«Soy Léon Degrelle, jefe del rexismo belga, antes y durante la Segunda Guerra Mundial […]. Y soy católico como usted, por eso me creo autorizado para escribiros, como a un hermano en la fe». Así comenzaba la carta que el «hijo adoptivo de Hitler» le escribió a Juan Pablo II, en 1979, con motivo de la visita que el Papa iba a realizar al campo de concentración de Auschwitz. Ocho folios llenos de reproches en los que el líder nazi negaba el genocidio cometido por el Tercer Reich entre 1939 y 1945.
Por ABC
El belga firmaba desde su «exilio» español y no se andaba con rodeos. En el segundo párrafo le preguntaba: «¿La guerra fue verdaderamente como se ha dicho? ¿Cuáles fueron los crímenes de unos y de otros? ¿No se ha desvirtuado a la ligera, o con mala fe, la doctrina del adversario [Alemania], atribuyéndole unos proyectos y endosándole actos cuya realidad puede estar sujeta a numerosas dudas?». Para luego exponer sus indignantes teorías. Hablamos del hombre que gobernó Bélgica en nombre de Hitler durante la guerra e impuso el terror en aquel país mediante el pillaje, la delación, los linchamientos, los asesinatos y la difusión del antisemitismo.
En su carta –fechada el 20 de mayo de 1979– Degrelle reprochaba al Papa la visita que iba a realizar a Auschwitz días después: «Temo que vuestra simple presencia en esos lugares sean inmediatamente desvirtuados de su sentido profundo y sean utilizados por propagandistas sin escrúpulos, que los utilizaran para sus campañas de odio mediante falsedades que emponzoñan todo el asunto de Auschwitz desde hace más de un cuarto de siglo. Sí, falsedades. Después de 1945, la leyenda de las exterminaciones masivas en Auschwitz ha alcanzado al mundo entero. Incontables mentiras se han repetido en millares de libros, con una rabia cada vez más obstinada. Mentiras que se han reeditado en colores, en películas apocalípticas que flagelan furiosamente no sólo la verdad y la verosimilitud, también el buen sentido, la aritmética más elemental y hasta los mismos hechos».
La figura de Degrelle
Léon Degrelle (Bouillon, Bélgica, 1906) no fue un líder cualquiera. Cuatro décadas antes había sido un oficial de la Legión Valonia, una unidad extranjera adscrita a las SS alemanas en la que destacó como uno de sus mandos durante la Segunda Guerra Mundial. También fundó el rexismo, una rama del fascismo en Bélgica que alcanzó gran notoriedad en Europa y que, al firmarse la paz, fue convencido por el ministro de Exteriores del Tercer Reich, Joachim von Ribbentrop, para que huyese. Lo hizo desde Oslo con el avión del ministro de Armamento nazi, Albert Speer, con el que acabó estrellándose en la playa de La Concha en San Sebastián el 8 de mayo de 1945.
«El avión llegó a nuestra ciudad falto de gasolina, efectuando un aterrizaje forzoso. De él fueron extraídas seis personas con uniformes militares alemanes. Una de ellas ostentaba alta graduación con distintivo de coronel y lucía en su pecho la Cruz de Hierro. Se trata de Léon Degrelle», podía leerse en ABC al día siguiente. La cruz de la que hablaba este diario se la había impuesto nada menos que Hitler en febrero de 1944. En agosto de ese año, este mismo le otorgó también la Cruz de Caballero con Hojas de Roble, una distinción concedida a solo 883 militares en toda la guerra. En la ceremonia de entrega, llegó a decirle: «Si tuviese un hijo, me gustaría que fuese como usted». Aquellas palabras eran un reconocimiento mucho mayor que la distinción militar, que reflejaban la gran confianza y complicidad que tuvo con el «Führer».
Cuando escribió su carta al Papa se encontraba en Constantina, un pequeño pueblo de Sevilla, después de que el régimen franquista le diera cobijo. «Se sufrió en Auschwitz, es verdad, pero en otras partes también. Todas las guerras son crueles. Los centenares de miles de mujeres y niños atrozmente carbonizados por orden de los aliados en Dresde, Hamburgo, Hiroshima y Nagasaki tuvieron padecimientos más horribles que los sufridos por los deportados políticos (25% de la población total de los campos) y por los objetores de conciencia, anormales sexuales o criminales (75%), que padecían, y a veces morían, en dichos campos», justifica Degrelle.
Los datos de Degrelle
El belga aseguraba que las dos terceras partes de los deportados a los campos de concentración no murieron a causa de la cámaras de gas, que para él no habían existido, sino a causa del tifus, la disentería, el hambre y las esperas interminables en las estaciones de tren cuando terminó la guerra. Esto último debido a que los aliados habían bombardeado y destrozado las vías en las últimas semanas del conflicto. «Cabe pensar que en algún campo hubiese algún chiflado que procediera con experiencias de muerte inéditas o fantasías monstruosas en torturas o asesinatos», añadía después, por si acaso.
Para Degrelle, los desoladores balances que se han hecho del genocidio eran todos exagerados. No creía en los seis millones de muertos que, de media, daban todos los estudios hechos desde 1945. Ese mismo año que acabó la guerra, el Instituto de Asuntos Judíos de Nueva York ya situó los asesinados entre 5.659.600 y 5.673.100. Una cifra similar a la que fue revelada antes por William Höttl, antiguo miembro de las SS, que declaró que esa misma cantidad fue usada por Adolf Eichmann, el arquitecto de la solución final, en 1944. Nuestro protagonista, por lo tanto, tampoco habría aceptado el estudio realizado por el Holocausto Memorial Museum de Washington en 2017, que contabilizó 42.500 campos de concentración, guetos y factorías de trabajos forzados en los que murieron entre 15 y 20 millones de personas.
Degrelle se defendía ante el Papa con varios ejemplos: «En lo que concierne a la pretendida cremación en Auschwitz de millones de judíos en fantasmales cámaras de gas de Zyklon B, las afirmaciones repetidas desde hace tantos años, en una fabulosa campaña, no resisten un examen científico serio. Es descabellado imaginar que se hubieran podido gasear en Auschwitz a 24.000 personas por día en grupos de 3.000, en una sala de 400 metros cuadrados. Menos aún, a 700 u 800 en locales de 25 metros cuadrados de 1,90 metros de altura, como se ha pretendido a propósito del campo de concentración Belzec. En decir, la superficie de un dormitorio. Usted, Santo Padre, ¿lograría meter 700 u 800 personas en vuestro dormitorio?».
El negacionismo de Degrelle
Hasta su muerte en Málaga, en 1994, a los 87 años de edad, Degrelle hizo varias manifestaciones públicas similares. En 1985, por ejemplo, en sendas entrevistas concedidas a la revista «Tiempo» y a Televisión Española, negó el genocidio nazi e ironizó sobre los campos de exterminios. «Si en la actualidad hay tantos judíos, resulta difícil creer que hayan salido tantos vivos de los hornos crematorios», declaró. Y después añadió otras perlas como que «los judíos quieren siempre ser la víctimas, los eternos perseguidos. Y si no tienen enemigos, se los inventan». Para acabar manifendo su deseo de que «surja un nuevo Hitler, con lo que eso significa eso para el pueblo judío a la luz de la experiencia histórica».
Tanto indignaron aquellas palabras que una superviviente de Auschwitz, Violeta Friedman, emprendió acciones judiciales contra antiguo líder nazi. Llevaba 39 años de silencio sobre aquellos terribles días en el campo de exterminio, a donde fue deportada junto a toda su familia cuando tenía 14 años. Viajó durante tres largos días hacinada en un tren y, la misma noche de su llegada, sus padres, sus abuelos y su bisabuela fueron enviados a la cámara de gas. Ella y su hermana fueron liberadas en enero de 1945. La sentencia del juicio tardó seis años en llegar, pero ganó. Aquello fue la antesala para que, cuatro años después, se modificara el Código Penal y manifestaciones como las de Degrelle no quedaran impunes. En 2007, sin embargo, el mismo Tribunal suprimió en 2007 la negación del Holocausto como delito.
«¡Es una locura! ¡Todo esto es de locos!», insistía el viejo fascista en su carta de 1979. «Estas operaciones de gaseamiento, de corte de pelo, de extracción de dientes y de limpieza de órganos realizados a seis o siete millones de judíos, o a 15, según el padre Riquet; o sobre 20 millones, ¡más que los judíos existentes entonces en el mundo entero!, seguirían todavía si se admitieran las afirmaciones oficiales de los manipuladores de la historia de Auschwitz. ¡Entonces sí que tendría usted, Santo Padre, que taparse la nariz cerca de las cámaras de gas y transpirar al calor de los hornos de Auschwitz en el transcurso de su misa!», advertía.
La visita
Degrelle finalizaba su misiva con un intento algo retorcido de tender la mano a Juan Pablo II: «Nosotros somos todos hermanos: el deportado que sufre detrás de las alambradas y el soldado intrépido crispado sobre su ametralladora. Todos los que hemos sobrevivido a 1945 debemos perdonar, debemos amar. Desde usted, el polaco perseguido convertido en Papa; a mí, el guerrero convertido en perseguido, y los millones de seres humanos que hemos vivido de una manera u otra la inmensa tragedia de la Segunda Guerra Mundial. Todos con nuestros ideales, nuestros anhelos, nuestras debilidades y nuestras faltas. La vida no tiene otro sentido. Dios no tiene otro sentido».
A pesar de la carta, Juan Pablo II visitó Auschwitz el 8 de junio de 1979. Fue el primer Papa católico en acudir al mayor campo de concentración de la historia. Al llegar, rechazó el coche y quiso entrar y recorrer todo el recinto a pie. En el interior rezó cinco Ave Marías en voz baja y, a continuación, se dirigió al otro campo de concentración, Brzezinka, a tres kilómetros de distancia. Allí le esperaron más de medio millón de personas desde las primeras horas de la mañana para oír la primera misa de un Pontífice en un campo de exterminio: «En el lugar donde ha sido pisoteada de modo tan horrendo la dignidad humana, se ha conseguido la victoria mediante la fe y el amor», declaró ante la multitud.
Benedicto XVI hizo lo propio en su viaje apostólico de 2006 a Polonia: «El Papa Juan Pablo II estuvo aquí como hijo del pueblo polaco. Yo estoy aquí hoy como hijo del pueblo alemán, hijo del pueblo sobre el cual un grupo de criminales alcanzó el poder mediante promesas mentirosas, en nombre de perspectivas de grandeza, de recuperación del honor de la nación y de su importancia, con previsiones de bienestar y también con la fuerza del terror», preguntándose ante los presentes: «¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo esto? Con esta actitud de silencio nos inclinamos profundamente en nuestro interior ante las innumerables personas que aquí sufrieron y murieron».
Diez años después, el papa Francisco siguió los pasos de sus predecesores y visitó el antiguo campo de concentración. Allí rindió un homenaje silencioso a las víctimas del Holocausto y pidió a los periodistas que «le gustaría ir a ese lugar de horror sin discursos ni multitudes».