La RAE define a orate cómo, “Persona que tiene trastornadas o perturbadas las facultades mentales.” Coloquialmente, hablamos de “loco”, alguien que ha perdido la razón. Entre otras manifestaciones, está el de perder el sentido de la realidad, ajeno a lo que se consideraría un comportamiento “racional”.
Leyendo la novela “documentada” de Antonio Scurati sobre Mussolini, “M. El hombre de la providencia”, se capta la manera cómo el personaje, con una calculada escenificación de poses, proclamas oportunas, desplantes histriónicos y acciones llenas de simbolismo, va plasmando su fantasía de verse como el elegido por la providencia para conducir a Italia a recuperar las glorias que legó el imperio romano. Numerosas batallas domésticas –la del “trigo”, de la “natalidad”, de la “lira”—, su creciente protagonismo internacional, irguiéndose ante las potencias para hacerles ver que Italia no aceptaba trato de segundón, y las aventuras foráneas que va culminando exitosamente, proyectan decididamente al Duce como el héroe sin el cual Italia no tendría futuro. Y para asegurar que así sea, reprime concienzudamente a toda disidencia –golpizas, inhabilitaciones, confiscación de nacionalidad, terror judicial, muertes. Pero no solo masajea su inmenso ego, captura las esperanzas de un pueblo que se sentía víctima de la Gran Guerra, ninguneado a pesar de haber estado del lado ganador. Mussolini no estaba loco. Estaba en plena sintonía con un pueblo que lo aclamaba y se le entregaba emocionado a sus pies, por haberles prometido un lugar destacado en el mundo. En absoluto estaba en disonancia con la realidad que lo rodeaba: la dialéctica desatada entre él y los italianos era la que fraguaba esa realidad.
Chávez compartió muchas de esas mañas y, sin duda, capturó el imaginario de buena parte de los venezolanos con sus posturas patrioteras, prometiéndoles la felicidad para la cual Bolívar había luchado. Sus ínfulas de segundo Libertador encontraron eco en las ansias por un liderazgo fuerte, alimentadas por los resentimientos y expectativas frustradas cuando el ingreso petrolero ya no podía ofrecer soluciones. Si uno sustituye la figura del Duce por la de Chávez en el mencionado libro, no desencaja. Guardando las distancias, expresa el mismo populismo extremo, autoritario e invocador de épicas del que abusó Mussolini, buscando bañarse en gloria ante los suyos. Y Chávez, a pesar de sus numerosos disparates y poses estrafalarias, tampoco estaba loco. Por demás, sus encantamientos contaron con altísimos precios del crudo para responder a las esperanzas de sus seguidores.
Pero ahora, con la destrucción tan absoluta del país y un dictador torpe y desangelado, se sigue con el mismo libreto. ¿Con qué se sienta la cucaracha?
Ofende a la razón presenciar, después de años de estrepitoso fracaso, que han hundido al país al lúgubre abismo que sufre hoy, a personeros del régimen continuar, impertérritos, con sus consignas, mitos y embustes “revolucionarios”, como si la cosa no fuera con ellos. Seguimos escuchándolos declarar que gobierna el “pueblo”, cuando las encuestas recogen un rechazo de más del 80%; que una “guerra económica” explica el desastre actual, no el saqueo a la nación cometido por ellos; que las sanciones impuestas a altos funcionarios, por violación de derechos humanos, lavado de dólares y otros ilícitos, son “contra el pueblo”; y tantas sandeces más. ¿En qué país viven? ¿A quién creen engañar?
Luego de haber destruido a PdVSA, Tareck el Aissami, ministro de Petróleo, hace pocos días afirmó que el régimen la pondrá a la vanguardia de la industria petrolera. Cuando Nicolás Maduro comenzó su gestión, la producción era de 2,784 millones de barriles diarios, según cifras oficiales suministradas a la OPEP. El último informe registra 582 mil para mayo, 2021. Pero el flamante ministro anuncia que, con esa empresa exangüe por la depredación sostenida de su flujo de caja, la falta de mantenimiento y la huida de personal calificado por las deplorables condiciones de trabajo, aumentará a 1,5 millones para finales de año (¡!) Milagros así no ocurrieron ni en sus mejores momentos.
Pero donde la enajenación alcanza niveles más patéticos, es en el ámbito militar. “Que el sol incandescente de Carabobo sea el esplendor que nos conduzca, unidos como un torbellino de voluntades”, a la conquista de “nuevas glorias” –palabras del sempiterno ministro de la Defensa, Vladimir Padrino, en rimbombante discurso para celebrar el bicentenario de la Batalla de Carabobo—“derrotando a todos los imperios que sea necesario vencer.” Libramos, “una tercera batalla de Carabobo”, en medio “de una campaña cívico-militar que ha tomado las riendas del pueblo por sí misma para defenderse de la agresión sistemática”. Días antes, un video circuló por las redes sociales exhibiendo a varias decenas de soldados en cuclillas, repitiendo en eco los cánticos amenazadores de un oficial con megáfono: “gringuito … seremos tu Vietnam, latinoamericano; somos caribes dispuestos a morir.” Es decir, ese ejército tristemente vapuleado en Apure por una disidencia de las FARC colombianas, con más de una decena de soldados muertos y otros capturados; que pasa hambre y carece del apresto necesario –a pesar de la millonada gastada en armas rusas y chinas–; que tiene que llegar a entendimientos con bandas criminales porque no puede con ellas, invita a pelear al ejército más poderoso del mundo.
Manuel Noriega, dictador de Panamá, se le ocurrió lo mismo hace unos 30 años, blandiendo airadamente un machete por televisión. Antiguo agente de la CIA, había caído en desgracia al traficar drogas. Al invadir, esos “gringos” que quiso asustar, lo encontraron escondido en el Episcopado. Loco es poco.
Las dictaduras suelen caer en este tipo de bravuconadas: la argentina con el conflicto de Las Malvinas, Sadam Hussein ante Bush. Pero a diferencia de éstas, la venezolana está obligada a refugiarse en ellas, porque no tiene otra forma de camuflar los desmanes asociados a su razón de ser. La dictadura militar – civil de Maduro vive de la expoliación del país. Hacen de ejército de ocupación, a cuenta de creerse herederos del Ejército Libertador. Pero como su actividad parasitaria ha ido minando su poder, han tenido que forjar alianzas con otras organizaciones criminales que exigen su parte, para garantizar el orden. El tinglado de mafias resultante necesita un discurso legitimador, y éste no es otro que el que les enseñó Chávez en sus proclamas patrioteras rimbombantes. Pero ahora la masa no está para bollos y la incongruencia de ese discurso con la realidad insulta a la inteligencia de la gente cuerda. Más razón para refugiarse en la burbuja ideológica que han construido. No importa si se la creen o no; la necesitan y se aferran a ella para mantenerse cohesionado en torno al poder. La realidad no existe.
Y he aquí uno de los principales desafíos de la negociación en ciernes: cómo entenderse con quienes, como todo fascista, han construido su propia realidad, alterna, para “legitimar” sus crímenes. Una de las dificultades a sobreponer es que los gobiernos democráticos que nos apoyan entiendan que las negociaciones difícilmente descorran por la fuerza de la razón. En su mundo ficticio, desconectados de la trágica realidad que han generado, habrá que combinar esto con la razón de la fuerza.
Como sabemos, Mussolini fue capturado por partisanos huyendo de Milán, al enterarse de la derrota alemana, en abril de 1945. Luego de ejecutarlo, junto a su amante, Clara Petacci, los cadáveres de ambos fueron colgados con ganchos de carnicero de un poste para escarnio público. Años alimentando a un monstruo que tanto horror les trajo, desató una furia entre los italianos, difícil de contener.
Lo sensato es que Maduro, Cabello, Padrino y cía., negocien su salida en paz –bajo condiciones a convenir–, antes de que sea demasiado tarde. Ahora bien, siempre es posible hacerse el loco.
Humberto García Larralde, economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela, [email protected]