En esta proyección blanco – negro, solían ser gananciosos en América Latina, políticamente hablando, quienes izaban la bandera socialista, identificados como de izquierda. Aun con los denodados esfuerzos de Maduro y sus acólitos por destrozar toda virtud asimilable a esta opción –el mentado “socialismo del siglo XXI”—, los estragos de la pandemia, siempre más crueles con los pobres, y los desaciertos y/o incompetencias de muchos gobiernos, han vuelto a privilegiar en la agenda política la búsqueda de un modelo societario más justo: ¿socialista? Depende qué se entiende por ello.
¿Acaso los conservadores ingleses –más liberales, difícil—se oponen al National Health Service (NHS) a cuenta de ser un sistema social de medicina y atención a la salud? Ángela Merkel, el portavoz de la marca (liberal) en Europa, Emmanuel Macron, y el Partido Popular (PP) español, ¿deben renegar de los servicios de salud pública? ¿Desmontarían la asistencia social que, por distintas vías, compensa los ingresos de los más necesitados? ¿Están obligados, a cuenta de ser liberales, a oponerse a una educación pública de calidad, de universal cobertura, o a ampliar los servicios públicos? No está en sus agendas, porque estos sistemas gozan de amplia aceptación en sus respectivas sociedades.
Porque es desde el liberalismo, fundamentado en la inviolabilidad del ser humano en cuanto a sus atribuciones y prerrogativas como ser social, que se posibilita la construcción de lo colectivo. Los individuos en sociedad se ponen de acuerdo para proseguir intereses comunes, dando lugar a organizaciones diversas, sindicatos, asociaciones vecinales, gremiales, recreativas –lo que sea— y a posturas compartidas y, más allá, estableciendo instituciones que resguardan estos derechos. Sus preferencias constituyen la base para la creación de los espacios colectivos; no les son impuestos. Quien no está de acuerdo con la manera en que se persiguen intereses gremiales, por ejemplo, puede desafilarse u optar por conducir la asociación. Quien opina que se dedican demasiados recursos a la educación pública, que vote por el partido que plantea su reducción. De hecho, el gobierno de Mariano Rajoy (PP) en España lo hizo, pero recibió muchas críticas por ello luego.
El liberalismo no impide que puedan sobreponerse fines colectivos sobre los individuales, pero debe esmerarse por proveer los mecanismos institucionales para que éstos deriven siempre de los derechos irreductibles del individuo: decisiones de cuerpos representativos (parlamento, gremios), consultas populares, elecciones, etc. El gran desafío de la democracia liberal es cómo hacer que esos mecanismos concilien decisiones que deben tomar expertos o intereses que son disímiles, con la voluntad de los individuos que integran la sociedad. Los sesgos o preferencias que, irremediablemente, aparecerán, le darán una tonalidad más de “izquierda” o más de “derecha”, según sea el caso.
Países europeos prósperos, donde priva la iniciativa individual, pero con servicios sociales de salud y un alto grado de equidad a través de la redistribución del ingreso, serían, para algunos, “socialistas”, a pesar del sustento liberal de sus políticas y el acuerdo mayoritario de sus residentes. En Estados Unidos, por su parte, las soluciones colectivas son menos comunes. En el extremo “derecho” estarían quienes reducen las decisiones políticas a lo económico, los “neoliberales”. Para ellos, los flujos financieros internacionales dictan la pauta y cada uno es responsable de su propio bienestar, aun siendo pobre.
Desde la óptica marxista, el socialismo es otra cosa. Al eliminar la propiedad privada sobre los medios de producción y ponerlos en manos trabajadoras, liberaría las fuerzas productivas: los obreros se entregarían gustosamente a producir, ya en control de las circunstancias que determinan sus vidas. En la práctica, esta “socialización” de la producción significó su propiedad por parte del Estado, con lo que los criterios para asignar recursos y distribuir lo producido pasó a determinarse por criterios políticos. Dio lugar a una nueva clase social formada por quienes estaban en comando. Al destruir el Estado liberal, “burgués”, degeneró en una autocracia despótica que sucumbió pronto a la tentación de enriquecerse a través del abuso de poder, pero contando, ahora, con la absolución de la Historia (con mayúscula).
El chavo-madurismo es expresión depravada de lo anterior. Siempre tuvo en mente, no el desarrollo de las fuerzas productivas, sino su depredación: “ahora PdVSA es de todos”. Su dinámica de poder fue mucho más afín al fascismo, al margen del ordenamiento constitucional, y terminó descansando en una alianza diversificada de mafias militares y civiles dedicadas a expoliar particulares cotos de lucro. Privatizó al Estado (para sí mismo), pero invocando el socialismo. Antepuso sus mezquinos intereses partidistas a las soluciones colectivas de bienestar social. Marginó el aporte de las facultades de medicina de las universidades nacionales y de las redes de ambulatorios en distintos estados, para montar una red particular de atención a la salud, “Barrio Adentro”, que le deparaba réditos políticos a la persona de Chávez, dejando sin recursos a los hospitales públicos. Acabó con toda posibilidad de tener una educación pública de calidad y fue privando a las universidades de recursos, minando su capacidad para contribuir con soluciones a los problemas nacionales. La expoliación de partidas de mantenimiento, el desvío de inversiones a bolsillos privados y la contratación de empresas de maletín para “darse el vuelto”, acabó con los servicios públicos de electricidad, agua, gas y telefonía. Y la seguridad personal pende ahora de la alianza con pranes y demás bandas criminales. Para rematar, destruyó a la economía, dejando a los venezolanos sin posibilidades de sustento. Todo ello en el marco de la violación extendida de los derechos humanos, como ha sido ampliamente recogida por los organismos competentes de las Naciones Unidas, la OEA y numerosas ONGs.
Pero sucede que Maduro y sus militares traidores son tenidos como de “izquierda”. Izando consignas antiimperialistas, gritan que no son ellos quienes arruinaron al país, sino el bloqueo y las sanciones de Estados Unidos. Concitan, con ello, el apoyo de cierta izquierda internacional, como el partido Podemos en España, algunos de cuyos dirigentes cobraron jugosas asesorías al chavismo. Miran para otro lado antes de condenar a Maduro. Y el expresidente Rodríguez Zapatero se muestra sospechosamente dispuesto a acompañarlo –invariablemente– en su defensa. Su embajador en Venezuela de entonces, Raúl Morodó, ya fue encausado por recibir más de 5 millones de € de PdVSA por negocios turbios.
La ironía cruel es que quienes insisten en distanciarse de toda noción de Estado de bienestar porque huele a socialismo, le entregan, así, las banderas de la justicia social al fascismo madurista, el verdadero culpable de la destrucción de todo amparo a la población venezolana en estos momentos tan duros.
¿No será tiempo de desechar los simbolismos maniqueos que han encasillado la lucha contra el régimen y por restaurar la democracia? No puede ser que la impostura chavista pretenda cobijarse en la idea de que es un gobierno de vocación social, y que los líderes demócratas son la derecha.
Humberto García Larralde, economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela, humgarl@gmail.com