Todas esas escenas y otras tantas han regresado a poblar la vida de los cubanos, como una vez lo hicieron durante la crisis de los años 90 que, en un exceso de maquillaje del lenguaje, fue llamada por el oficialismo como “Período Especial”. Para quienes nacieron en este siglo, el actual descalabro social y económico es el más grave de sus vidas, pero mi generación ya lleva un par de estas hondas heridas materiales a cuesta, mientras que a la de mis padres hay que sumarle los rigores sufridos en los años 70.
La vuelta de estas viñetas de la miseria forma parte de un obstinado ciclo que ha tocado la existencia de todos en esta Isla. Ante tanta repetición, unos estadistas honestos y preocupados por el bienestar del país hubieran reorientado el rumbo nacional, abandonado las prácticas que llevaron a constantes carencias a su población o cedido el puesto a ejecutivos más capaces. Pero testarudez e ineficiencia se dan la mano en la cúpula cubana.
Hace unos años, un analista y escritor hizo una interesante pregunta durante una conferencia que se llevaba a cabo en un centro de estudios de la capital: “¿Cuántas veces más debe fallar la puesta en práctica de las ideas económicas marxistas para concluir que el fracaso es inherente al modelo?”. Si se aplica esa duda al castrismo, entonces vale cuestionarse ¿cuántas crisis más tendremos que padecer los cubanos para que los funcionarios entiendan que el sistema no funciona? ¿Cuántos “períodos especiales” deben acumularse para que los líderes del Partido Comunista reconozcan su incapacidad para proveernos prosperidad y libertad?
Ayer vi a una niña partir en dos una galleta de chocolate. “Me voy a comer la mitad hoy y voy a dejar la otra para mañana en el desayuno”, dijo. Se me aguaron los ojos. Me trajo a la memoria a una adolescente escuálida y hambrienta en una larguísima cola para comprar unos pequeños pollitos que debíamos criar en nuestro apartamento de la barriada de San Leopoldo. Después de una fila de horas, golpes y empujones, aquella joven regresó a su casa con unos diminutos y amarillos animales de los cuales ninguno sobrevivió a su inexperiencia en labores avícola ni a la falta de alimentos.
De aquellas imágenes de los años 90 nos faltan por ver algunas todavía. Espero que no lleguen: Las balsas cargadas en hombros y atravesando las calles rumbo al Malecón; el amigo que se embarcó en una y nunca se supo más de él; la pizza con sabor a kerosene que fue el único alimento en un par de días; el numantino líder pidiéndonos más sacrificios desde la tribuna. ¿Cuánto más debe aguantar un pueblo para concluir que el conformismo es inherente a su carácter?
Este artículo se publicó originalmente en 14ymedio el 29 de mayo de 2021