Entre Washington y Bagdad miden unos 10.000 kilómetros, lo que permitió al presidente de Estados Unidos argumentar que había sido engañado.
Entre La Habana y el poblado de San Antonio de los Baños, donde se iniciaron las protestas del pasado 11 de julio apenas hay 30 kilómetros, menos de media hora en un auto, de manera que el presidente designado Miguel Díaz-Canel, pudo comprobar -abucheos mediante- que los manifestantes estaban realmente descontentos con su gestión al frente del país.
Atribuir el origen de los disturbios a los manejos del imperialismo, más que una candorosa postura negacionista del disgusto popular, obedeció a la necesidad de contar con un sólido pretexto para desatar una despiadada represión. Aquí se produjo un proceso de ingeniería inversa en el que a los órganos de la Seguridad del Estado les ha tocado demostrar que todo vino desde afuera.
Fue el canciller Bruno Rodríguez el primero en exponer ante la prensa extranjera acreditada en Cuba los resultados de un supuesto estudio que demostraba que las etiquetas de #SOSCuba habían sido promovidas desde el exterior. Luego la espuma fue subiendo y en los medios oficiales empezaron a decir que las protestas habían sido inducidas desde Estados Unidos para terminar afirmando que habían sido organizadas por el Gobierno de ese país.
No se trataba de encontrar armas de destrucción masiva para invadir a otro país sino supuestas “armas de desinformación” activadas de forma virtual desde el extranjero a las que echarle la culpa y así justificar el encarcelamiento de quienes replicaron sus mensajes y de paso tender un puente de complicidad a quienes pudieran declararse confundidos.
A cualquiera le puede parecer muy retorcido que con tal de mantener los privilegios que se derivan de su importancia, los órganos de la Seguridad del Estado inflen sus informes sobre la supuesta peligrosidad de los adversarios políticos. Pero resulta mucho más perverso que desde las altas esferas del poder político se les exija a los veladores de la seguridad del Estado sembrar las pruebas de un crimen no cometido.