Hay una delgada línea entre la censura ideológica y la identificación real de amenazas externas. Las iniciativas para monitorear el ciberespacio tienen potenciales efectos negativos también sobre el debate político de la pospandemia.
El control del ciberespacio se ha vuelto vital en las aspiraciones de los Estados por detectar y rechazar las intrusiones que ejércitos de hackers hacen a adversarios políticos o militares. Se ha vuelto corriente la existencia de departamentos de ciberguerra en las instituciones armadas. Pero, además, el control del ciberespacio se ha vuelto moneda común para que los gobiernos autoritarios y dictaduras ejerzan control respecto de sus poblaciones. Bien se sabe que hay Estados cuyo enorme aparato militar de ciberguerra es inversamente proporcional al cercenamiento de las libertades digitales y de expresión ciudadanas: así es en Corea del Sur, Rusia, China, Irán, Cuba o Venezuela. Este aspecto represivo del ciberespacio se ha acentuado con legislación ad hoc que restringe libertades digitales, se apodera de la custodia de datos y cercena el acceso a fuentes noticiosas y a Internet.
El desarrollo de nuevos autoritarismos ha aprovechado la experiencia de las maquinarias militares al punto que han constituido unidades de ciberguerra que además proyectan ideologías y mensajes fuera de sus fronteras. Un caso bien ejemplificador es Cuba, que alterna estas actividades con el espionaje y la lucha con Estados Unidos, con resultados bastante eficientes considerando el pequeño tamaño de su fuerza.
Más graves son las acusaciones del uso de ciberguerreros rusos y chinos que han reportado Estados Unidos, Francia, Estados Unidos e incluso España el último tiempo. Desde este punto de vista resulta ilustrativo cómo una potencia de rango medio, Francia, ha pasado a constituir oficialmente el 2 de junio de 2021 una entidad dirigida por el Secretariado General de Defensa y Seguridad Nacional (SGDSN) que vigilará los contenidos en línea. Aunque Francia es un estado liberal, la nueva oficina vigilará las fake news que provengan de otros Estados, y sean consideradas además lesivas para la seguridad nacional. Por lo demás, en el caso del maestro francés Samuel Paty, asesinado por islamistas, un uso piloto del sistema detectó que las noticias falsas provenían de Turquía y fueron justificativa del asesinato del profesor, en un tono muy similar al que Erdogan dio en su momento.
Para defender el proyecto, Stéphane Bouillon sostuvo ante la Asamblea Nacional que esto permitirá identificar del flujo de noticias falsas propagado por Twitter con propósitos de desinformación. El procesamiento de esta información derivará a un comité ético compuesto de jueces, el cuerpo diplomático, medios de comunicación e investigadores.
La agencia francesa es similar al Centro de Interés Global de Estados Unidos (GEC) creado en 2016, que vigila agencias estatales y no estatales externas que emiten noticias; el GEC derivó de un centro de observación del terrorismo, el Centro de Participación Estratégica Global, fundado en 2008, al que sucedió en 2011 el Centro de Comunicación Estratégica Contraterrorista y que se dirigía a las acciones intrusivas de Irán, China y Rusia. Lo mismo ocurrió en Reino Unido, en 2018, bajo Theresa May, con la Unidad de Seguridad Nacional de Comunicaciones. La Unión Europea creó, bajo el Servicio Europeo de Acción Exterior, en 2015, el East StratCom Team, equipo de comunicación estratégica para el Este, contestó campañas de desinformación de Armenia, Georgia, Ucrania y Bielorrusia. Italia y Alemania, por su parte no han aprobado leyes en este sentido para controlar las fake news internas y externas.
Sin embargo, hay otras iniciativas en que el contenido de política exterior no aparece. Es el caso de Pedro Sánchez en España, cuyo proyecto publicado en el Boletín Oficial del Estado sostiene que perseguirá la “difusión deliberada, a gran escala y sistemática de desinformación, que busque influir en la sociedad con fines interesados y espurios”. Un fondo bastante dudoso, contrario a las normas de libertad en la Unión Europea y más afín a los Batallones Bolivarianos de Internet (BBI), que desde 2004 monitorean la libertad de expresión en redes sociales para aplicar la Ley Constitucional contra el Odio, por la Convivencia Pacífica y la Tolerancia, más conocida como Ley de Odio, y uno de cuyos impulsos es nada menos que el amor. A nivel interno, basta con decir la verdad, como dijo una crítica del proyecto español.
Bajo el marco de la posverdad, se pretende asimilar la disidencia ideológica interna a un crimen con consecuencias penales. Medidas como censurar se vuelven instrumentos de control social y por eso el cuidado frente a estas iniciativas. Francia tiene una larga tradición estatista, que también emerge en esta ocasión, pero es indudable que el panorama internacional ya internalizó los ataques informativos en el ciberespacio como amenazas graves si se generan en otros países con propósitos políticos. Pero hay una delgada línea entre la censura ideológica y la identificación real de amenazas externas, y estas iniciativas tienen potenciales efectos negativos también sobre el debate político de la pospandemia.
Este artículo se publicó originalmente en El Líbero el 5 de junio de 2021