Calderón de la Barca
“Do not dream about it”.
Arnold Shzwarzenegger
En el otoño de 1970, durante una de sus conferencias para la New School for Social Research, Hanna Arendt afirmó, no sin sentido enfático, que le resultaba difícil hablar de la filosofía política de Kant y “poder emprender un estudio de la misma”, por una razón de naturaleza esencial: Kant no posee, por lo menos no explícitamente, una filosofía política. Ya Hegel, en sus Vorlessungen de Historia de la Filosofía, había dado cuenta de ello, al punto de no tratar el asunto en el capítulo sobre Kant, aunque, en el capítulo dedicado a Schelling, observa que en el aspecto espiritual, ético y del Estado, éste los expone ateniéndose estrictamente a los preceptos kantianos: “Así, no va más allá de la filosofía del derecho de Kant y de su obra «Sobre la paz perpetua»”. Y es que, como bien señala Madame Arendt, “a diferencia de otros filósofos -Platón, Aristóteles, Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Spinoza y Hegel- Kant jamás escribió una filosofía política”. Es más, “sus opúsculos o la recopilación titulada Kant´s Political Writings no puede compararse ni en calidad ni en profundidad con otros textos de Kant y, ciertamente, no constituyen una «cuarta crítica», como los ha denominado un autor, ansioso por reivindicar para los mismos tal categoría”.
Más interesante todavía es el hecho de que el propio Kant califcara sus textos políticos como meros “divertimentos de ideas” o como un “simple viaje de placer”. Incluso, a propósito del más importante de estos ensayos, precisamente Sobre la paz perpetua, se refiere a él como un “Tagträume”, un “ensueño”, tal como si -apunta Madame Heller- “pensara en sus divertimentos de juventud con Swedenborg, sus Sueños de un visionario, interpretados mediante los ensueños de la metafísica”. Y otro tanto puede decirse de su Teoría del derecho, un texto que, según Schopenhauer: “parece como si no fuera la obra de este gran hombre, sino fruto del mediocre pensamiento de un hombre común”. En fin, si se pretende hallar en Kant una filosofía política, será mejor acudir a Grocio, Rousseau o Montesquieu. Algunos, no obstante, insisten, y aseguran que la verdadera filosofía política de Kant se encuentra oculta en sus obras de filosofía de la historia. Pero, en este caso, sería mejor acudir a Vico, Hegel o Marx, pues, como se sabe, para Kant la historia forma parte de la naturaleza, de la cual los hombres son minúsculas creaturas que atienden a los juegos de su gran astucia.
En días recientes, algún respetable sociólogo, apologeta de los diálogos, las negociaciones y los acuerdos per se, tan incapaz de diferenciar la oposición de la diferenciación como fiel creyente en los “modelos”, que le resultan tan atractivos al entendimiento abstracto, ha insistido en señalar que es mucho mejor prestar atención a la filosofía política de Kant que a la obra de Maquiavelo. Por dos “razones”: en primer lugar, porque Maquiavelo no es de este tiempo. Los primeros 21 años del siglo XXI nada tienen que ver con los orígenes de la política del Renacimiento. Es un anacronismo, propio de los historicistas, que carecen de sentido del presente. En segundo lugar, porque conviene insistir en la diferencia existente entre la política moralista y la política moral, es decir, entre el “modelo” maquiavélico y el “modelo” kantiano del ejercicio político. Diferenciación clave para la cabal hermenéutica que va del concepto no democrático al auténticamente democrático, extremos que configuran el horizonte político contemporáneo. En pocas palabras, si se sigue la lectura de Maquiavelo se termina en el totalitarismo. En cambio, si se asume la filosofía política de Kant se asume el auténtico espíritu -nada menos que el de la Reinen Vernunft, el de la “razón pura”- en clave republicana.
“No existen razones sin comprobación”, sostiene sentencioso -como suele ser- el sociólogo y “político moral”. Lo que quiere decir que hay que caminar por el sendero del empedrado seguro. ¡Nada de precipicios o de abismos maquiavélicos! Porque si no es así -insiste, en un arrebatado trance de ensoñación-, entonces no existen razones. Se le olvida al promotor de una filosofía política “moral” de la cual -conviene tenerlo presente- su propio autor decía que no pasaba de los ensueños, que para que la razón pueda sustentarse a sí misma no necesita concurrir a una mesa de negociaciones llena de buenas intenciones, porque si fuese así la razón dejaría de ser racional. La razón, de hecho, no necesita de pruebas tan sofisticadas como las que exije este Jovellanos redivivus, promotor de una negociación con gansters, para saberse razón y darse existencia, porque de lo contrario sería irracional. Y es que, por cierto, no conviene identificar la razón propiamente dicha con aquel convito que solía organizar Il Padrino Corleone contra sus víctimas o sus “socios” -a estas alturas del asalto a la razón, da lo mismo-: aquel terrible “vamos a razonar” que, a la larga, terminaba en un “le voy a hacer una oferta que no va poder rechazar”. Y, cabe preguntarse, ¿cómo rechazarla, si la cabeza del pobre purasangre campeón apareció, al día siguiente de las “negociaciones”, en la cama del ahora atemorizado movie entrepreneur? La cosa es que, en realidad, para que la razón sea pura no puede no ser a la vez impura o, en todo caso, histórica. Y si de algo podía sentirse orgulloso Kant era, justamente, de su absoluta prescindibilidad, de su indiferencia y desprecio por la historia, a la que termina por reducir a fenómeno natural. ¡Oh, vanidosa presunción que trastoca la duda en creencia y la severidad en ridiculez!
El sueño de la razón -decía Goya- produce monstruos. Nadie puede acusar a Maquiavelo de ser, tras bambalinas, el mentor filosófico o del gansterato o de una suerte de “política moralista” que, al final, y según el sociólogo en cuestión, termina en gansterato. Detrás de los gansters no puede estar, porque Il Principe, que es un manifiesto político, fue escrito justo al terminar la primera parte de los Discorsi sulla prima deca di Tito Livio, obra soberbia y probadamentemente republicana. Solo cuando Maquiavelo terminó la redacción de Il Principe pudo retomar la segunda parte de los Discursos y concluirlos. De manera que acusar a Maquiavelo de pro tirano es, a lo sumo, una insolencia. Pero tampoco se le puede acusar de ser el inspirador de un moralismo político, porque si algo supo Maquiavelo demostrar es que, especialmente en política, los fanatismos morales no conducen a ninguna parte. Ni se puede confundir la Sittlichkeit -la eticidad o civilidad- con una tal moralidad política, porque eso sí que sería una contradicción en los términos, un disparate. Maquiavelo no puede ser impíamente confundido con il prete Savonarola sin consecuencias. Que haya que “gozar a Maquiavelo en su tiempo” es una frase infeliz, que solo pone de relieve la incapacidad de comprensión de la razón histórica. Lo que permite explicar por qué a un decidido detractor de mercenarios como Maquiavelo no, pero al ahistórico de Kant, creador de una doctrina de formas de la moralidad “pura”, sí. Habrá que dejar, como dice Hegel en su Fenomenología, y citando las Escrituras, que “los muertos entierren a sus muertos”.
@jrherreraucv