Trabajos forzados y cárcel por “sodomía y ultraje”: La condena que destruyó a Oscar Wilde por amar a un joven noble

Trabajos forzados y cárcel por “sodomía y ultraje”: La condena que destruyó a Oscar Wilde por amar a un joven noble

A los 41 años, Oscar Wilde se enamoró de un muchacho de 21, aspirante a escritor, hijo de un noble, y ambos protagonistas y víctimas de un escándalo tremendo que terminó con Wilde en la cárcel, condenado hace hoy 126 años, con su vida arruinada (Napoleon Sarony/CORBIS/Corbis via Getty Images)

 

Lo destruyeron por amar a quien no debía. Bueno, al menos a quien no debía amar en la Inglaterra victoriana, conservadora y moralista de finales del siglo XIX. A los 41 años, Oscar Wilde se enamoró de un muchacho de 21, aspirante a escritor, hijo de un noble, y ambos protagonistas y víctimas de un escándalo tremendo que terminó con Wilde en la cárcel, condenado hace hoy 126 años, con su vida arruinada, con sus impulsos como escritor genial anulados y con su muerte temprana, a los 46 años.

Por infobae.com





La homosexualidad estaba prohibida en aquel imperio que la reina Victoria ataba al resto de las monarquías europeas gracias a sus dotes de Celestina incansable. Prohibida, pero tolerada. El imperio era también hipócrita y la ley contra la homosexualidad se derogó recién en 1967, cuando el mundo había dado siete vueltas de carnero a los tiempos victorianos y los Beatles daban clases de desparpajo en cada recital.

La ley que castigaba los “actos indecentes entre hombres” oficiaba de duro código de extorsión, de amenaza permanente, de recordatorio inmanente para los díscolos, los desmoldados, los turbulentos. Oscar Wilde era eso y más. Era anarquista, o al menos veía con simpatía que la gente se preguntara con cuál gobierno vivirían mejor, y se respondieran que con ninguno. Lo dejó escrito en El alma del hombre en el socialismo. Además, impulsaba el arte por el arte mismo, la exaltación de los sentidos como meta casi única a alcanzar por la humanidad: “Lo único que vale la pena en la vida es la belleza y el placer”, dice uno de sus personajes en El retrato de Dorian Gray, esa especie de Fausto británico que permite la eterna juventud, mientras envejece en el cuadro en el que fue pintada.

Oscar Wilde impulsaba el arte por el arte mismo, la exaltación de los sentidos como meta casi única a alcanzar por la humanidad: “Lo único que vale la pena en la vida es la belleza y el placer”, dice uno de sus personajes en El retrato de Dorian Gray (Napoleon Sarony/Bettmann/Getty Images)

 

Esas botas calzaba Wilde, suficientes para inquietar al imperio. Había nacido en Dublín el 16 de octubre de 1854, hijo de dos personajes de la sociedad irlandesa, un cirujano oftalmológico y una poetisa, desde chico estudió en colegios selectos después de haber sido educado en casa durante nueve años. Tenía una inteligencia notable y una especial facilidad para el francés y el alemán. En 1871 ingresó al Trinity College de Dublín, donde estudió a los clásicos durante tres años y publicó sus primeros poemas. Una beca de noventa y cinco libras anuales, generosa pero no gran cosa, le permitió entrar a los 20 años, en 1874, en el Magdalen College, de Oxford.

Para entonces, Wilde estaba embarcado en la corriente del esteticismo. Había recibido influencias de los escritores John Ruskin y Walter Pater que respaldaban e impulsaban la importancia del arte en la vida. A aquel Wilde joven lo querías o lo detestabas. Era un gran conversador, un tipo de un humor ácido, corrosivo y exagerado siempre a flor de piel, con un ojo siempre alerta para detectar y describir luego los sucesos y los personajes del colegio, y defendía a su vez al arte por el arte mismo. Era una personalidad que se distinguía en aquel mundo joven que también lo tildaba de ridículo.

Wilde llevaba el pelo lacio y rubio muy largo, decoraba su cuarto de universitario con plumas de pavo real, lilas, girasoles, porcelana erótica con lo de misterioso e inquietante que encierra la definición, y otros extraños objetos de arte; desdeñaba los deportes llamados “masculinos”, lo que no estaba bien visto en Oxford, y era un remero mediocre, cosa que Oxford tampoco veía con buenos ojos. Total, que sus compañerotes lo sumergieron varias veces en el río Cherwell cuando la temperatura aconsejaba lo contrario, y le destrozaron varias veces su cuarto, sus objetos de arte, sus lilas, sus plumas y su porcelana erótica.

Para un provocador nato como Wilde, aquello era la gloria. Se convirtió en un gran escritor, agudo, filoso, corrosivo, de una ternura indomable cuando escribió para chicos, y de una impiedad pasmosa cuando debía describir la sociedad que lo atormentaba. Sus poses lánguidas, sus pantalones cortos y sus medias largas, sus extravagantes sombreros con plumas, sus pieles en un mundo en el que los hombres no las lucían, sus péndolas desafiantes, su sonrisa socarrona y sus gestos desmayados, incluso su homosexualidad que no era en absoluto desconocida y apenas proclamada, le fueron toleradas hasta con indulgente simpatía ante el éxito de sus obras. Alguna revista caricaturizó, sí, sus poses y sus amaneramientos: los dibujos paródicos colocaban a Wilde en la categoría que la época definía como “desviado”, para no nombrar las cosas por su nombre.

En cambio, su apoyo al socialismo libertario, al anarquismo como filosofía de vida, y un poquito como filosofía política, del que Wilde dio fe, cayó como el hielo en la sociedad que lo admiraba. Socialismo era mucho decir en la era victoriana y Wilde escarbaba en el alma humana bajo el socialismo todavía en ciernes, lo que hizo que el ceño conservador se frunciera bastante.

En mayo de 1884 se casó con Constance Lloyd, hija de Horace Lloyd, un consejero de la reina. Tuvieron dos hijos, Cyril, que nació en junio de 1885 y Vyvyan, que nació en noviembre del año siguiente. A partir del nacimiento del segundo hijo, Wilde frecuentó cada vez más las aventuras homosexuales hasta que, en el otoño de 1891 uno de sus amigos llegó a su casa, para tomar el té, junto con lord Alfred Douglas, de 21 años. Fue amor a primera vista.

Wilde, que tenía 36, una exitosa carrera y era un “hombre de familia” para su entorno, se sintió fascinado por la belleza del muchacho, a quien empezó a llamar “Bosie”, algo así como muchacho en francés. Lord Alfred, que quería ser escritor y admiraba a Wilde, también se supo fascinado por la fascinación que había despertado en su ídolo.

Los dos empezaron a vivir una apasionada historia de amor, con la incredulidad que Wilde aplicaba a sus grandes metas y con la confianza que le daban la fama, el prestigio y la popularidad, que son cosas que suenan parecidas pero que no lo son. Vivieron con cierta desenvoltura, es verdad; con cierto desenfado, mejor. Nada intolerable para la corte, para los cortesanos y para el mundo siempre alerta de aquellos palacios en los que flameaban los rumores y la maledicencia. Un poco de discreción, tal vez, no hubiese estado mal.

El papá de lord Alfred era el marqués de Queensberry, un aristócrata preocupado en implementar las reglas del boxeo, hay gente para todo, y que intentó por todos los medios a su alcance, y tenía muchos, cortar la relación. Por ejemplo, amenazaba a los dueños de los restaurantes que recibían a la pareja con arruinarlos, o con partirles la cabeza. Era un tipo poderoso y podía hacer cualquiera de las dos cosas. Armaba algunos escándalos frente a la casa de Wilde, lo que tenía sin cuidado al escritor, y en febrero de 1895 intentó boicotear en el teatro St James, el estreno de La importancia de llamarse Ernesto: Wilde tuvo que entrar por la puerta trasera porque la entrada estaba cercada por la policía, movida por la mano experta del marqués.

Todo se derrumbó, o empezó a caer, el día que el marqués fue a uno de los piringundines musgosos de los bajos fondos, que Wilde solía visitar en busca de sofisticación y sexo, y dejó una tarjeta con su nombre y una frase escrita: “Para Oscar Wilde, que alardea de sodomita” (Gillman & Co/Hulton Archive/Getty Images)

 

Todo era un poco ridículo porque lord Douglas tenía ya veintiún castañazos sobre los hombros y podía hacer de su vida un carrusel, si se le antojaba. Pero era, a cada cual lo suyo, un chico caprichoso, un poco reacio al trabajo y esas obligaciones rutinarias y tediosas, y dependía de la fortuna y la generosidad familiar para poder cortar en su mesa el pan de cada día.

Todo se derrumbó, o empezó a caer, el día que el marqués fue a uno de los piringundines musgosos de los bajos fondos, que Wilde solía visitar en busca de sofisticación y sexo, y dejó una tarjeta con su nombre y una frase escrita: “Para Oscar Wilde, que alardea de sodomita”. Wilde se hartó de la persecución y de la insolencia del marqués y, acicateado por Alfred, que vio la oportunidad de sacudirle una buena a su padre, lo denunció por calumnias.

Fueron a juicio. Fue un escándalo. Y el poder político, las influencias y el predicamento moral del marqués, dieron vuelta la acusación y Wilde terminó condenado por “sodomía, grave indecencia y ultraje a la moral”. Dos años de trabajos forzados en la cárcel de Reading. La condena fue de una dureza inesperada y puso un toque de tragedia a lo que, hasta entonces, había sido un juicio con ribetes graciosos, amables, casi de tertulia de las cinco de la tarde, todo siempre favorecido por la ironía, las frases lapidarias, satíricas, cáusticas del acusador que terminó acusado y condenado, que había convertido la sala del tribunal en el escenario de una de sus comedias.

La pequeña celda en la prisión de Reading donde Oscar Wilde pasó dos años condenado a trabajos forzosos y maltrato (Grosby)

 

Es célebre la audiencia en la que, para probar la condición moral de Wilde, desfilaron por el tribunal una serie de muchachos a los que no se llamaba entonces taxi boys, pero que sí lo eran. Uno de ellos no había recibido de la naturaleza demasiadas bendiciones. Cuando el fiscal le preguntó a Wilde si el chico había sido su acompañante ocasional, Wilde contestó a lo Wilde: “¿Con ése? ¿Con lo feo que es? ¡No…!”. Una frase graciosa, brillante, chusca y condenatoria.

El escándalo y la cárcel destruyeron a Wilde. En especial, la cárcel. Constance se separó del escritor, cambió su apellido por el de Holland, e hizo lo mismo con el de sus hijos, para evitarles el escándalo. No permitió que el padre volviera a verlos, le obligó a renunciar a la patria potestad, nunca se divorció y aceptó la pensión que sí le pasó Wilde durante algunos años.

Antes de ser recluido en la cárcel, un amigo de Wilde, Frank Harrisse ofreció trasladarlo a Francia para escapar de las rejas y para vivir en un país donde la orientación sexual no era delito. Pero Wilde no quiso marcharse. Aceptó su destino con una súbita condición de mártir y con el estoicismo que su espíritu anárquico dictaba para la ocasión. Los trabajos forzados en la cárcel de Reading estaban diseñados para desgastar a los presos, castigar sus cuerpos con esfuerzos inútiles, como el de trasladar piedras de un lugar a otro y de otro a uno y menguar su salud con una comida bazofia y unos servicios médicos inexistentes. Todo eso pegó duro en Wilde que, pese a los rigores de la prisión, regaló a su director un ejemplar autografiado de La importancia…. Un caballero es, siempre, un caballero. Sin embargo, en una carta de 1897 a su amigo Robert Ross, que había sido su primer amante y fue luego el albacea de su legado, Wilde habló de su estada en la prisión: “Me han tratado brutalmente, pero no me han cambiado: simplemente me han destruido. Así que, deben estar furiosos”.

Tras las rejas escribió dos obras, La Balada de la cárcel de Reading y De Profundisuna larga carta de amor a Douglas que es a la vez, catarsis, admisión de yerros, exhibición de frustraciones y un canto arrepentido a una vida que había de cambiar para siempre.

Cumplió su condena hasta el último día. Dejó atrás las rejas en mayo de 1897 y no pisó Inglaterra sino por apenas una hora: se fue a Francia ni bien volvió a ver la luz del sol. Allí cambió identidad por la de Sebastian Melmoth, jamás volvió a usar su verdadero nombre y apellido, y envió a un par de diarios británicos algunas cartas en las que denunciaba el mal trato en las cárceles británicas. Se las publicaron, al igual que La Balada…, que llevaba también su número de prisionero: C33. Fue lo último que escribió.

Se reencontró con su amante, pero nada fue igual con Lord Douglas. Vivieron unos meses en Posillipo, un sitio extraordinario de la costa napolitana. Wilde contó a su amigo Ross que todo había sido muy triste ahora junto a Bosie, que se fue de su vida cuando se acabó el dinero. Douglas no fue el Dorian Gray que imaginó Wilde. Tras su separación, se dedicó a dañar su memoria, incluso con algunas mentiras. Se casó en 1902, tuvo dos hijos y murió en el Reino Unido, en marzo de 1945, a los 74 años.

Wilde se convirtió casi en un paria, frecuentó en París los mismos sitios sórdidos que visitaba en Londres para conseguir los favores de los mismos “acompañantes” jóvenes. Uno de ellos, Maurice Gillver, fue su amigo hasta el último día y quien le tomó la foto en su lecho de muerte

 

Wilde volvió a París en la ruina; enfermo y alcohólico; sobrevivió a duras penas con lo que pedía prestado a sus amigos y nunca devolvió. Ocupó una habitación en el hotel D’Alsace, que nunca pagó y donde murió: hoy, rebautizado como L’Hotel en 1967, sus paredes conservan y exhiben aquella factura impaga. Wilde se convirtió casi en un paria, frecuentó en París los mismos sitios sórdidos que visitaba en Londres para conseguir los favores de los mismos “acompañantes” jóvenes. Uno de ellos, Maurice Gillver, fue su amigo hasta el último día y quien le tomó la foto en su lecho de muerte.

Lo derrumbó la meningitis, probablemente ocasionada por una infección crónica del oído. Murió el 30 de noviembre de 1900, a las 13.50. El 3 de diciembre lo enterraron en Pere-Lacheise, previa misa en St. Germain de Pres, que siguieron cincuenta y seis personas.

Oscar Wilde había llegado a Francia con una frase arrogante y épica que lo pintaba de cuerpo entero, aún en la desgracia y malherido en su orgullo y en sus bolsillos. Cuando en la aduana le preguntaron si tenía algo que declarar, dijo: “Mi talento”.

Y se despidió del mundo con otra frase similar. En la ruina económica y con el hotel sin pagar, pidió una botella de champán muy cara, que le sirvieron, faltaría más. Con la copa en los labios, le dijo a su médico: