Con estos antecedentes es fácil comprender que, si el objetivo era impedir que los talibanes volvieran al poder en Kabul, tendría que haberse declarado la guerra a Pakistán, por ser un país que patrocina el terrorismo. Cabía haberlo intentado, pero habría que haber tenido en cuenta varias cosas. La primera es que el Ejército, cuyo objetivo principal era acabar con los refugios de Al Qaeda allí, no podría haber contado con los puertos y vías pakistaníes para la llegada de material hasta Afganistán, país sin salida al mar. También estaba el hecho de que Pakistán es una potencia nuclear capaz de caer en la tentación de recurrir a su arsenal si se ve acorralada. Por último, y quizá lo más importante, no se podía olvidar que Pakistán, desde los tiempos de la Guerra Fría, es un fiel aliado de China. Esa amistad es hoy más estrecha que nunca y Pekín no habría permitido fácilmente que la OTAN barriera a un país tan amigo.
Es cierto que Pakistán ha hecho un doble juego ayudando a los norteamericanos a combatir en Afganistán y respaldando a los talibanes para que no fueran vencidos. Pero si el objetivo de la guerra era echar de Afganistán a Al Qaeda y acabar con sus líderes, se ha cumplido. Ir más allá habría exigido una guerra contra un país muy poderoso con poderosos amigos por un objetivo, impedir el retorno de los talibanes, que no era el principal fin de la guerra ni merecía como tal los riesgos que había que correr y los sacrificios que había que asumir para alcanzarlo.
¿Volverá Afganistán a ser en el futuro plataforma de lanzamiento del terrorismo islamista contra Occidente? Puede que ni los talibanes ni los pakistaníes sean capaces de evitarlo. Pero de lo que no cabe duda es de que ambos lo intentarán, por la cuenta que les trae.