No hay conversación, sea cual sea el tipo de encuentro en el que se produzca, que no esté presidida por la desesperanza y el desaliento, dominada por las desgracias propias y ajenas.
No se puede asegurar que el pesimismo es la causa de la crisis que sufrimos, pero sin duda es una importante razón que la alimenta y nos impide dejarla atrás.
Nos ha hecho su prisionero y hasta cierto gozo, suerte de “Síndrome de Estocolmo”, pareciera que encontramos en esa trampa del sentimiento de fatalidad que nos acogota cada vez que los riegos se profundizan.
El afán pesimista en el intelectual
Aunque suene contradictorio, si en algún nicho la desesperanza se anida, en ocasiones con exagerado morbo, es en muchas mentes lúcidas. Con demasiada frecuencia revienta en las plumas más inteligentes, incluso en las que hagan esfuerzos sinceros por sembrar optimismo.
Es un afán del que casi ningún intelectual ni opinador político se libra y del que muchos deliberadamente no prescinden, el fatalismo le sirve de inspiración para barrer cualquier idea considerada inútil por contraria, mientras drena frustraciones particulares.
Se puede decir que el pesimismo es una carta de presentación empleada por no pocos opinadores, políticos o intelectuales, para ser reconocidos y aplaudidos, mientras van destruyendo cualquier iniciativa a punta de sorna, vehemencia, ejemplos y argumentos inteligentes y audaces, para satisfacer egos personales irradiando desdeño en la conciencia colectiva.
Abundan los ejemplos de fatalismo en cualquier país. No es para nada exclusivo de los venezolanos.
Además del discurso político donde se reproduce arteramente, la cultura en general también está impregnada de mucha fatalidad, por supuesto, sin que ello desmerezca la calidad de las obras creadas.
La literatura está repleta de ficciones basadas en el aciago destino que destroza existencias. La Biblia está cundida de lamentaciones del corte “mi alma ha sido privada de la paz, he olvidado la felicidad”.
En la tragedia griega se advierte claramente en el designio del Oráculo de Delfos sobre Edipo para que mate a su padre y case con su propia madre, como en tantas otras tragedias.
La literatura clásica ni hablar, baste recordar en Shakespeare el destino de Romeo y Julieta o la tragedia de Macbeth.
O citar al Quijote:
“-¡Santo Dios! ¿Qué es lo que dices, Sancho amigo? —dijo don Quijote—. Mira no me engañes, ni quieras con falsas alegrías alegrar mis verdaderas tristezas.”
Muchas de las mejores obras del Booom latinoamericano inundan sus páginas con el “complejo de inferioridad” y la “vergüenza de origen” que pulula en nuestros países abonando la fatalidad; en tanto algunas, como “Crónica de una muerte anunciada” o “El coronel no tiene quien le escriba” anuncian desde el título la fatalidad en la que fundan su ficción.
Contra el fatum
Los intersticios de la sociedad venezolana están llenos de frustración como signo de la identidad nacional. El complejo de ser un pueblo con destino incierto ha sido alimentado por novedosas tesis del fracaso que han hincado sus colmillos en el espíritu nacional, no sin recibir respuestas.
La presión de las fauces del fatalismo, sustentada en la tesis del “gendarme necesario” que condenaba a los venezolanos a vivir bajo la tutela del gomecismo, sostenida brillantemente por Laureano Vallenilla Lanz en su “Cesarismo Democrático”, recibió respuesta pionera de Augusto Mijares en su obra “La interpretación pesimista de la sociología hispanoamericana”, publicada por vez primera en 1938.
El poeta Luis Beltrán Guerrero dio cuenta en su célebre “Máximas Pesimistas”, escrito en 1959 y publicado en 1962, de las más conocidas frases de políticos e intelectuales venezolanos que son muestra elocuente de de las “radiografías oscurecidas de nuestra psicología individual y social”.
En honor a la verdad, debemos admitir que nuestra intelectualidad no se ha quedado en secundar o en profundizar el fatum de las lamentaciones. Mijares y Guerrero han tenido continuadores en Maritza Montero: “Ideología, alienación e identidad nacional” (1991), Thamara Hannot: “La mirada inconforme. Una exploración crítica de la literatura de pensamiento en Venezuela” (1996), y Aníbal Romero: “Visiones del fracaso: intelectuales y desilusión en la Venezuela moderna” (2002).
Valga mencionar también el breve pero intenso ensayo de Tomás Straka sobre “La trampa del pesimismo” interrogándose con dolor “¿Por qué siempre mirar lo peor?” Y respondiendo: “Tal vez por la facilidad del pe simismo, que a la postre no obliga a levantar la cerviz (no hay que buscar epígonos distintos a los de la Eman cipación, ergo, no estamos obligados a ser mejores si no se nos pone en el trance de ganar otro Ayacucho), o por la costumbre, que tanto conviene a los regímenes de turno, de declarar que todo lo inmediatamente anterior fue peor y que éste, ahora sí, retoma rá la senda del Libertador”.
Y por qué no mencionar el tenaz artículo “Parches del pesimismo” de Mibelis Acevedo advirtiendo que “el pesimismo asumido no como acto de lucidez, no como ejercicio de sano escepticismo, prudencia frente a la estrechez o aceptación del principio de realidad, sino como arma para demonizar el aprovechamiento de la ventana de incertidumbre, sólo contribuiría a esa despolitización”.
Entre la Libertad y el Pesimismo
El pensamiento político que ha acentuado en el ADN del venezolano esa vocación autoflagelante que alienta el “capitis deminutio” de la población, condenándola a vivir en una permanente situación angustiosa que desgana el deseo de luchar por el cambio, tiene sus inicios desde los prolegómenos de la república.
No pocos de los textos emblemáticos del pesimismo nacional encuentran su origen ligados a circunstancias particulares vividas por personajes históricos que dejaron caer alguna frase convertida con el tiempo en verdad absoluta que oprime la conciencia del venezolano.
“Bochinche, bochinche; esta gente no sabe hacer sino bochinche”, fueron las palabras de Francisco de Miranda a su edecán Carlos Soublette, la madrugada del 31 de julio de 1812, alumbrando a las caras de Simón Bolívar, Tomás Montilla y Rafael Chatillon quienes habían entrado a su habitación en la vivienda del traidor Manuel María de las Casas, en La Guaira, para apresarlo y entregarlo al realista Domingo Monteverde.
Una frase de “desilusión total” y “desdeñosa amargura” en un momento de supremo desengaño, anotaría en su biografía sobre Miranda el inmenso Mariano Picón Salas.
Años más tarde, el 17 de diciembre de 1830, en la hacienda San Pedro Alejandrino, Colombia, un Simón Bolívar moribundo pronunciaría su última frase que arrastraría ese mismo sentimiento de frustración.
Según se cuenta, Bolívar con débil voz dijo a su médico:
-¿Sabe usted, doctor, lo que me atormenta al sentirme ya próximo a la tumba?
?No, mi general.
?La idea de que tal vez haya edificado sobre arena movediza y arado en el mar.
Otra frase difundida hasta la saciedad por los venezolanos en algún momento de desengaño de su vida en forma resumida: “he arado en el mar”. Expresión que le da un tono trágico y sensiblero al desasosiego experimentado por Bolívar con la derrota política que habría sufrido su proyecto de la Gran Colombia. Derrota que la historiografía de entonces convirtió en “traición”, versión aupada por el régimen que hoy desgobierno al país, tal cual lo denunciara Elena Plaza en su discurso de incorporación a la Academia Nacional de la Historia.
Vaya paradoja, nuestro pesimismo hunde sus orígenes en los días que apenas dábamos nuestros primeros pasos libertarios y los conflictos internos nos consumían.
Es entre todos
No es tarea fácil desalojar el pesimismo del alma nacional, son interminables y tramposos los vericuetos de ese laberinto que a cada vuelta nos regresan al mismo lugar.
La salida de la pastosa ruina en la cual estamos hundidos, que nos impone la parálisis y decreta de antemano la imposibilidad de avanzar, debe comenzar con un cambio de actitud, que descubra y enfrente la trampa del derrotismo con un optimismo razonable, paciente, que construya soluciones y alternativas.
La clave es andar sin fantasías que con harta frecuencia nos devuelven a la frustración, fijar un cable a tierra de lo que es realmente posible alcanzar, emprender con tenacidad la lucha por restablecer el control de nuestro destino para zafarnos de la tutela autoritaria fundada en la fuerza represiva sobre nuestra desazón.
La búsqueda en el pasado debe ser para encontrar aprendizajes en la tradición de valores como el trabajo y la honradez que permitieron edificar la república hoy destruida por la barbarie. Formular balances que precisen errores, no para acentuar el lamento sino para evitar repetirlos, que descubran aciertos que nos guíen como referentes útiles. Valorar las contribuciones individuales y colectivas del esfuerzo ciudadano en construir la democracia.