Las transiciones más conocidas hacia la democracia en el mundo hispánico son la española, la portuguesa y la chilena. Las tres tienen en común haber pasado en forma pacífica de una dictadura militar a un gobierno civil.
La transformación del sistema político y nuevas reglas de juego fueron la consecuencia de una concertación unitaria de diferentes ópticas políticas y distintas perspectivas ideológicas. Se produjo un esfuerzo deliberado entre dirigentes, grupos de presión, representantes de la sociedad civil, figuras con autoridad moral, con peso académico, con liderazgo social y ciudadanos dispuestos a la lucha cívica para restaurar la democracia.
Movidos en dirección coincidente por un bien superior y un propósito común, más allá de intereses partidistas, se trataba de rescatar el estado de derecho, la independencia de los poderes públicos, las instituciones arrasadas por el personalismo, una democracia constitucional y, sobre todo, la dignidad y la decencia de la gente, pisoteadas por una opresión sanguinaria, humillante, envilecedora, que destruyó mucho. La autocracia en esos países dejó un trágico balance: inútiles y absurdas pérdidas de vidas humanas, sueños rotos, proyectos truncados, diáspora forzada.
La situación venezolana no es la de una dictadura militar pero los militares han sido especialmente beneficiados, particularmente en los rangos superiores, por la militarización del poder. La apariencia de democracia en algunos aspectos formales oculta la realidad de un régimen ilegítimo por su origen y desempeño, cuyo gobierno es, por eso, tiránico. Tenemos un poder bicéfalo. Por un lado, el gobierno interino, constitucional y legítimo, sin instituciones bajo su liderazgo ni poder sobre las fuerzas armadas. Por otro lado, un gobierno usurpador, sin fuerza moral, ni autoridad, con capacidad de reprimir y someter a la población por la extorsión, el miedo y el terrorismo de estado.
El único objetivo de los usurpadores es aferrarse al poder a cualquier precio y lucrarse del patrimonio público. No importa si para lograrlo son cometidos crímenes de lesa humanidad: torturas, ejecuciones extrajudiciales, detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas, violencia sexual. No importa que hayan colapsado los hospitales, el sistema educativo, la infraestructura; que la hiperinflación haya destruido el ingreso de las familias y mueran muchos ciudadanos de desatención por falta de medicamentos y equipos médicos, por inanición, por desnutrición o de enfermedades que habían sido erradicadas, como la tuberculosis, el paludismo o la la fiebre amarilla.
Venezuela, en un complejo escenario geopolítico, es peón del ajedrez de regímenes autocráticos, en el que se juegan la guerra híbrida, la manipulación y control cibernéticos, a la vez que poderosos intereses económicos y la expoliación de recursos naturales y estratégicos venezolanos, en especial por parte de Rusia, Irán, China, Turquía y Siria, con Cuba como principal articulador y beneficiario.
El país, dominado por una camarilla militar civil mafiosa que ha usurpado las estructuras del Estado, pervertido las funciones de este y que se halla vinculada al crimen organizado transnacional, está en ruinas. Además de la crisis humanitaria compleja que padece su población, Venezuela sufre la explotación depredadora y salvaje de recursos minerales muy valiosos a favor de consorcios extranjeros, con la complicidad de grupos nacionales vinculados a la cúpula del alto mando.
Sin olvidar la cleptocracia en el sector público, el aparato productivo ha sido reducido o destruido por el despojo a empresarios privados o la intervención estatal desmedida y abusiva en contra de la producción manufacturera y agrícola. Ha florecido una economía ilícita basada en el narcotráfico y el contrabando, que ha desatado una guerra para controlar el territorio nacional entre grupos criminales colombianos, con el ELN, las FARC y sus facciones e Irán y Siria, con radicales islamistas como Hezbollah.
¿Cómo se puede entonces alcanzar una transición y hacia qué? Hay al menos cuatro transiciones, con la política y la económica. No basta nuevo gobierno, sino un cambio de modelo político. Para construir democracia, se requiere que el voto elija: elecciones de todos los poderes, no solo regionales o locales. Si no, la autocracia se consolida. No concentración y control imperativo del Estado sino economía abierta y competitiva. Economía de mercado con equidad, esto es, un Estado social de derecho y justicia, para superar el Estado fallido y criminal. Y, sobre todo, un cambio estructural de mentalidad.
La dinámica social no puede estar orientada hacia el poder exclusivamente. Aprender a hacer las cosas bien, no para salir del paso, es exigir la excelencia con integridad; impulsar a la vez el respeto a la ley y el deseo de superación es afianzar la cultura cívica. En tal sentido, la educación es clave para construir nuevos acuerdos sociales.
Los que nos llevaron hasta aquí, desde la restauración de la democracia después de 1958, no funcionaron para lograr cambios estructurales y cualitativos, ni en el plano económico y político ni en el cultural; deben ser revisados y transformados. Que la transgresión no sea la norma significa ética del respeto y cuidado por el otro, honradez, probidad y aspiración al logro. Que no triunfe el más pícaro, sino el más meritorio, significa edificar confianza y consolidar el tejido social: capital social. Todo lo demás viene por añadidura…