Las elecciones se caracterizan por ser un esfuerzo logístico enorme en el que miles de personas cumplen distintas funciones con el objetivo de que las y los ciudadanos de un país, habilitados para votar, puedan elegir a sus representantes.
Por contradictorio que parezca, este proceso no tiene que estar necesariamente apegado a los principios democráticos; de la misma manera que se explicó en el párrafo anterior se celebran las elecciones en Noruega y en Cuba. No obstante, nadie duda de que existe un gran abismo entre ambos países en materia de respeto a los valores democráticos y al ejercicio de los derechos humanos.
Para que esta técnica de delegación de autoridad cumpla con los estándares mínimos para ser considerada democrática, se debe enmarcar dentro de un contexto de respeto a la libertad de las y los ciudadanos para elegir y ser electos; a los partidos políticos para presentar sus programas y competir bajo las mismas condiciones; a los medios de comunicación para darle cobertura a las actividades de campaña de las distintas fuerzas sin censura ni restricciones; y al apego al Estado de derecho, de manera de que cualquier actor que forme parte del proceso y que se sienta agraviado pueda acceder a las instancias correspondientes para la protección oportuna y expedita de sus derechos.
Lo anteriormente mencionado no garantiza comicios íntegros si no existen organismos electorales independientes, profesionalizados y auditables.
En la mayoría de los países que son considerados democráticos, ya sean democracias consolidadas, imperfectas e incluso en regímenes híbridos (The Economist), estas condiciones se respetan en mayor o menor medida.
La ciencia política debate, a veces acaloradamente, el grado de cumplimiento de estas dimensiones (derechos políticos, financiamiento, independencia de la autoridad electoral, respeto al Estado de derecho, entre otras) en cada país; pero, en algunos casos, esa discusión no resulta tan acalorada porque la evidencia es tan contundente que los participantes apenas tienen desacuerdos.
Este es el caso de Nicaragua, que ha experimentado un deterioro democrático sostenido a partir de la segunda presidencia de Daniel Ortega (2007). Junto a su esposa, a quien denominó recientemente “copresidenta” del país (cargo que evidentemente no existe), Ortega ha impuesto un régimen familiar autoritario y ha confirmado la presunción de que las democracias ya no están tan amenazadas por los golpes clásicos como por el deterioro paulatino de la institucionalidad.
El próximo domingo 7 de noviembre se celebrarán las elecciones generales en ese país, y sus resultados serán servidos “a la carta”, ya que han sido diseñados estratégicamente y con anticipación por el régimen orteguista.
Si lo que caracteriza a las elecciones democráticas es la certidumbre de las reglas y la incertidumbre de los resultados, la experiencia nicaragüense nos muestra exactamente lo contrario.
De acuerdo al informe de IDEA Internacional, Urnas Abiertas y la Universidad Católica de Venezuela, estos comicios están marcados por la manipulación del padrón electoral, que se ha visto reducido en un millón de electores (1 de cada 5), la supresión de más de 1.000 centros de votación (1 de cada 4), el uso de los recursos del Estado a favor del oficialismo, pero sobre todo por la persecución y criminalización de las fuerzas democráticas del país.
Cristiana Chamorro, Arturo Cruz, Félix Maradiaga, Miguel Mora, Juan Sebastián Chamorro, Medardo Mairena y Noel Vidaurre, líderes políticos, sindicales y ciudadanos que expresaron su intención de ser candidatos presidenciales, fueron arbitrariamente detenidos a meses de los comicios.
Pero las acciones no se enfocaron solo en las candidaturas, sino en atacar la libertad de expresión y asociación en general. Las autoridades electorales, legislativas y judiciales afines a Daniel Ortega cancelaron la personería jurídica del Partido Restauración Democrática (PRD), el Partido Conservador (PC) y el Partido Ciudadanos por la Libertad (CxL), y desde 2018 más de 50 organizaciones han corrido con la misma suerte.
Hasta ahora, en Nicaragua hay más de 155 presos políticos, entre ellos los precandidatos mencionados, así como integrantes de la sociedad civil organizada que desde hace años trabajan por la defensa de los derechos humanos.
En este caso quiero hacer mención especial a José Antonio Peraza, especialista electoral y colaborador de Transparencia Electoral, quien está injustamente detenido desde el mes de julio por denunciar públicamente las numerosas irregularidades de las elecciones presidenciales de este 7 de noviembre.
Daniel Ortega y su esposa, Rosario Murillo han demostrado que no tienen ningún interés en que estas elecciones siquiera parezcan democráticas (lo que sí preocupa a Nicolás Maduro de cara a las venideras elecciones del 21 de noviembre en Venezuela).
El retroceso democrático de Nicaragua es contundente y se inscribe dentro de la ola autocratizadora que se registra a nivel mundial y que tiene especial impacto en nuestra región.
Jesús Delgado. Director de Desarrollo Institucional de Transparencia Electoral
@JesusDValery