Cada venezolano tiene su Bolívar. El mío, cuando de niño lo fijé por primera vez en la escuela era, gracias a mis maestras, un general y político que con sus defectos y virtudes —y la colaboración de otros muchos civiles y militares tan distinguidos como el primero, a quienes les decían próceres—, hizo posible la independencia, de acuerdo con mi fuente, sellada con el triunfo en la Batalla de Carabobo el 24 de junio de 1821.
Tenía la impresión en ese entonces de que la lucha librada había representado un esfuerzo colectivo inmenso de millares de hombres y mujeres que costó muchas vidas, pero que definitivamente valió la pena, ya que nos había dado la libertad y emancipado del poder imperial español.
Para mí, el nombre de Simón Bolívar quedaría asociado a la patria, a la escuela, a mi primera maestra, a la bandera y al Himno Nacional que escuchábamos bajo un inclemente sol en la antesala del aula, procurando escapar de sus rayos bajo la mirada vigilante y celosa de los custodios del orden que nos obligaban a permanecer en la fila.
Luego, en el bachillerato, tomaría el camino de las humanidades y tuve de nuevo que saber del Libertador, ahora otro distinto al elemental de primaria. Este, blindado en virtudes humanas, morales y espirituales. Genio literario, brillante estadista, pensador universal, militar invencible, filósofo y profeta de una nueva religión: el bolivarianismo.
De ser un general destacado y un político visionario que había librado muchas contiendas de toda naturaleza por la libertad de los venezolanos, se había convertido en un semidiós aclamado por todos, y sobre todo en la musa, la música y la letra de la partitura fundacional del alma nacional. Ese Bolívar no me gustó y lo expresaba con libertad y desenfado en cada ocasión que podía, causando hilaridad y rabia en mis interlocutores.
Solo cuando estudiaba la carrera de economía, mi vocación por la literatura y la historia y mi curiosidad intelectual pondría en mis manos la primera edición (1969) de El culto a Bolívar, del profesor Germán Carrera Damas. Ese texto luminoso vendría a lavar todos mis pecados de hereje y a curar muchas de las heridas infligidas por los celosos defensores de la religión bolivariana.
Tuve el privilegio de leer en 1976 El culto a Bolívar, que reviviría en mí con tal fuerza el espíritu crítico y mi respeto por la historia como ciencia, que me estimularía a cultivar con pasión esa disciplina y a muchos de sus autores.
Su libro, sin duda, constituye en mi caso la primera de las fuentes para ayudarnos a comprender y a la vez explicar por qué Bolívar se transformó en un culto, en una religión laica, en una ideología histórica, principio y final de toda la conciencia nacional.
¿Por qué es tan importante la develación del culto? ¿Qué misterio esconde? ¿Cuál es la significación histórica de tan sagrada devoción por un hombre?
Dicho culto ha constituido una necesidad histórica. Su función ha sido la de disimular un fracaso y retardar un desengaño y la ha cumplido satisfactoriamente hasta ahora… De recurso ideológico, si es que no de mitificación, podría calificarse este expediente, gracias al cual fue posible equilibrar el balance histórico de la lucha emancipadora, al permitir presentar como contrapartida de un saldo adverso a las aspiraciones de las masas populares, la perspectiva luminosa y siempre abierta de perfeccionamiento de una obra cuyas fallas e inconsecuencias saltaban a la vista. Gracias a este recurso ideológico, o mitificación, fue posible compensar el desaliento causado por los resultados de una empresa emancipadora que nació y fue promovida bajo los auspicios de la regeneración de una sociedad hasta entonces corrompida y degradada por los efectos de un colonialismo cuyos tintes negativos fue necesario recargar a la hora de la justificación de la insurgencia.
El país demandaba unidad en el nuevo tránsito de Estado-Nación a partir de 1830, y solo la imagen y el pensamiento del Libertador podía proporcionarlo; la guerra entre caudillos liberales y conservadores amenazaba con desintegrar la naciente nación y era necesario un consenso sobre un ideario, un símbolo que le diera cohesión y funcionalidad a la sociedad.
Tres grandes objetivos se proponían con esta mitificación histórica del Libertador. En primer lugar, convertirlo en factor de unidad nacional. En segundo lugar, convertirlo en fuente de inspiración política. Y, en tercer lugar, convertirlo en factor de superación nacional, como religión de la perfección moral y cívica del pueblo.
Nada entonces más oportuno que pedir la repatriación de los restos del Padre de la Patria, solicitados inicialmente por Páez desde 1833 y cuyo retorno solo fue concertado una década después.
Una cita de Carrera resume sumariamente la elevación que gana Bolívar en el pueblo venezolano a partir de la vuelta a la patria. Un Bolívar al que nadie quería, pero todos necesitaban. Un Bolívar centralista y autoritario. Un Bolívar enterrado en Colombia, enfermo y solitario con todos sus sueños rotos, especialmente el de la Gran Colombia. Ese Bolívar regresa a su tierra para transformarse en el símbolo de la unidad nacional y en el más grande y excelso de los hombres que jamás imaginó un pueblo.
No es Dios, pero tan solo porque proclamarlo sería una apostasía. Pero sí es un dios, y para su culto naciente habrá de edificarse toda una religión, llamada a complementar en el orden cívico la función que la otra realiza en el plano espiritual y moral. Una religión que tendrá, sobre todo, la virtud de responder a las exigencias muy concretas y urgentes de una conflictiva situación política en el momento cuando nace, porque conservará esa propiedad terapéutica y prestará por ello más de un útil servicio a más de una inútil causa.
Luis Castro Leiva es el otro historiador que, en Venezuela, con su libro De la patria boba a la teología bolivariana, esta vez con mucha más irreverencia y vehemencia, se atrevió, cincel en mano, a golpear hasta derribar del pedestal al culto en sí. Con total razón, él ha dicho, a lo largo de su reflexión sobre la historia de las ideas en nuestro país, algunas conceptualizaciones que resumo:
Más que un líder militar, Bolívar se ha convertido en el punto de referencia moral para todo ciudadano, en tanto que ser bolivariano equivale a ser venezolano. Gracias al culto venezolano a Bolívar, los demás ciudadanos aparecen como enanos morales. El bolivarianismo es un historicismo de la peor especie que entraña una moral inhumana e impracticable y tremendamente corruptora de la vida republicana. Esa filosofía no es más que una perversa escatología ambigua, que solo ha servido para alentar el uso político del pasado.
Lo más grave del culto, en palabras del mismo autor, es que Bolívar se convierte en el padre del militarismo, del personalismo y del providencialismo voluntarista, además de erigirse en el obstáculo más importante para fundar el Estado moderno.
El Bolívar de esta celebración de hoy 24 de junio, del bicentenario de Carabobo, auspiciado por el tirano de Miraflores, es un nuevo episodio de reanimación de esa falsificación histórica celebrada en la carpa del circo verde olivo —a la que ha derivado la institución militar, otrora forjadora de libertades—, en función ejecutada por payasos, magos y maromeros improvisados frente a un pueblo famélico y al borde de la sicosis. Este nuevo aporte a la falsificación trae ahora como novedad, por obra de la revolución, un proceso hiperinflacionario nunca antes visto en el país, que contrasta y desdice de la esencia de la animación del espíritu heroico y nacional que dio origen a Venezuela como nación, y al bolívar como una fuerte divisa.
León Sarcos, 24 de junio de 2021