La mentira que más duele, la que más ofende a la inteligencia, es la que se dice de forma placentera. La que se comunica de cuerpo entero, con una mueca sardónica, impertérrito, impasible el sujeto, con convicción inmoral, los ojos vidriosos, las manos invisibles. La voluptuosa, la ultrajante, la sórdida, de regusto onánico, que hace salivar hasta desbordar líquido por las comisuras como los vampiros cuando chupan la sangre de sus víctimas, en el caso de los mentirosos, de solo imaginar el rostro de la audiencia impactada de arrechera.
Jorge Luis Borges decía con su genio de siempre: Creo que la mentira es muy necesaria por razones de cortesía, de buena educación y de reserva también. Yo, al cabo de un día, con palabras o callándome habré mentido constantemente, y eso que me considero un hombre ético. Borges distinguía entre decir una mentira y ser un mentiroso. Todos, tirios y troyanos, civilizados y barbaros, hombres y mujeres, hemos dicho en algún momento de nuestras vidas una mentira para salvar una situación, recomponer un panorama, evitar un agravio o corregir un malentendido. El mentiroso no, miente por hábito, por gusto, compulsivamente; necesita mentir para justificar su enfermedad y las perversiones de su alma. Miente indiscriminadamente y disfruta sádicamente la mentira.
Los mentirosos son personajes que individualmente pueden ser controlables y fáciles de detectar; la mayoría son potenciales farsantes que terminan en la sociedad como expertos estafadores, políticos desacreditados, criminales de cuello blanco, narcotraficantes de poca monta, profesionales mediocres frutos de copias y usurpación de funciones, y personas confundidas de identificación sexual no declarada o practicantes de perversiones criminales.
Los mentirosos, cuando actúan en cambote en nombre de una ideología, de una secta religiosa, militar o de una guerrilla, y se hacen del poder del Estado, de una sociedad, amenazan sus principios civilizatorios básicos, los valores soporte de la tradición y las buenas costumbres; corroen la moral pública y privada y lanzan a la deriva y a la pérdida de ilusión a las nuevas generaciones. Crean un mundo de abyectos, de confundidos éticamente, cuyos daños son irreparables en la psiquis humana y que ya identifican los propios especialistas cubanos como daño antropológico severo.
El sociólogo Rafael Uzcategui, coordinador general de Provea, puntualiza para el caso venezolano sobre los efectos de la profundización de la intervención estatal en las relaciones sociales fundadas en la mentira y la psiquis de sus habitantes; destaca cómo se han generado seis tipos de daños antropológicos específicos: el servilismo; el miedo a la represión; el miedo al cambio; la falta de voluntad política y responsabilidad cívica; la desesperanza; el desarraigo y el exilio dentro del país (insilio); y la crisis ética abierta.
Cuando la mentira se hace hábito y reproduce mentirosos, se pretende un solo discurso y la opinión disidente se castiga con la cárcel y hasta con la muerte. Por más que uno se haya propuesto terminar sus últimos años en santa paz con uno mismo y con los demás, esta misión resulta imposible.
Por más que busques hacer solo las cosas que te gustan y satisfacen material y espiritualmente, intentando que el stress no te mate lentamente, cuando dejas abiertas una de las tantas ventanas por donde penetra la propaganda y la mentira oficial, te das cuenta que tal cosa también se torna inútil, porque la mentira, la corrupción, el abuso y la arbitrariedad machista del militar reinan en todas partes y todo lo corroen con su patanería y su mal gusto.
Un sistema de dominio fundado en la mentira, y en un discurso único tiene que ser letal para la vida de la ciudadanía decente. El que no está enfermo, enfermará, y el que está enfermo se agravará. Lentamente, la desilusión, el tedio, el aburrimiento, la asfixia, irán mellando el sistema nervioso y el inmunológico cederá como un todo frente a las más frágiles amenazas. Seremos sujetos dóciles y obedientes, enclenques mentales que todos los días morimos a pedazos.
Guardo defensas, desde mi juventud, cuando descubrí la literatura y las artes, y me dispuse a cultivarlas, gracias a ellas, a mi rica imaginación y al trabajo de mis padres y hermanas, pude sortear momentos difíciles que tenemos todas las familias que en democracia venimos de abajo. Pero yo soy amigo del silencio y la soledad y puedo viajar desde niño a donde quiera sin que nada me perturbe ni pueda impedir que mi espíritu, en esos paseos, solo o acompañado, regrese ileso y feliz, lleno de fervor espiritual y de ganas de seguir viviendo y soñando.
Pero, ¿y el que no?, ¿el gregario —la mayoría—, el conversador, el salidor, el que anhela los paseos de fin de semana, las buenas tascas, las discotecas y los cafés para socializar y compartir, para caracolear y enamorarse, para exhibir atributos, vicios y virtudes? Esos tendrán que vivir un malestar disimulado, una rabia contenida, un aislamiento enfermizo. Por eso entiendo perfectamente a los jóvenes y a los no tan jóvenes que resienten del encierro forzoso del régimen y del condicionado de la pandemia. Lo normal en un joven es la juerga, la temeridad, el desafío, la aventura.
Es cierto que un sistema fundado en el oficio de mentir también tiene su punto de rendimiento decreciente cuando la gente empieza a visualizar la farsa, la simulación, la ostentosa falta de respeto a la audiencia, y a demostrar que ella no está plagada de ignorantes o campurusos imbéciles.
Irrita hasta la ira oír un discurso donde se premia el heroísmo de unos soldados, se les recibe como héroes y se les retrata patéticos y supuestamente felices con unas bolsas de doritos y pirulines, cuando todos sabemos que vinieron con el rabo entre las piernas, humillados, después de una soberana paliza infligida por un grupo de narcoterroristas.
Debe doler mucho en el alma de militar profesional y verdadero patriota, oír a la tropa en un patio frente a su máximo comandante, entonar canciones desafiantes a los soldados garantes de la democracia más avanzada del mundo, con supuestas armas de un imperio enemigo de la libertad, de la democracia y del mundo libre.
Más rabia aún produce el hecho de que voceros del régimen atribuyan, en un gesto desesperado motivado por la impotencia, el financiamiento por parte de la dirigencia de Voluntad Popular a los delincuentes dirigidos por el famoso Coqui, que actúa a sus anchas en la Cota 905 para desgracia de los vecinos de esa zona, aterrorizados por los tiroteos y el destino de las balas perdidas que ya suman algunas victimas inocentes.
El régimen sabe que es en ese partido, fundado por jóvenes inteligentes, aguerridos y cojonudos donde está la reserva moral y política más fuerte de sustentación, en el corto y mediano plazo, de la oposición nacional. A ella pertenece el presidente interino Juan Guaidó, de ella es fundador Leopoldo López Mendoza, el mejor de los perfiles del liderazgo nacional, por perseverar a riesgo de su vida en la defensa de la democracia y por haber dado la talla en cada momento que la historia le ha exigido para encabezar la rebelión ciudadana cuando muchos guardaban silencio.
La mentira, de cualquier naturaleza, tiene patas cortas; los mentirosos, pies de barro que en cualquier momento, en el menos pensado, derribarán la justicia turbulenta de las masas, cuando el liderazgo nacional se junte como un todo, con un único propósito y una sólida e irreversible estrategia de victoria.
León Sarcos, junio 15 de 2021