El argumento se inspira, de alguna manera, en una película de 1933, El poder y la gloria; una memoria o retrospectiva de un personaje “visto” por sus allegados. Un intento por entender, desde la exterioridad de sus actos, a un individuo importante, poderoso, arrollador, pero que en su interior está marcado por la orfandad y la ausencia afectiva.
El guion se inspira en un acaudalado dueño de medios, ambicioso e influyente personaje de la vida real, lo que permite desarrollar cierta visión crítica de los poderosos de la época, pero realmente es una vida que naufraga en su propio laberinto sin centro, como dice Borges. Un Teseo sin el hilo de Ariadna que lo condena a un destino sin-retorno.
El minotauro es el mismo. Es un acto de autofagia, de auto-destrucción. Incapaz de amar, como un sol-negro, se consume, se gasta y desgasta a sí mismo y a todos aquellos que le rodean.
Su palacio Xanadu es su propio vacío ostentoso, claustrofóbico, laberíntico, cerrada su entrada y salida.
La palabra enigmática y que moviliza casi toda la acción de la película, es un paraíso perdido que termina en la purificación del fuego. Al personaje principal no lo hunde la codicia, ni sus errores, ni las infidelidades, sino la obsesión por el poder, nadie es un “igual” sino instrumentos y marionetas de sus caprichos.
Orson Welles crea un personaje y le da forma y figura que consume tiempo en el tiempo.
El niño, el joven arrogante, el hombre poderoso que no acepta límites, el fracaso político sin rendición y el resguardo en su reino privado, en donde su sombra agigantada, termina aniquilándolo.
La película permite múltiples abordajes, el técnico-formal como lenguaje y estética cinematográfica tiene un gran valor didáctico y la interpelación permanente al espectador.
Hasta ahora ha resistido la prueba del tiempo.