El final de la guerra era inminente, pero las ansias de fuga existían hacía mucho tiempo. Cuatro jóvenes heroínas, entre 14 y 24 años, fueron parte del plan que los Sonderkommandos, los prisioneros a quienes los nazis les habían asignado las horrendas tareas en las cámaras de gas, habían organizado para escapar de una muerte segura
Por Infobae
Los trenes llegaban más espaciados. Después de meses de actividad frenética, el ritmo se había detenido. Ellos se dieron cuenta que ya no serían necesarios. Los rumores eran múltiples. Desde afuera del campo llegaban noticias alentadoras: el Ejército Rojo se acercaba. La guerra parecía estar llegando a su fin; se veía en el semblante de los soldados nazis, en su preocupación constante, aunque la ferocidad en el trato no cesara.
Pero también se comentaba que las instalaciones serían destruidas y los destinados a los trabajos en los crematorios serían asesinados. Las ansias de fuga existían hacía mucho tiempo. Pero no tenían recursos ni fuerzas.
Alguien se había contactado con la Resistencia. De a poco fueron preparando un plan. Una insurrección con apoyo exterior. Pero los grupos externos de apoyo pedían esperar, no precipitarse, el rescate parecía inminente. Los que estaban dentro de Birkenau, el campo de exterminio de Auschwitz, sabían que no tenían tiempo, que en cualquier momento los asesinados serían ellos.
Los Sonderkommandos fueron las unidades especiales creadas por los nazis integradas por prisioneros de los campos de concentración, en su mayoría judíos, a los que les asignaron tareas en las cámaras de gas y los crematorios.
Los hombres debían gozar de buena salud y cierta fortaleza física. No conocían qué cariz tendría su tarea hasta que les ordenaban llevar a cabo las primeras acciones. Eran operarios de una fábrica. De la fábrica de muerte.
Su tarea iba a ser, durante los siguientes largos meses, la de hacer ingresar a los contingentes de judíos que arribaran a las cámaras de gas, desalojar sus cuerpos, clasificar sus pertenencias y cremarlos.
Ellos que se dedicaban a lidiar con los muertos, sabían que su destino era el mismo, que en poco tiempo les tocaría. No sólo por el derrumbe del nazismo sino porque cada temporada los integrantes de estas unidades especiales eran exterminados y reemplazados por otros. Al menos doce unidades de sonderkommandos fueron masacradas.
De a poco, un pequeño grupo, en la mayor confidencialidad comenzó a urdir un plan para intentar fugarse. Para eso necesitaban armas e ingenio. Fabricaron cuchillos y hachas, robaron utensilios de la cocina y de los talleres, algunos juntaron piedras, otros consiguieron martillos en la carpintería del campo. Pero eso no alcanzaba, necesitaban más. Para eso fue fundamental la participación de las mujeres.
Tres operarias de la fábrica de armamento de Auschwitz robaban todos los días algo de pólvora. Como los controles eran muy severos, la sustracción debía ser metódica y paciente. Cada día lograban sacar el equivalente a dos o tres cucharaditas de té. Sus nombres: Ala Gertner, Ester Wajcblum y Regina Safirsztajn.
La historia habla de mujeres. Pero eran adolescentes y jóvenes que tenían entre 14 y 19 años. Habían perdido a su familia. Estaban solas pero no tenían miedo e intentaban colaborar.
Roza Robota era más grande, tenía 24 años. Ella era de los Sonderkommandos. Trabajaba en el depósito de ropa. Su tarea consistía en recoger la ropa de los que serían gaseados, vaciar los bolsillos y clasificarla en un enorme galpón. Ella también se había quedado sin sus seres queridos. Afuera había sido miembro de la resistencia contra los nazis. Ella oficiaba de nexo entre las chicas de la fábrica de armamento y los líderes de la posible revuelta. Era la que en los almuerzos, en un baño, o en la cocina al lado de las ollas diariamente se arriesgaba y hacía la recolección de la pólvora robada. Luego se la llevaba a los líderes del levantamiento.
Según algunos el plan original era aprovechar el cambio de guardia y la laxitud de los soldados alemanes. Los cautivos estaban tan débiles, se encontraban en un estado tan deplorable que para los soldados no representaban el menor riesgo. O al menos eso era lo que ellos creían. A las seis de la tarde reemplazaban a los soldados. Estaban armados pero no prestaban demasiada atención. Hablaban entre ellos, hacían algún chiste, fumaban. Los cautivos querían aprovechar ese relajamiento para atacarlos por sorpresa y quitarles las armas. Con esas armas podrían conseguir otras. En ese momento comenzaría el levantamiento.
¿Había chances de éxito? ¿Podrían derrotar con las fuerzas tan menguadas, sin armamento a sus opresores? Valía la pena intentarlo, era la única manera que tenían de evitar una muerte segura.
Zalmen Lewental fue un sonderkommando. Se cree que lo mataron en este levantamiento de octubre de 1944. Dieciocho años después, en octubre de 1962, mientras se realizaban excavaciones en el patio del crematorio de Birkenau encontraron un diario que él escribió en yiddish y que enterró con la ilusión de que alguien lo recuperara. Allí cuenta sus experiencias. “Podés encontrar cientos de excusas, pero la verdad es que querés vivir a toda costa. Deseas vivir, porque estás vivo, porque el mundo a tu alrededor sigue vivo y todo lo que es placentero, todo aquello a lo que te sientes vinculado, está unido inextricablemente a la vida”, escribió. Aferrarse a la vida aún en medio de un festival de muerte.
Antes de seguir con el plan del levantamiento y su ejecución, hay que detenerse en la naturaleza de la tarea de los sonderkommandos.
Primo Levi trató el tema en Los Hundidos y Los Salvados. El capítulo La Zona Gris es uno de los más lúcidos y honestos análisis del ecosistema de un lager. Allí dice de estas escuadras especiales: “Haberlas concebido y organizado ha sido el delito más demoníaco de los nazis. Detrás del aspecto pragmático (economizar trabajos, imponer a otros las tareas más atroces) se ocultan otros más sutiles. Mediante esta institución se trataba de descargar, en otros, precisamente las víctimas, el peso de la culpa, de manera que para su consuelo no les quedase ni siquiera la conciencia de saberse inocentes”.
Ese abismo de maldad es una de las grandes perversidades del sistema concentracionario. Buscaban destrozar sus cuerpos y también sus almas.
Primo Levi hace otra distinción notable. A estos hombres a los que les fue impuesta una tarea horrenda a cambio de su supervivencia temporal es a los que les corresponde el verdadero Befehlnotstand, o el estado de constreñimiento ante una orden de un superior. Esa es la real obediencia debida y no la que esgrimían los criminales nazis ante los juzgados tras la guerra. Miles de testimonios certifican que la menor desobediencia, al primer error, los prisioneros eran castigados con crueldad, la mayoría de las veces hasta la muerte.
Los organizadores de la revuelta eran unos pocos. No querían dispersar la noticia porque temían que se enteraran los nazis y todo se viera frustrado. La fecha era incierta. Estaban esperando una señal del exterior que no llegaba. Desde afuera pedían un poco más de paciencia. Pero ellos sabían que no había más tiempo, que ellos podían ser los próximos.
Hubo discusiones hasta que se decidió que la operación sería el 7 de octubre de 1944. Los que estaban a cargo distribuyeron las pocas armas un par de días antes y dividieron los hombres por sectores. Era vital que los diferentes crematorios empezaran simultáneamente las acciones para que fuera más complicado de sofocar. El factor sorpresa era determinante.
Pero el día indicado, al mediodía, ocurrió un imprevisto. Un enorme convoy llegó desde Hungría. Desde varias semanas atrás no se producía un ingreso tan voluminoso de víctimas.
El tren se detuvo en la estación y los soldados alemanes ordenaron que las puertas de los vagones permanecieran cerradas hasta que llegaran los sonderkommandos a realizar sus tareas para arriarlos hacia las cámaras de gas.
Pasaron horas y nadie se acercaba. Los nazis habían ordenado que los del crematorio IV fueron los encargados. Pero estos cuando los fueron a buscar creyeron que habían sido delatados. Se sintieron descubiertos y se negaron a salir de la barraca. Los nazis no entendían qué estaba pasando. La situación se tensó. Los soldados conminaron a los detenidos que salieran a hacer sus tareas. Las amenazas eran violentas y reiteradas. Hubo varios disparos.
Los sonderkommandos se sintieron perdidos y decidieron pasar al frente. Atacaron a los soldados que circundaban la barraca, fueron hacia el crematorio y utilizaron la pólvora que habían acopiado laboriosamente durante semanas.
El ataque coordinado no tuvo lugar. Los del crematorio IV se adelantaron debido al acoso de los soldados nazis. El resto recién sospechó cuando vio un humo diferente al que estaban acostumbrados salir de las instalaciones. La pólvora había funcionado y parte de las instalaciones de ese crematorio ardían. Las paredes se habían desmoronado y el techo se había desplomado.
Cientos de sonderkommandos iniciaron el escape. Los soldados nazis llegaban armados y disparaban a mansalva. Nadie podía irse. Los cuerpos caían en los rincones del campo. El adelantamiento del horario también les quitó el cobijo de la oscuridad. Murieron tres soldados alemanes y decenas fueron heridos.
Las bajas entre los Sonderkommandos fueron alrededor de 250. Los que habían logrado traspasar los alambrados fueron recapturados y fusilados en el patio central, para que los demás vieran, para que el tronara el escarmiento. No podían llegar demasiado lejos sin apoyo desde afuera, con la salud resquebrajada, mal alimentados.
Mientras el humo negro seguía saliendo del crematorio IV, ya inutilizado, los sonderkommandos sobrevivientes también fueron reunidos. El primer encargo que recibieron fue ocuparse de sus compañeros muertos. Debían desnudarlos y apilarlos para cremarlos. Luego, doscientos fueron separados. Un oficial pasaba entre las filas, regodeándose de la cara de pavor de los detenidos y los iba eligiendo de manera arbitraria. Esos doscientos fueron también fusilados, esas muertes contaban la venganza por la muerte de los soldados que trataron de sofocar la rebelión. Casi 70 por cada soldado muerto.
A los sobrevivientes de esos dos matanzas los hicieron pasar de cinco en cinco a una de las cámaras de gas. Ellos creían que había llegado su final. Luego de un breve interrogatorio que no buscaba información sino sembrar el pánico, dejaban ir a la mayoría pero a varios les pegaban un tiro en la nuca delante de sus compañeros. Shlomo Venezia, uno de los que logró sobrevivir, cuenta en Sonderkommando, sus memorias, que cree que a ellos no los asesinaron sólo porque necesitaban que alguien hiciera el trabajo y no tenían tiempo de preparar a otros para que tomaran esos lugares.
Muy pocas semanas después, ante el final inminente, cuando la el aire de derrota ensombrecía los cuarteles nazis, la jefatura del campo ordenó destruir los crematorios y las cámaras de gas. Querían borrar las pruebas, hacerlas desaparecer. Los sonderkommandos, entonces, tuvieron que demoler los sitios de la infamia.
Pero ni siquiera con el Ejército Rojo pisándoles los talones, con nulas esperanzas de victoria, los nazis dejaron de aplicar su abyección sobre los detenidos. Los líderes de Auschwitz se habían obsesionado con determinar quiénes habían sido los iniciadores del levantamiento, no querían que ninguno de los responsables directos, de los implicados quedara con vida. Las pesquisas se dirigieron hacia quienes habían conseguido la pólvora que había permitido que volara por los aires el crematorio. Hubo amenazas, torturas, asesinatos. Hasta que los nombres aparecieron.
Señalaron a las chicas de la fábrica de armamento: Ala Gertner, Ester Wajcblum y Regina Safirsztajn. Poco después llegaron a Roza Robota. Las cuatro fueron golpeadas y torturadas salvajemente. Pero no dieron más nombres, sólo los de algunos que ya no podían recibir represalias porque habían sido asesinados el 7 de octubre y los días posteriores.
Las cuatro mujeres fueron ejecutadas en la horca el 7 de enero de 1945. Las últimas palabras de Roza Robota fueron: “Sé fuerte y ten coraje”, el lema de la agrupación de resistencia a la que pertenecía sacadas las palabras biblícas que Dios le dedica a Josue tras la muerte de Moisés.
Poco más de dos semanas después de los ahorcamientos, los nazis abandonaron Auschwitz antes de la llegada del Ejército rojo.