos meses extendió el local hacia los terrenos linderos y abrió un restaurante. Sus ostras se hicieron famosas. El lugar se llenaba todas las noches. Pensó que había encontrado su lugar en el mundo, que ya no iba a tener que peregrinar ni rebuscar oportunidades en nuevas tierras. Pero a mediados de 1863, un gran incendio devoró más de la mitad de las propiedades de la ciudad. Una de ellas, naturalmente, fue la Barney. Pero él no tiró la toalla.
Según cuenta Alex Knapp en un excelente perfil de Ford escrito en la revista Forbes, un banquero local, Luther Kountze, se decidió ayudar a los damnificados para que se recompusieran; quería que la ciudad estuviera de nuevo en pie. Ofreció préstamos de 1.000 dólares aunque la tasa era muy alta. Barney Ford se reunió con él, le explicó sus planes y el banquero, decidió prestarle 9.000 dólares. No necesitó garantías, sabía cómo trabajaba Ford, era cliente de su peluquería.
Barney, casi como si hubiera aprendido de la fábula de Los Tres Chanchitos, construyó con ese dinero un sólido edificio de ladrillo de cuatro plantas. Peluquería en el sótano, restaurante en la planta baja, un saloon (al fin y al cabo estábamos en el Oeste) en el siguiente y la vivienda de su familia en la última planta. A tres meses de poner en funcionamiento su complejo, ya había logrado devolver el préstamo en su totalidad. Todo lo demás lo ahorró o lo invirtió.
En 1866 decidió retirarse, el negocio había sido un suceso. Volvió con su familia a Chicago. Viviría de rentas pero no descansaría. Tendría el tiempo por primera vez para dedicarse de lleno a tareas sociales y políticas como siempre quiso. Volcó todos sus esfuerzos para defender la causa del abolicionismo, ingresó en política y trabajó con muchos otros en tratar de imponer lo que luego sería la Décimo Quinta Enmienda de la Constitución norteamericana, la que permitiría el voto de los hombres de raza negra.
Fue un miembro activo del Underground Railroad, la impresionante red clandestina que liberaba esclavos y los trasladaba a estados en los que no había esclavitud o hacia México y Canadá. La tarea era ardua. Porque no se trataba sólo de sacarlos de sus patrones esclavistas y superar las requisas de los que los buscaban con denuedo, sino que cuando los lograban poner a salvo, los ayudaban a iniciar su nueva vida con vivienda y trabajo.
Pero ni la paz ni la prosperidad podían durarle demasiado a Barney Ford. A los pocos años se enteró de que su apoderado, el que había quedado a cargo de su propiedades y negocios en Denver, lo había estafado. Un fraude millonario que lo dejó casi sin nada. Tenía que empezar de nuevo. Y lo hizo.
Estudió las posibilidades. Descubrió que el tren abriría una nueva ruta y que paraba en Wyoming. Hacia allá fue. Puso un restaurante cerca de la flamante estación. El primero del pueblo. Cuando el primer tren se detuvo en el pueblo, él estaba en el andén invitándolos a su restaurante. En pocos meses todos hablaban de él. Los llevaba y traía a la estación y el tren no salía hacia el nuevo destino si no llegaban los comensales de Ford. Al poco tiempo había inaugurado también un hotel.
En 1875, el presidente Ulysses Grant paró en la ciudad (que no existía unos años antes) y quedó deslumbrado con el servicio de Barney Ford.
Abrió locales gastronómicos y hoteles en otros pueblos del Oeste. Se había convertido en el hombre de mayor fortuna en el Oeste. Daba trabajo a mucha gente (la mayoría afroamericanos). Un cuarto de siglo atrás era esclavo pero se había transformado en un magnate pese a incendios, bombas, fraudes y el rechazo de gran parte de la sociedad debido al racismo rampante.
Pero, todavía, no podía descansar. Una gran depresión, una terrible crisis económica consumió sus ahorros e hizo que sus negocios fueran casi imposibles de mantener. Los bancos acreedores presionaron y se quedaron con gran parte de sus propiedades. Esta vez sí parecía la vencida. Nadie pensaba que Barney Ford pudiera recuperarse de este nuevo golpe. Superaba los cincuenta años y la situación de Estados Unidos era mala. No había lugar para los aventureros, para los emprendedores. Su buena suerte parecía haberse acabado.
Sin embargo, él lo volvió a intentar. Regresó a Colorado. Otra vez desde las cenizas. Peluquería, restaurante, hotel. Un ave fénix paciente, meticulosa, esperanzada. En pocos años otra vez la prosperidad. De cada colapso sacaba una lección. Volvía a incurrir en lo que había funcionado y no repetía errores. Si antes había aprendido a construir en ladrillo, luego las enseñanzas se transformaron en no tener más apoderado o en diversificar las inversiones. Compró propiedades en diferentes ciudades, invirtió en el negocio minero, siguió apostando al buen servicio para que los clientes lo eligieran.
En 1889 se mudó a Denver con toda su familia, mientras los negocios en Colorado y en ciudades cercanas seguían prosperando. Para ese entonces sus principales negocios los tenía en el sector inmobiliario.
A pesar de sus ochenta años no reposaba. Se mantenía vital, peleando por los derechos civiles, cuidando sus inversiones. Una mañana mientras paleaba la nieve que se acumulaba en la puerta de su casa sufrió un infarto. Murió en 1902.
Hasta ese último momento luchó para que las personas negras tuvieran las mismas posibilidades que los blancos, para que las barreras raciales cayeran.
De esclavo a emprendedor. Un millonario que cayó muchas veces, pero se levantó en cada oportunidad; que peleó por su libertad y la de otros; que privilegió la acción al lamento. Un hombre que peleó por su mejorar su vida y la de los otros.
Insistió en que la educación era primordial, el primer paso para la libertad: la condición indispensable. Una vez le preguntaron cuál había sido el momento más determinante en su vida, qué recuperación de una debacle lo había marcado más. Barney Ford respondió de inmediato, no tuvo que pensar la respuesta: “Todo cambió el día que aprendí a leer y a escribir. En ese momento comencé a ser libre”.