Huía de la guerra tras la invasión soviética, las bombas habían matado a sus padres cuando ella tenía 6. El fotógrafo estadounidense Steve McCurry la halló en un campo de refugiados afganos, en una carpa que fungía de pequeña escuela, donde aprendía a sumar. Era 1984 y nadie supo su nombre hasta el año 2002, en que los editores de la revista donde fue portada –la histórica National Geographic (NG)- decidieron emprender su búsqueda. Imprimieron y mostraron el icónico retrato entre los refugiados del campo, cerca de Peshawar, hasta que un hombre la reconoció. La niña ahora era una mujer de unos 28 o 30 años, vivía en una aldea, y cuando el fotógrafo la vio, no lo dudó: era ella.
Por Rafaella León / El Comercio
Su nombre era Sharbat Gula, de la tribu de los pashtos. Su piel mostraba los estragos de una vida difícil, pero sus ojos seguían brillantes (de hecho, la verificación de su identidad estuvo a cargo de un médico forense y un científico estudioso de los patrones del iris). Le contó a los periodistas de NG que la habían casado “a los 13, no, a los 16”, con un hombre al que no veía mucho pues debía viajar en busca de trabajo.
Juntos habían vuelto a Afganistán y en su pequeña casa de las montañas tuvieron cuatro hijas (una murió muy bebe). Ya se había instalado el régimen talibán (su antiguo hogar, en el distrito de Kot, se había convertido en bastión del grupo extremista Estado Islámico) y, como toda mujer afgana de entonces, debió someterse a la inexistencia. Usaba la burka que la ‘desaparecía’ de la vida pública, pero que a ella le parecía “un hermoso vestido”.
Nunca supo que su rostro era famoso. Recién frente a los periodistas, 17 años después de aquella fotografía en la carpa, pudo ver ese retrato. Sin sonreírles, sin mirar a un hombre que no fuera su esposo, según la tradición cultural. Paradójicamente, la mirada de aquella muchacha conmovió a millones y se convirtió en emblema de la amargura y el abandono.
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