En fundamento, una organización debería tener fines dirigidos al progreso de las sociedades. Desde su concepción, debería ser una estructura articulada en el marco de las leyes, para alcanzar metas claramente definidas, que se perseguirán con herramientas legítimas. De hecho, puede decirse que justo lo contrario a una institución, en el sentido aquí expuesto, es el crimen organizado: las mafias y bandas delincuenciales, del tipo que sea, que se establecen y operan para violar la ley, desconocer los derechos de los demás, abusar de los bienes y las vidas de otros, romper la convivencia. Esencialmente, el crimen organizado no solo actúa en contra de los ciudadanos, también en contra de las instituciones.
Esta somera conceptualización que ofrezco aquí, en un plano de mayor proyección, ha sido reconocida por la Organización de Naciones Unidas, en la Agenda del Desarrollo Sostenible 2030. El objetivo 16 de los ODS se sintetiza en esta frase: “Paz, justicia e instituciones sólidas”, es decir, instituciones constructivas, que eviten las divisiones en el mundo, que cierren las brechas entre países y regiones y, esto es fundamental, que fortalezcan el Estado de Derecho y la protección de los derechos humanos.
La Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños –Celac– es justo el prototipo de una organización que nace no para construir sino para destruir. Fue creada por Lula da Silva, Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa y otros miembros del Foro de Sao Paulo, con propósitos meramente destructivos: erosionar o debilitar a la Organización de Estados Americanos. Conviene recapitular aquellos hechos.
A finales de 2010, en la ciudad mexicana Playa del Carmen, se produjo el anuncio de la creación de la Celac. Visto en retrospectiva, ahora queda claro que aquello respondía a un plan. Durante los meses previos, varios de aquellos voceros atacaron a la OEA, diciendo que no era más que un instrumento de Estados Unidos. Chávez no titubeó para lanzar esta frase negadora: “Si la OEA tiene que seguir existiendo, no lo sé. Solo sé que la OEA no sirve para nada”. Las advertencias que algunos analistas hicieron entonces, de que aquello no era sino un costosísimo truco para procurar la legitimación política de la dictadura cubana, no fueron escuchadas.
Sorprendentemente, Cuba y otros 32 países de América Latina y el Caribe firmaron, a comienzos de 2011, la constitución de esa entidad, cuya agenda, desde un primer momento, incluía varios tópicos progresistas, y apenas una mínima mención a las cuestiones relativas a la promoción de la democracia. Por supuesto, ni Estados Unidos ni Canadá se sumaron a la trampa urdida por los cubanos. Se proponían, tengo que insistir en ello, desprestigiar a la OEA y adoptar su rol en el continente (en aquellos mismos días, hay que recordarlo aquí, Chávez invertía su tiempo en la creación de otras estructuras de la destrucción como Unasur y Petrocaribe, inventos suyos que, con los años, mostraron su inutilidad y perversión).
El fin del período gubernamental de Lula da Silva (2010) y, después, el anuncio de la enfermedad de Hugo Chávez, tuvieron una consecuencia con respecto a la Celac: se debilitó y, durante años, se amontonó como una de las tantas costosas aberraciones creadas por el socialismo del siglo XXI para arrasar con el patrimonio público de los venezolanos.
Pero ahora, bajo el impulso de Andrés Manuel López Obrador, se ha reactivado como parapeto, básicamente con un objetivo: contribuir a lavar la cara, disminuir la presión de los organismos y asociaciones defensoras de los derechos humanos, proteger a las dictaduras de Cuba, Nicaragua y Venezuela en el escenario internacional. Ha quedado claro que la Celac no es más que el instrumento político y propagandístico, otro más, puesto en movimiento con el propósito de alargar la duración de las dictaduras en los tres países.
Aun cuando algunos análisis aseguran que el encuentro de la Celac no produjo mayor resultado, salvo mostrar a una región dividida por razones políticas, hay quienes discrepan y sostienen: los demócratas no han debido sumarse a un encuentro en el que participaron Nicolás Maduro y Miguel Díaz-Canel, primeros responsables de la violencia, hambre y pobreza extrema que padecen sus respectivos países. Así sea para expresar su rechazo, el solo hecho de asistir beneficia a los dictadores. Es posible que Guillermo Lasso, presidente de Ecuador; Luis Lacalle Pou, presidente de Uruguay; y Mario Abdo Benítez, presidente de Paraguay, se hayan equivocado al asistir y, también, al no haber denunciado con todavía mayor claridad y contundencia a las tres dictaduras, por el enorme y sostenido castigo con el que someten a los ciudadanos de Cuba, Nicaragua y Venezuela. Que nadie lo olvide: la Celac es, en realidad, un instrumento legitimador, creado por quienes se proponen destruir la democracia.
Este articulo fue publicado originalmente en El Nacional el 26 de septiembre de 2021