Cuando en 1980 Bobby Shafran llegó por primera vez al campus de la universidad pública de Sullivan, en Nueva York, se dio cuenta enseguida de que algo raro pasaba. Tenía 19 años y nunca había sido un chico popular, así que estaba nervioso. Sin embargo, todos lo saludaban como si lo conocieran. Algunas chicas, incluso, lo besaban efusivamente. Otros repetían: “Bienvenido, Eddy, ¿qué tal tus vacaciones?”.
Por infobae.com
Para cuando encontró su cuarto, la confusión era total. Entonces, un chico golpeó la puerta y le hizo las dos preguntas que definirían el resto de su destino: “¿Sos adoptado? ¿Tu cumpleaños es el 12 de julio…? ¡Tenés un hermano gemelo!”. Unos minutos más tarde, estaban llamando a Eddy Galland –que había cursado y abandonado en la misma facultad el año anterior–, desde una cabina telefónica, y de ahí, sin escalas, a toda velocidad en el auto de Bobby para acortar los 200 kilómetros que lo encontrarían por fin con el hermano del que había estado separado toda su vida.
“En el camino nos paró la policía. ‘Será mejor que tengas una muy buena razón para manejar así’, me dijo el oficial. ‘Bueno’, dije, ‘no me lo va a creer…’”, recuerda Robert Shafran, hoy de 59 años. Así comienza el aclamado documental Three identical Strangers (Tres extraños idénticos), de Tim Wardle, que debutó en Sundance en 2018 con un Premio Especial del Jurado –y un público conmovido, que lloraba en las salas y abrazaba a los protagonistas–, y que Netflix estrenará este lunes.
Conocerse cambió todo por completo, dice Shafran. “Sus ojos eran mis ojos, los míos eran los suyos”. Era, dicen los testigos, como si el mundo hubiera desaparecido para ellos, como si estuvieran viendo en el espejo. Pero su historia, que publicaron todos los medios locales, estaba a punto de pasar de sorprendente a absolutamente extraordinaria.
En un suburbio de Nueva York, David Kellman se enteró por su mejor amigo: su abuela había visto la foto de dos chicos separados al nacer que se habían reencontrado de casualidad en la universidad de Sullivan, eran iguales a él. Cuando volvió a su casa, su madre lo esperaba con la nota en la mano. Llamaron en ese mismo momento al diario y consiguieron el teléfono de Eddy. “Hola –dijo–. Me llamo David, nací el 12 de julio de 1961 y creo que hay otros dos como yo”.
Bobby Shafran, Eddy Galland y David Kellman habían sido dado en adopción a tres familias distintas por la agencia Louise Wise Services, la más prestigiosa entre la colectividad judía neoyorquina. Solo los padres adoptivos de los trillizos cuestionaron lo que había ocurrido en medio de la alegría del reencuentro; nadie nunca les había dicho que sus hijos tenían hermanos. Cuando exigieron respuestas a la agencia, les dijeron que los bebés habían sido separados por su bien, ya que consideraron que era demasiado difícil que alguien quisiera adoptarlos a todos.
Y entonces cualquier reproche quedó opacado por el milagro de ver a los tres juntos. La primera vez que se encontraron eran “como cachorritos jugando”. Se movían igual, comparaban gestos y gustos para descubrirse asombrosamente parecidos: fumaban Marlboro, amaban la lucha libre y la comida china, les atraían las chicas un poco más grandes, cruzaban las piernas de la misma manera, hasta tenían, cada uno, una hermana adoptiva de la misma edad, 20 años. Las coincidencias no paraban de sucederse. “Todo era nuevo, todo era celebración. Nos sentíamos como niños, porque no habíamos tenido una infancia juntos”, dice David.
Y entonces, esos tres chicos idénticos que al mismo tiempo habían crecido como extraños, se convirtieron en el fenómeno del momento. Aparecieron en las tapas de las revistas Time y People, en las de todos los diarios del mundo y en los programas de televisión más vistos de la época vestidos iguales y contestando a la par. “Vimos en que éramos iguales, y lo enfatizamos. Queríamos ser iguales, como si nos enamorarámos de nosotros mismos”, reflexiona Bobby.
El vínculo era tan fuerte y tan rápido que desafiaba la enorme disparidad de contextos en los que habían crecido. Los Shafran eran una familia acomodada: el padre de Bobby era médico y su madre, abogada. Los Galland vivían en un vecindario de clase media: el padre de Eddy era un maestro estricto y la madre, un ama de casa tradicional. Los Kellman era una familia obrera de inmigrantes. En casa de David el inglés era la segunda lengua, pero su padre era un hombre tan bueno y contenedor, que ese hogar pobre fue el lugar elegido por los trillizos para pasar la mayor parte del tiempo hasta que decidieron mudarse juntos a un departamento en el Soho.
Comenzaban los años ochenta y los hermanos eran felices. De pronto se habían vuelto populares y eso les abría las puertas de la noche, el sexo, las drogas y el rock. Se volvieron habitués de Studio 54 y hasta hicieron un cameo casual con Madonna en Buscando desesperadamente a Susan (1985). Creían que estaban destinados a ser famosos. Abrieron, también en el Soho, su propio restaurante, al que por supuesto llamaron “Triplets”, que atrajo a cientos de turistas y facturó un millón de dólares en el primer año.
También emprendieron juntos la misión de dar con su madre biológica. Cuando la conocieron, en un bar, se encontraron con un pasado triste: los había tenido cuando era muy chica y parecía tener problemas con el alcohol. Ninguno le dio mayor trascendencia, después de todo, cada uno tenía su propia familia. Pero aquella era la punta del ovillo del drama que estaba a punto de desatarse. Faltaba poco para que supieran que habían sido víctimas del más cruel de los engaños imaginables.
Cuando el negocio empezó a ir mal y el padre de David murió, las cosas se complicaron. Bobby dejó la sociedad, y sus hermanos se sintieron traicionados. Los tres se habían casado, empezaron a distanciarse, y Eddy empezó a tener cambios de humor. Pasaba de la ira a la tristeza profunda y le diagnosticaron un trastorno maníaco depresivo. David y Bobby lo acompañaron a internarse en un psiquiátrico. Ellos mismos habían tenido problemas para manejar su ira y Bobby incluso estuvo implicado en un asesinato durante su adolescencia.
Al escuchar la desesperación de David al otro lado del teléfono el 16 de junio de 1995, Bobby ni siquiera necesitó que hablara. Sabía que Eddy se había suicidado. Su muerte los devastó. Galland había sido desde el primer momento el que los unía, el gracioso de los tres, el que “iluminaba a todos con su sonrisa”. Había sido en su casa donde se vieron por primera vez. Había sido su popularidad la que hizo que todos se acercaran a saludar a Bobby aquella mañana en la universidad de Sullivan. Y había sido aquel reencuentro lo único en su singular historia que era obra del azar: todo lo demás era parte de un macabro experimento científico.
En el mismo año del suicidio de Galland, el periodista y ganador del Pulitzer Lawrence Wright publicó en el New Yorker un inquietante artículo sobre un estudio psicológico con el que se topó mientras trabajaba en una nota sobre los trillizos separados al nacer. Los hermanos no habían sido entregados a distintas familias para facilitar su adopción, como manifestó a los padres originalmente la agencia, sino como parte de una investigación científica ideada por el psiquiatra infantil Peter Neubauer, un refugiado autríaco del Holocausto cercano a Anna Freud y responsable del archivo de su padre. Desde el Child Development Center, Neubauer se había propuesto responder a una de las preguntas filosóficas más básicas de la humanidad: ¿Qué influye más sobre el comportamiento, la naturaleza o la cultura, lo innato o lo adquirido?
Wright había descubierto que la agencia Louise Wise había ubicado a un número desconocido de gemelos y trillizos en diferentes hogares con características deliberadamente disímiles y observados en secreto durante años, por investigadores que realizaban visitas domiciliarias, mientras a los padres se les decía que eran visitas estándar, para rastrear el progreso de los niños adoptivos.
Una familia acomodada, una de clase media, otra de trabajadores. Buscaban diferencias en la crianza de los hijos con la misma genética para saber cómo afectaban el desarrollo. Hasta la aparente casualidad de la hermana mayor de la misma edad era parte del plan. El engaño era cada vez mayor. Los niños, los padres y sus hermanas, todo era parte del estudio: la agencia y Neubauer habían elegido minuciosamente a cada familia.
En la misma época que los trillizos, se reencontraron otras gemelas dadas en adopción en la agencia Wise. Se calcula que fueron unos ocho los pares de hermanos separados, pero nadie lo sabe, porque el estudio jamás se publicó. “Cuando Wright me lo contó pensé que era como lo que hicieron los nazis”, dice Bobby. “Nos separaron y nos estudiaron como ratas de laboratorio”, se lamenta David.
Con esa información, las fichas cierran. Durante toda su infancia, los trillizos habían recibido visitas periódicas de psicólogos que les hacían exámenes y preguntas, los filmaban mientras jugaban o andaban en bicicleta. Esas personas estudiaban a los chicos sabiendo que tenían hermanitos que vivían a pocos kilómetros de sus casas a los que no conocían.
Wright fue entonces más allá. Como psiquiatra, Neubauer, ¿no querría estudiar también la evolución de los trastornos mentales según el ambiente en el que creciera cada niño? La madre de las gemelas que manifestaron, ambas, con el tiempo, problemas de depresión, era esquizofrénica. Bobby y David sabían que era probable que su madre también sufriera alguna patología psiquiátrica.
Con la certeza de que, aunque pudieron llevar adelante vidas relativamente normales, fueron víctimas, los hermanos que sobrevivieron pasaron años intentando conocer los resultados del estudio. ¿Estaba el final de Eddy predestinado por su ADN, fue producto de la estricta crianza que recibió? Sin embargo, al morir en 2008, Neubauer dejó todo el material de su investigación –que data de 1960 a 1980– en la Universidad en Yale embargado hasta 2066 y solo accesible a la Junta Judía de Servicios para Familias y Niños.
Antes del éxito del documental de Wardle, nunca les permitieron abrir los registros a ellos ni a ninguno de los familiares y periodistas que lo solicitaron. Cuando lo hicieron, Bobby y David no encontraron ninguna conclusión formal porque los informes están redactados de forma impersonal.
La pregunta para ellos, todavía está en el aire: ¿por qué sus vidas resultaron tan diferentes? “No necesito leerlo en ningún lado –dice Bobby– que fuéramos iguales no significa que la biología marcara nuestro destino. Lo que nos definió fue la crianza”. David agrega: “¿Vamos en la dirección que determinan nuestros genes? Yo creo que si estoy vivo es por la educación que me dio la familia en la que crecí”.
Lo cierto es que cada una de sus familias, seguramente, hizo lo que consideró que era mejor con los recursos que tenía. “El padre de David pensaba que su hijo era maravilloso y estaba muy orgulloso de él; el de Bobby estaba muy ocupado y lo cuidaba tanto como podía; Elliot Galland, el padre de Eddy, era más rígido, el que ponía las reglas”, relata un psicólogo que fue asistente de la investigación cuando tenía 24 años y hoy se siente culpable de haber sido parte.
También Elliot Galland se siente culpable por la tragedia de su hijo “Muchas veces me pregunto si fallé como padre, quizá no le enseñé cómo vivir”, dice devastado. Pero, si la genética apenas predispone, ¿se puede hablar realmente del resultado de la crianza, o más bien de todos los factores culturales a los que estuvo expuesto? Tal vez, lo más oportuno, sea decir que Eddy Galland –igual que Bobby, David, y decenas de chicos cuyos nombres jamás conoceremos– fue una víctima de la más horrible de las manipulaciones, la de ser deshumanizado, en palabras de sus propios hermanos, “como una rata de laboratorio”.