Fue un golpe dentro del golpe. Los jefes militares de Mali destituyeron al presidente y el primer ministro que ellos mismos habían impuesto para liderar un gobierno de transición. Habían transcurrido apenas nueve meses desde el anterior golpe. Nada nuevo en este país norafricano que ya lleva 11 intervenciones militares en los últimos años. El coronel Assimi Goïta, que hasta ahora ocupaba el puesto de vicepresidente, asumió el poder y se comprometió a convocar a elecciones, como estaba previsto, para febrero de 2022. Pero en este país, uno de los más pobres del mundo y donde el Estado controla apenas una tercera parte del territorio -el resto está en manos de yihadistas afiliados a la red terrorista Al Qaeda y los separatistas Tuareg-, nada es previsible.
“Lo que está ocurriendo es una fotocopia del anterior golpe del 18 de agosto de 2020: los militares quieren demostrar una vez más a las autoridades civiles que ellos son los que mandan”, definió un analista político de Bamako al diario Le Monde. “Se han aferrado al poder. Como no consiguieron lo que querían a través de la negociación, lo hacen con las armas”. Se refería a un gran descontento popular que había derivado en la última semana en una huelga general. La Unión Nacional de Trabajadores Malienses (UNTM), sindicato de funcionarios estatales y empleados del sector privado, había decretado el paro tras fracasar las negociaciones con el gobierno sobre salarios y subsidios.
En ese contexto, el presidente Bah N’Daw y el primer ministro Moctar Ouane, que habían sido nombrados el año pasado para dirigir la transición que llevara a las nuevas elecciones, fueron detenidos por los militares y llevados a la base militar de Kati, en las afueras de la capital, Bamako. El coronel Goïta los acusó de intentar formar un nuevo gobierno sin consultarle, a pesar de que es el vicepresidente encargado de la Seguridad, una responsabilidad clave en un país sumido en la agitación de la expansión del yihadismo y la violencia de todo tipo.
El ahora ex presidente N´Daou había tratado de neutralizar la influencia en su gabinete de otros dos coroneles, Sadio Camara y Modibo Koné, que eran figuras emblemáticas del golpe de 2020. “Al sustituir a dos pilares de la junta por generales más neutrales, el presidente y el primer ministro hicieron un juego de equilibrios con el ejército, una apuesta que debía permitirles liberarse del control de los golpistas y, al mismo tiempo, calmar a los militares que no estaban de acuerdo con ellos”, dijo un observador maliense conocedor de los asuntos militares al enviado del diario Le Monde. “El objetivo era limitar la creciente influencia de una junta que ha militarizado los servicios en los últimos meses, especialmente los que generan mucho dinero”.
Todo esto deja aislada a la junta militar. En el golpe anterior, en el que fue derrocado el presidente Ibrahim Boubacar Keita, más conocido como “IBK”, había sido apoyado por un amplio conglomerado de partidos políticos y organizaciones civiles denominado Movimiento 5 de Junio – Agrupación de Fuerzas Patrióticas (M5-RFP). Fueron los que convocaron a decenas de miles de personas para protestar en las calles y respaldar a los militares. Esta vez, el M5 se negó a colaborar con Goïta. Sospechan que el militar se quiere eregir en un nuevo dictador del país. El coronel prometió continuar con la reconstrucción de Mali “mediante la consecución de veintitrés objetivos, respaldados por 275 acciones”. Esto incluye una nueva Constitución sometida a referéndum y modificación de la ley electoral de aquí a octubre, relectura del acuerdo de paz de Argel firmado en 2015 con los antiguos grupos rebeldes del norte de Mali y el reclutamiento masivo en el ejército para acelerar la lucha contra el terrorismo.
El golpe tuvo una condena generalizada. Las Naciones Unidas, la Unión Africana, Estados Unidos, la Unión Europea y la Cedeao, la organización regional de Estados de África Occidental, emitieron una declaración conjunta en la que denunciaron el golpe y pidieron la liberación de los dirigentes depuestos. El presidente de Francia, Emmanuel Macron, no sólo expresó su repudio, sino que se mostró muy preocupado por las consecuencias de este nuevo golpe en la lucha contra el terrorismo en el norte maliense. Francia, antigua autoridad colonial –formaba parte del África Occidental Francesa con una parte de Mauritania, Burkina Faso y Níger-, mantiene tropas desplegadas en ese país desde 2013. Actualmente, ejecuta la denominada Operación Barkhane que comprende a varios países de Sahel (al sur del Sahara). Oficialmente son unos 5.000 soldados, 200 vehículos blindados, 6 aviones de combate y 20 helicópteros. Más las fuerzas de la ONU, soldados malienses y comandos de otros países europeos. En estos ocho años, murieron en los combates 43 soldados franceses y otros 60 fueron heridos. Los yihadistas tuvieron entre 600 y 1.000 bajas. En París se habla de Mali como “el Afganistán francés”, en referencia a la guerra prolongada por 20 años de Estados Unidos en ese país de Asia Central.
En este contexto, los golpes militares y la consecuente inestabilidad en Bamako dificultan las acciones antiterroristas. La mítica ciudad de Timbuktú fue tomada por los rebeldes yihadistas varias veces y otras sucesivas recuperada por los comandos franceses. Dos organizaciones, el Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes (JNIM), la franquicia de Al Qaeda en la zona, y Estado Islámico en el Gran Sáhara (ISGS), la filial del ISIS, actúan en el norte de Mali, así como en Burkina Faso y el oeste de Níger y amenazan con seguir avanzando hacia el sur, hacia los países del golfo de Guinea. Durante 2020 el JNIM llegó a la frontera de Burkina Faso con Costa de Marfil y Ghana y este año ya se han producido ataques en suelo marfileño, así como en Benín. A esto se suma el avance desde el otro gran foco yihadista regional, la cuenca del lago Chad, de Boko Haram y su escisión, el Estado Islámico en África Occidental (ISWA), hacia el oeste de Nigeria, donde su presencia es cada vez mayor, lo que hace temer que se pueda crear un “corredor” entre ambas zonas controladas por los terroristas.
Los militares de Mali que dieron el último golpe también están sufriendo bajas importantes en sus filas en los combates contra los yihadistas. Y están convencidos de que necesitan consolidar su poder político para conservar el poder económico y mantener el ánimo de las tropas. Dicen que, de lo contrario, los soldados comenzarán a desertar porque las organizaciones terroristas les pagan mejor.