Esta afirmación es válida en Venezuela y a escala internacional en un triple sentido. Miseria material o económica. Miseria espiritual o moral. Miseria política o de gestión pública. Hay una relación inversamente proporcional entre la solidez de las instituciones democráticas y la agudización y extensión del fenómeno, que golpea a muchos países de África, América y Asia, pero también a algunos países de Europa. Esto se explica porque la democracia, en sus diversos regímenes de gobierno, además de sistema político, es un modo ético de convivencia pacífica cuyos valores tienen alcance universal. Todo lo que degrade la dignidad humana es éticamente inaceptable. Una democracia sólida implica el respeto irrestricto de los derechos humanos.
A la vez la naturaleza misma de las relaciones internacionales ha cambiado. No es solo porque la época tecnotrónica que vivimos facilita la difusión planetaria de noticias y nos enteramos en forma casi simultánea de lo que ocurre en las antípodas de nuestro continente sino porque hoy las relaciones no son únicamente entre Estados. La globalización ha facilitado, más allá de los monopolios gubernamentales de poder, la integración, en todas las latitudes, de “archipiélagos de poder”, como los ha llamado Eric Liu. También lo que pasa en China, en Turquía, en Siria, Irán, Mali, Etiopía, Rusia o Filipinas, como ciudadanos, nos afecta; nada de lo que sufren estas sociedades nos resulta ajeno. Tampoco lo que sucede en nuestro hemisferio, en Nicaragua, en Cuba, en Venezuela, en Haití.
La miseria estructural es un fenómeno típico de las autocracias o regímenes dictatoriales; también de países cuyos sistemas políticos no son autoritarios o tiránicos, pero no alcanzan a constituirse como democracias maduras. Violación sistemática de derechos humanos, prácticas policiales o parapoliciales de terrorismo de Estado, políticas de exterminio, irrespeto a los derechos y libertades civiles, ausencia de división y falta de contrapesos entre los poderes públicos, disolución del Estado de Derecho, interpretación acomodaticia del texto constitucional en función de fines particulares o de una parcialidad política; persecución, cárcel, tortura o muerte para quienes disienten o elevan su voz, emigración forzada o exilio, para citar algunos de los aspectos propios de regímenes que destruyen la dignidad de las personas o someten a la población a la miseria con tal de aferrarse al poder a cualquier precio.
No caben en este texto los numerosos ejemplos que nos vienen a la mente sobre esta realidad dolorosa en muchas sociedades de Occidente del siglo XXI. Escojamos un ejemplo de cada una de ellas, no forzosamente de Venezuela, aunque es preciso destacar que las tres modalidades están presentes hoy en el país.
En cuanto a la primera, consiste en la carencia de condiciones básicas para la existencia. No hay acceso a bienes de primera necesidad, comida o medicinas, ni se cuenta con atención primaria de salud o con servicios fundamentales como el agua o la electricidad, ni tampoco existen condiciones higiénicas que aseguren una subsistencia mínima. La encuesta de ENCOVI, “Condiciones de vida de los venezolanos: entre emergencia humanitaria y pandemia” de 2021, que publicó el 5 de octubre la Universidad Católica Andrés Bello de Caracas, comprueba la gravedad de la crisis humanitaria compleja. Son trágicos los datos del deterioro: A 94.5% se elevó el índice de pobreza y la pobreza extrema alcanzó al 76.6 % de la población, que vive con menos de 1.2 dólares al día. Según Pedro A. Palma, en 2012 la pobreza estaba en 32.6% y la extrema en 9.3%. Entre 2014 y 2020 la caída del PIB (Producto Interno Bruto) fue de 74%; en el mismo lapso, se redujo el empleo formal en 21.8% mientras que el país se redujo demográficamente a 28.7 millones de habitantes. El éxodo ha sido de más de 5 millones de personas.
Esta situación se amplifica con la indiferencia gubernamental, la retórica demagógica y efectista de Maduro y la falta de escrúpulos de la camarilla militar y civil que controla las instituciones venezolanas y domina por el miedo, el hambre y la indefensión, en especial de los más vulnerables. No importa por qué medios: terrorismo de Estado, amedrentamiento o coacción económica, corrupción en todos los niveles como mecanismo de participación, negocios ilícitos y contrabando, cleptocracia y discrecionalidad en el ejercicio del poder. Así extienden su dominación a costa del sufrimiento y desamparo de la mayoría de la población.
La miseria moral se expresa en los individuos en un pragmatismo utilitario, sin solidaridad ni confianza en el otro, que convierte en consigna ética el “vale todo” y desemboca en la anomia moral. En el plano social, en las relaciones entre gobernantes y gobernados es la sordera del Estado frente a sus obligaciones con los ciudadanos. La muerte por inanición o por desatención médica de niños y adultos en Venezuela; el irrespeto en Colombia del presidente Santos, por ganarse el Premio Nobel, al rechazo mayoritario, no del proceso de paz sino de los acuerdos firmados en La Habana en 2016, que ha descalabrado principios y valores democráticos y el orden jurídico constitucional, con secuelas como criminales de lesa humanidad que legislan en el Congreso de la República y víctimas que no han sido resarcidas.
Por último, miseria política e injusticia las del presidente turco Erdogan ante la muerte, después de 238 días de huelga de hambre, de la abogada kurda de Dersim, Ebru Timtik. No la única, porque otros tres abogados del grupo penal, Ibrahim, Helin y Mustafá, defensores de los detenidos por presunto terrorismo, también murieron después de 300 días de ayuno.
La miseria cunde ¿cabe la esperanza?