En una escena, pendular entre lo villano y lo cobarde, el Golem gobernante se ha exhibido ocupando airoso un pupitre de la Universidad Central de Venezuela. La intención, a toda vela, alardear la pretendida conquista de una fortaleza que ha sido y será, intelectual y políticamente, inexpugnable para él y su banda. Un acto vil porque la tricentenaria casa de estudio ha sido asfixiada económicamente de manera sistemática, asediada policialmente, vandalizada por colectivos paramilitares, sus profesores escarnecidos con salarios miserables, la comunidad académica impedida de escoger sus autoridades y la autonomía consagrada en la Ley de Universidades abiertamente despreciada. Cobarde la puesta en escena porque se aprovechó la medianoche para mimetizarla con la sombra de su protagonista, intruso en un predio para él tan ajeno y distante.
Inevitable, como lo han escrito algunos comentaristas, la bajeza de este acto ha traído a la memoria la balandronada del coronel José Millán Astray, en el acto celebratorio del día de la raza en 1936 en el paraninfo de Salamanca, cuando encaró a don Miguel de Unamuno con su famosa exclamación de “¡Muera la inteligencia!” Gesto, después de todo, casi esperado de aquel curtido veterano legionario español con un ojo y un brazo perdidos en duras refriegas, cuyo cerebro no abrigaba más convicción que la de domesticar voluntades por la fuerza.
Alguna fama para mostrar tenía el obstinado Millán Astray. Pero ninguna en nuestro caso. La agresión proviene de lo más grisáceo que ha ocupado el poder en nuestra historia. De alguien que ni siquiera será recordado como aquel rudo legionario. Mediocridad tanta que evoca a las “almas tristes” de las que Virgilio, en los círculos del averno, le comentaba a Dante: “No tienen éstos de muerte esperanza y su vida obcecada es tan rastrera, que envidiosos están de cualquier suerte. Ya no tiene el mundo memoria de ellos, compasión y justicia les desdeña…”