Es oportuno recordar que las fuerzas estadounidenses entraron a Afganistán en octubre de 2001, no para enseñarles a los afganos como se vive en democracia, tampoco por compasión con las mujeres cuyos cuerpos y espíritus eran enrejados en siniestras Burkas. Lo hicieron porque el Afganistán de los talibanes era santuario de la banda Al Qaeda, ejecutora del mayor ataque sufrido por EE.UU. en suelo continental en toda su historia. La obligación moral de George W. Bush y sus sucesores en la Casa Blanca, era mostrarles a sus conciudadanos las cabezas de los causantes de aquel crimen y lo cumplieron. Y como objetivo complementario, apuntalar militarmente un gobierno que mantuviera a raya a los talibanes, lo cual, parcialmente, devolvió a las féminas afganas una vida de oportunidades.
Luego de 20 años, tras gastar un billón de dólares y la muerte de miles de soldados y contratistas, no se materializó un gobierno afgano estable. Cabe preguntarse: ¿De no retirarse ahora las fuerzas norteamericanas, cuál era la ocasión buena para hacerlo? En los estadounidenses crece el clamor contra las “guerras eternas en el Oriente Medio“ y financiar gendarmerías situadas a 10 mil kilómetros de su territorio. A Joseph Biden solo le correspondió apagar la luz del aeropuerto, ahora queda por dilucidar una historia de dos décadas llena de contradicciones, autoengaños y sospechas de todo orden…
Más allá de estas consideraciones, el punzante asunto clave de este descalabro es la suerte de millones de mujeres y niñas afganas, un desafío y una amenaza latente para la humanidad entera.