Indígenas de Bolívar y el Delta viven y trabajan como chatarreros en vertedero a orillas del Orinoco

Indígenas de Bolívar y el Delta viven y trabajan como chatarreros en vertedero a orillas del Orinoco

“Queremos trabajar, déjennos trabajar”, suplican los indígenas que habitan en Cañaveral, al borde del vertedero de basura a cielo abierto de Ciudad Guayana, abierto hace siete años.

Por Laura Clisánchez / correodelcaroni.com

El intento de relleno sanitario es el refugio y la esperanza de 238 indígenas jivi y waraos provenientes de distintas comunidades del Delta del Orinoco y Bolívar, 70 de ellos menores de edad, de acuerdo con un censo realizado por Correo del Caroní.

Una carretera de tierra atraviesa el primer trecho de la entrada del basurero. Los montones de desechos apilados de lado a lado marcan la ruta mientras el vuelo de los zamuros hace sombra a los caminantes.

La zona más productiva del sector indígena es fácil de reconocer por la hilera de sacos de lona llenos de plástico, y los montones de chatarra recolectadas en jornadas laborales que superan las 15 horas diarias.

Llega un punto en el recorrido en el que ningún vehículo, salvo una compactadora, puede seguir avanzando por la principal vía de acceso a los caseríos porque el camino queda sepultado entre una mezcla de basura y barro que succiona los zapatos de todo el que pasa. A pico y pala, los residentes despejan el camino para abrir paso a la maquinaria pesada y los camiones que llegan de empresas privadas para comprar chatarra y plástico.

Durante años Ciudad Guayana ha tenido una nula política de disposición final de desechos sólidos. Aunque el exgobernador Francisco Rangel Gómez prometió para 2016 un relleno sanitario funcional, la urbe todavía está lejos de adecuar el vertedero a cielo abierto que es la fuente de ingreso y hogar de más de 200 personas.

La novedad: En mayo, el vertedero inició un proceso de privatización. Una empresa propiedad del empresario Mario Yánez liderará el aprovechamiento de los desechos. A Yánez se le otorgó una concesión de 10 años.

Recolectores y compradores indígenas y criollos solo piden una cosa de la nueva gestión: Ser incluidos en la privatización del vertedero y que se les permita trabajar.

Aunque vivir en un vertedero tiene consecuencias para la salud y va contra la ley, es para algunos la única opción para sobrevivir en tanto el Estado no intente, con políticas públicas, evitar la migración de los indígenas a zonas donde se exponen a la explotación laboral.

Más de una década huyendo

Huyendo del hambre y el desempleo, los indígenas forjaron en este vertedero una nueva dinámica de vida que desplazó las formas de subsistencia originales como la pesca, la siembra y el cultivo de palma de moriche. Aquí, quien no recolecte chatarra, plástico y ropa, ni come ni se viste y probablemente andará descalzo.

La migración masiva hacia los vertederos a cielo abierto en Ciudad Guayana inició en 1960, cuando la Corporación Venezolana de Guayana (CVG) cerró el caño Manamo, cuerpo de agua del Delta del Orinoco, para abrir paso a un proyecto agrario que fracasó y alteró el ecosistema.

Aunque la visión del proyecto era lograr que Guayana –en ese momento en pleno desarrollo industrial- fuese en el futuro una región que pudiese autoabastecerse, el cierre del cuerpo de agua solo causó daños irreversibles que acabaron con las fuentes de alimento de los indígenas del delta occidental del Orinoco.

En un principio, los indígenas migraron al vertedero de Cambalache, un asentamiento ubicado a las afueras de Ciudad Guayana. Luego, en 2014, el exgobernador del estado Francisco Rangel Gómez ordenó la clausura del vertedero tras las protestas de los habitantes del lugar.

Al vertedero a cielo abierto lo trasladaron hacia Cañaveral, a las orillas del río Orinoco en un área próxima a las empresas básicas de la zona industrial Matanzas.

Los indígenas huyeron del hambre y la falta de empleo, pero también de la alta incidencia de enfermedades como la malaria, sarampión y VIH. De hecho, el Delta del Orinoco supera la media mundial en tasa de contagio por VIH en comunidades indígenas, que también se enfrentan a una cepa más agresiva del virus. Familias enteras se desintegraron ante la muerte de más de un miembro de la familia a causa de la enfermedad, por falta de diagnóstico, tratamiento oportuno y continuo, y una política de prevención de enfermedades infecciosas adaptada a la cultura indígena.

Aunque el Estado se autodenomina pluricultural y protector de los pueblos indígenas, la condición de estas comunidades nunca ha mejorado. 

“Nuestro lugar es el conuco y la pesca”

“En el Delta, de donde venimos la mayoría, hay tanta pobreza que muchos indígenas se quedan tirados en sus chinchorros porque no tienen ropa para ponerse, están desnudos”, dice con tristeza José Miguel Renold, capitán general del pueblo warao en el vertedero.

Renold vivió la mitad de su vida en Las Galderas, una comunidad ribereña del municipio Angostura del Orinoco a 32 kilómetros aproximadamente del vertedero, a menudo olvidada por los gobernantes.

Después de años de ir y venir, los indígenas tienen algo claro. Quieren un plan gubernamental que les permita salir del vertedero, quieren no tener la necesidad de meter sus manos a diario en la basura, ni preparar comida vencida o contaminada para sus hijos.

Cuando ve llegar a la prensa al sitio, lo primero que el capitán Renold intenta es difundir un proyecto al que se aferra con ganas: un modelo agroproductivo para sacar a los indígenas del vertedero y generar fuentes de trabajo para ellos desde la agricultura, piscicultura, venta de artesanías y capacitación en otros oficios, si el Estado accede a financiarlo.

“Queremos ir a Caracas, al ministerio indígena para presentarlo. Nos hemos reunido y estamos puliendo los planteamientos. Queremos que nos escuchen, queremos no tener que venir al vertedero”, expone con firmeza.

Luego, aborda la desatención que sufre su comunidad, el restringido acceso a la salud, fuentes de empleo y educación para sus hijos. “Nos vinimos porque no teníamos quien viera por nosotros”, dice.

Relata que, en Las Galderas, muchos indígenas -él incluso- recibieron cursos para cultivar las tierras en una iniciativa del Ministerio de Pueblos Indígenas en alianza con Cuba. Pero cuando los promotores se fueron de la zona, hace nueve años, los indígenas quedaron a la deriva porque no fueron reubicados en un sitio que les generara alguna fuente de ingreso. “Ahora nos alimentamos con lo que sale del vertedero”, señala.

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