Lo colgaron de los pies, boca abajo, como a una res, como a un cerdo después de la matanza, para abrirlo en canal y aprovechar desde sus orejas hasta su sangre. No era un cerdo, ni una res a faenar. Era Benito Mussolini, el que había sido hombre fuerte de Italia, padre del fascismo, artífice de la alianza con la Alemania de Hitler y el Japón imperial de Hirohito que ambicionaba dominar ese mundo aterrado que vivía ya el quinto año largo de una guerra mundial que no iba a suceder nunca, y que ahora desangraba a Europa en las trincheras y los mares y en los fantasmales campos de concentración del nazismo. Era Mussolini, el que había embarcado a la Italia de Dante Alighieri y de Giuseppe Verdi en aquella opereta trágica, mal destinada desde el embrión, que ahora se hundía ante el avance aliado desde el oeste europeo, Normandía y Roma, y desde el este con el frente en movimiento del Ejército Rojo: todos apuntaban a Berlín.
A tempo con el balanceo del cadáver de Mussolini, bajo la suave brisa primaveral de la Plaza del Loreto, en Milán, estaba el cadáver de su amante, Clara Petacci, que había elegido seguir, como Eva Braun con Hilter, el previsible destino mortal de su compañero. Pactos de muerte. Y, junto a ellos, todos colgados como reses de la viga de hierro de una estación de servicio de la Standard Oil a medio construir, también se mecían los cuerpos de otros jerarcas del fascio italiano, fusilados todos antes o después de Mussolini y arrojados en aquella plaza que tenía un valor simbólico: en agosto de 1944, en ese mismo sitio, quince partisanos habían sido fusilados en represalia por ataques de la resistencia italiana y por información vital cedida a los aliados. Sus cuerpos habían quedado en exhibición, indecorosos, indefensos y groseros como indecorosos, groseros e indefensos estaban ahora en exhibición los cuerpos de Mussolini y sus seguidores.
Después llegaron las tropas americanas, descolgaron aquel funesto teatro de títeres, enviaron los cuerpos a la morgue, registraron todo en fotografías y filmes en color, el gran adelanto técnico de la época, y el cadáver de Mussolini comenzó un extraño peregrinaje que dio varias vueltas de carnero: oculto para no despertar adhesiones fanáticas, terminó en una sepultura de cuasi emperador en Predappio, su pueblo natal de la provincia de Forli-Cesena, en la Emilia Romaña del norte italiano. Allí descansa ahora Mussolini, en un gran sarcófago de piedra, ornado por símbolos fascistas, flanqueado por un gran busto de mármol. Como un César. Allí es donde cada aniversario de su muerte, se reúnen nazi fascistas italianos, y de otras naciones, a rendirle culto y homenaje, que es lo que se intentó evitar, o desalentar, hace ya más de setenta y cinco años.
La muerte de Mussolini está cargada de misterios, de teorías conspirativas y de versiones que cambian según quién haya hablado y según el interés de quien quiera, o haya querido, hacerse cargo de la decisión de fusilarlo o de haber apretado el gatillo. Todos los protagonistas de entonces han muerto. Es verdad que el 25 de abril Mussolini huyó de Milán ante el avance aliado: quería llegar a Suiza. Se trepó, junto con su amante y algunos líderes fascistas, a un convoy alemán que también se alejaba de Italia. Por consejo de su jefe de escoltas, un oficial de las SS llamado Fritz Bauer, Mussolini vestía un capote de suboficial de la Wehermacht y un casco alemán. Iba armado con una ametralladora y una pistola. Cerca del pueblo de Dongo, en la costa noroeste del lago de Como, un grupo de partisanos comunistas liderados por Pier Luigi Bellini delle Stelle y Urbano Lazzaro, atacó a la caravana alemana, los obligó a detenerse y así reconocieron a un par de jefes del fascio italiano, pero no a Mussolini. O bien los comunistas obligaron a los alemanes a entregarles a todos los italianos, o bien los alemanes entregaron a los italianos con la condición de que los comunistas los dejaran seguir viaje sin desatar una previsible batalla. Más que a los italianos, los nazis entregaron tal vez a Mussolini, que se había escondido en uno de los camiones, tapado por una manta militar.
Arrestado por los partisanos, que también detuvieron a cincuenta jefes fascistas y a sus familias, Mussolini pasó la noche en el cuartel local de Dongo. Pero la realidad era tan volátil que, temerosos de que el prisionero fuese rescatado por milicias fascistas, o apresado por los aliados, los partisanos lo llevaron a la granja cercana de una familia de apellido De María, adónde, cerca de las dos y media de la mañana, llegó Clareta Petacci. Enterado de la captura, Sandro Pertini, que era entonces un líder socialista de 49 años y llegaría a regir los destinos de Italia en los años 80, anunció en Radio Milano: “El jefe de esta asociación de delincuentes, Mussolini, aunque amarillo por el rencor y el miedo y tratando de cruzar la frontera suiza, ha sido arrestado. Debe ser entregado a un tribunal popular que pueda juzgarlo rápidamente. Queremos esto, aunque pensemos que un pelotón de ejecución es demasiado honor para este hombre. Merecería ser asesinado como un perro sarnoso.”
Los comunistas también quisieron anotarse como los primeros en sugerir que Mussolini debía ser ejecutado. El entonces secretario general del PC italiano, Palmiro Togliatti, dijo que había ordenado la su ejecución aún antes de su captura, el 26 de abril, también por un mensaje radial que decía: “Sólo se necesita una cosa para decidir que deben pagar con sus vidas: tener clara sus identidades”. Como fuere, fue un líder comunista, Luigi Longo, quien convocó al partisano Walter Audisio, que usaba como nombre de guerra el de “Colonnello Valerio – Coronel Valerio”, que viajara a Dongo para matar a Mussolini. Lo hizo con tres palabras: “Ve y dispara”. Eso hizo Audisio, a quien acompañó otro guerrillero comunista, Aldo Lampredi. Partieron de Milán rumbo a Dongo en la mañana del 28 de abril, encontraron en la entrada del pueblo a Bellini delle Stelle, que era el comandante local de los partisanos y debía garantizar la entrega de Mussolini. Audisio se presentó con su nombre de guerra, Colonello Valerio y hacia la tarde, junto a otros partisanos fue hasta la granja de la familia De María de donde se llevaron a Mussolini y a Petacci. Después condujeron hasta un pueblo vecino, Giulino de Mezzegra, y se detuvieron a la entrada de la Villa Belmonte, en un camino angosto, la Vía XXIV Maggio. Audisio dijo entonces a Mussolini y a Petacci que bajaran del auto y se pararan de espaldas al muro de la villa. La leyenda dice, o Audisio contó y luego fue desmentido por otros testigos, que Mussolini dijo: “Dispara al corazón”. A las cuatro y diez de la tarde, Audisio ametralló a Mussolini y a Petacci con un fusil prestado porque su arma se había atascado. A esa hora, o poco después, otra decena de jerarcas fascistas fueron fusilados en Dongo, según la versión oficial de la historia. Con matices, Lampredi, Bellini delle Stelle, y Urbano Lazzaro describieron lo mismo y lo mismo, o algo parecido con matices de diferencia, reconstruyó el periodista Franco Bendini en los años 60.
Los cadáveres de Musolini, Petacci y el resto de los fusilados fueron cargados en camionetas en la noche del 28 de abril y llevados hacia Milán. En las primeras horas del 29, los cuerpos fueron arrojados en la Piazza del Loreto, en una explanada cercana a la estación de trenes, cerca de la estación de servicio de la Standard Oil a medio construir, casi en el sitio donde habían sido exhibidos los cadáveres fusilados de los quince partisanos en agosto de 1944. “Por la sangre de la Plaza de Loreto pagaremos caro”, dijo entonces Mussolini con una clarividencia extraordinaria que induce a pensar que ya presagiaba incluso su aciago fin. A las nueve de la mañana del 29 de abril una multitud se reunió alrededor de los cuerpos; les arrojaron verduras, los escupieron, los orinaron, les dispararon como si aquellos muertos pudieran morir otra vez, los patearon, los golpearon; la cara de Mussolini quedó desfigurada y su cuerpo mancillado quebraba para siempre una alegoría encarnada del fascismo: el torso de Mussolini desnudo, o semidesnudo, sus poses atrevidas, fronterizas con la grosería, habían pretendido simbolizar la pujanza de una Italia nueva que volvía a la gloria del imperio. La leyenda también dice que todos los cadáveres fueron colgados por los pies, como reses en el matadero, en un intento de salvar a aquellos despojos de la ira desatada de una turba a la que uno de los testigos estadounidenses describió como “siniestra, depravada, fuera de control”.
Aquel lúgubre carnaval duró hasta las dos de la tarde del 29 de abril, cuando lejos de Milán, en una Berlín sacudida por los cañonazos soviéticos, Adolfo Hitler había decidido ya suicidarse al día siguiente, luego de casarse con Eva Braun. A esa hora, los militares estadounidenses ordenaron que los cuerpos fueran descendidos y entregados en la morgue para que se hicieran las autopsias. Las cámaras americanas tomaron entonces los cuerpos de Mussolini y Petacci en una pose extraña e irreal, como si hubiesen estados tomados del brazo. A partir de entonces el cadáver de Mussolini empezó a ser venerado por los suyos y despreciado por sus enemigos; muerto, no perdió la impronta de símbolo político que había tenido en vida.
La autopsia de Mussolini se hizo en el Instituto de Medicina Legal de Milán. Una versión del informe médico indicó que le habían disparado nueve balazos, cuatro cerca del corazón, como había pedido, si es que lo pidió. Otra versión indicó luego que los balazos fueron siete y no nueve. Por alguna razón nunca declarada, no se especificó el calibre de las balas. Tomaron muestras de su cerebro y las enviaron a analizar a Estados Unidos con la intención de demostrar que la sífilis había provocado en el líder del fascismo italiano un principio de locura que justificara sus actos. Ni rastros de sífilis.
Con total discreción, o al menos con una ambicionada discreción total, Mussolini fue enterrado en el Cimitero Maggiore de Musocco, al norte de Milán. Por disposición del Comité de Liberación Nacional, (CLN), los restos de Mussolini fueron colocados en un cajón de madera rellenado con paja y enterrado en una tumba sin nombre, identificada con el número 384, con la intención de que esa tumba, ese cuerpo, esos restos, no fuesen objeto de veneración o de idolatría política por parte de fanáticos, o nostálgicos, que avalaran, o facilitaran, el retorno del fascismo. Pero el domingo de 23 de abril de 1946, domingo de Resurrección, a casi un año de su muerte, el cadáver fue desenterrado y robado por un joven periodista fascista, Doménico Leccisi, y dos de sus amigos de apellido Gasparini y Parozzi. En la tumba abierta, Leccisi dejó una nota que decía: “Duce, usted está con nosotros. Le cubriremos de rosas, pero el aroma de su virtud va a superar el de las rosas”.
Declaraciones románticas aparte, no era el aroma a rosas de la invocada virtud de Mussolini lo que se iba a imponer, sino el penetrante olor putrefacto de su cuerpo el que iba a decidir en parte su destino. Nadie supo durante dieciséis semanas adónde habían ido a parar los restos del dictador. Los primeros informes que llegaron a la policía afirmaron que había sido enterrado en la isla de Brisago, en el lago suizo de Lugano, mientras en Roma circulaba una confidencia con visos, o aspiraciones, de certeza: el cuerpo de Mussolini deambulaba en un camión con matrícula de Milán, 22457, que solía estar custodiado por algunos jeeps. Pero no era verdad: nunca apareció ni el camión, ni los jeeps de custodia. Era en Florencia donde estaba escondido el cuerpo. Tampoco. Si alguien quería encontrar los restos de Mussolini, debía ver al general Enzo Galbiati, un militar de reconocida adhesión al fascismo, que el 25 de julio de 1943, como Comandante de la Milizia Volontaria per la Sicurezza Nazionale (MVSN), había participado con ardor de la reunión anual del Gran Consiglio del Fascismo. Era Gabiati quien había dirigido el operativo de robo del cadáver en el Cimitero Maggiore, y era él quien lo había enterrado en el jardín de su casa en Milán. Tampoco era verdad.
Finalmente, en agosto, Leccisi entregó los restos de Mussolini a quien supuso mejor los cuidaría: un monje del convento franciscano de Sant’Angelo, no muy lejos de Milán. En el traqueteo nunca revelado al que fue sometido, el cadáver había perdido una pierna y algunos dedos. Con los investigadores a las puertas del convento, dos sacerdotes se presentaron ante la policía, sin ser citados, para dar explicaciones. Uno de ellos era el padre Alberto Parini, hermano de Piero Parini, alcalde y prefecto de Milán durante el fascismo. Parini dijo que no conocía ni a Leccisi ni a sus cómplices, Gasparini y Parozzi, lo que no era verdad. Los tres estaban presos y un careo hizo que finalmente el padre Parini admitiera su total responsabilidad en el ocultamiento del cadáver entregado por Leccisi. Al día siguiente, 12 de agosto, condujo a las autoridades a la cartuja de Pavía, donde los franciscanos habían trasladado los restos.
La tarde del 12 de agosto, el cuerpo de Mussolini fue hallado envuelto en dos sacos engomados, en el interior de un baúl situado en un armario empotrado de una celda de la planta baja del monasterio. Un diario de la época puso las cosas en su sitio: “No se trata ya ni siquiera de restos mortales, sino de un esqueleto destrozado y desordenado”. El cadáver había sido ocultado primero bajo el altar de la iglesia franciscana, hasta que el olor a podrido obligó a su traslado al monasterio, a la celda y a tapiarlo en el mismo cajón en el que había sido sepultado en el Cimitero Maggiore para su anonimato y olvido.
Aquella escena del esqueleto de Mussolini, expuesto en el convento y a la prensa, vuelve hoy del pasado gracias a la excelencia de un cronista anónimo: “El baúl de color marrón, con sus guarniciones negras todavía manchadas de barro, tan pequeño que causaba asombro cómo el cuerpo de Mussolini, incluso doblado sobre sí mismo podía haber cabido dentro; El calor de la salita, que iba adquiriendo un olor acre; el absoluto silencio, interrumpido solo por el ruido de las máquinas fotográficas de los periodistas… todo ello daba forma a una escena surreal: estaban todos mirando hacia abajo, con la vista puesta en el pequeño baúl, y los flashes de magnesio hacían que los zapatos de toda aquella gente dispuesta en círculo, parecieran enormes, los zapatos polvorientos de los agentes, los de los fotógrados y los de los cronistas”.
Por fin, las autoridades empeñadas en la reconstrucción de Italia, decidieron que el cuerpo permaneciese oculto en un monasterio capuchino, en el pueblo de Cerro Maggiore, cerca de Legnano. un sitio que se mantuvo secreto incluso para la familia de Mussolini. El secreto duró once años. En mayo de 1957, el flamante primer ministro italiano Adone Zoli aceptó que los restos de Mussolini fuesen trasladados por fin a su pueblo natal, Predappio, en la Romaña. Zoli gobernaba un barco en un mar tormentoso y dependía en gran parte de los votos de los diputados de la extrema derecha italiana. Uno de ellos había dejado de robar muertos en los cementerios y representaba ahora al neofascista Movimiento Social Italiano. Fue el diputado Domenico Leccisi quien impulsó el retorno de Mussolini a Predappio. Allí llegaron luego el sarcófago de piedra, el busto de mármol, el decorado imperial, la simbología fascista y el viaje anual de los nostálgicos, o de los fanáticos, que evocan el imperio que no fue.
Si hubo más secretos, y seguro los hubo, en esta historia donde casi todo es secreto, se los llevó Leccisi a la tumba. Murió el 2 de noviembre de 2008 en Milán, a los 88 años. Según su nuera, María del Canto Merida, “Era un fascista de la época y murió como un fascista. Nunca cambió sus ideas. Toda su carrera la vivió en nombre de Il Duce”.