Lecherías. Difícilmente podré olvidar ninguna de las enseñanzas que mi madre vieja, mi abuela Rosa, me ha enseñado. Ella es una mujer de ímpetu, de un fuerte carácter y poseedora de una fuerza de voluntad que seguro los líderes del mundo podrían envidiar. Las circunstancias de su juventud fueron marcadas con la escasez de oportunidades, la ausencia de estudios y una gran cantidad de hijos cuyo futuro parecía estar a la deriva.
Particularmente recuerdo una conversación con ella a media noche. Había llegado a casa, mi plato, como siempre, estaba servido en la mesa y ella estaba ahí en la sala esperando que yo llegara. Me vio el cansancio en los ojos y no se le ocurrió otra cosa que hablarme de sus años de joven, la astucia de cómo salió adelante, mudándose del pueblo a la ciudad, profesionalizando a muchos de sus hijos y nietos, ayudándolos además a conseguir casa y empleo, siendo siempre el pilar fuerte de la casa, para que al final, usando esa mirada que delata experiencia y sabiduría, me dijera: “cuando cumplimos con nuestro deber, no hay cansancio que valga”.
¿Y cuál es mi deber?, pregunté en el típico tono de un joven obstinado y frustrado por hacer y hacer en un país que todo lo tiene en contra. Argumenté mi pregunta con una serie de alegatos como si estuviera dentro del recinto de un juzgado, le puse empeño al ejemplificar mis circunstancias como si fuesen únicas e intenté transmitir las mismas sensaciones que sentía al estar atrapado en una nación que no tenía nada que brindarme. Entonces, repetí la pregunta, pero esta vez de forma retadora, ¿cuál es mi deber, en un país que está destruido? Ella, sin inmutarse en temas que le parecían sin importancia, respondió de forma tajante: HACERLO.
Desde entonces me he preguntado el significado real y correcto de esa respuesta. Había tenido el presentimiento de que el alcance podría ser sumamente inmenso y al conocer mis limitaciones, tomé la decisión de estar en la constante búsqueda de amigos que han servido de mentores y de rodearme de personas mejores que yo. Pero al intentar dar mis primeros pasos firmes y conocer la línea que separa el cansancio con lo exhausto, concluí que, para lograr el gran cometido, tenía que alimentar mi espíritu constantemente de ideales y enfocarme en pequeñas victorias de guerrillas.
Para el espíritu, mi abuela me ha ayudado mucho, porque siempre me cuenta de esas personas que llegaron en barcos y surgieron en un país que para ellos era desconocido; me relata la historia de esas madres que parían en los campos y educaban ellas mismas a sus hijos; me echa cuentos del ingenio que había que aplicar en la cocina cuando tenían poco para preparar la comida y aun así lograban alimentar a los niños; me inspira cuando me habla de las cicatrices que tenían en las manos esos hombres que construyeron su propia casa para poder darle un hogar a su familia; y me mantiene diariamente de pie al señalarme el coraje y la motivación que hay que tener para resistir, avanzar e ir desarrollando ideas para hacer de nuevo este país.
Esa valentía que debe inundar nuestros corazones de coraje, nos debe servir para identificar cuáles podrían ser esas pequeñas victorias de guerrillas. Y es que, en un país como este, la osadía de generar empleo, establecer alianzas comerciales, abrir el camino a otros a nuevas oportunidades, instruir y capacitar a un personal que apenas inicia en el mercado laboral y utilizar el ingenio para idear, desarrollar y concebir nuevos emprendimientos; eso sin duda son los primeros pasos que hay que dar si nuestra meta es construir esta nación.
En este tiempo supe, que la herramienta que poseen las circunstancias de este país para desmotivar y alejarnos de los rieles de nuestro deber, es hacernos creer que estamos solos. Y no es así. He encontrado a personas que sirven de ejemplos para fortalecer el temple y alimentar el espíritu con ideales. He encontrado en las aulas de clase a una nueva generación que se niega a darse por vencida y están en la búsqueda de referentes para hallar un camino en el cual andar, he conocido el valor de hacer lo correcto en oficiales de policía que aún se mantienen firmes en el honor y la protección de los demás, he sentido la magnificencia de la honestidad en la señora que limpia la casa y siempre lo hace con empeño y dedicación, he palpado la nobleza en el vigilante de mi residencia cuando hablamos sobre su familia y su ganas de sacarlos adelante, he distinguido el significado de la valentía al ver a nuestros médicos dar sus vidas por intentar salvar la vida de los demás.
Este reto impuesto por las circunstancias del ahora, ciertamente es muy complicado, pero estamos obligados a dar más. Los límites de las oportunidades cada día caen a niveles más bajos, pero estoy seguro que aún se puede hacer más. Siento que es nuestro deber encontrar a líderes que inviertan su tiempo en enseñar; a emprendedores con coraje que puedan crecer y hacer crecer a los demás, a personas que sean referentes para inspirar a una nación que está dispuesta a edificarse nuevamente, soy creyente que, con principios, ideales, valentía y corazón, se puede procurar más. Este reto es ¡hacer país!
José Aguilar Lusinchi
Autor del libro: emigrar es un postgrado.
Edición: Ronald Figueroa