A lo largo de dos semanas, que culminarán el próximo 12 de noviembre, presidentes y delegaciones técnicas de 120 países, representantes de grandes empresas, científicos de las más variadas disciplinas y altos cargos de organismos multilaterales, acechados a toda hora por centenares de periodistas, han estado reuniéndose en la búsqueda de acuerdos que hagan viable la vida en el planeta.
Se trata de una Conferencia de las Partes –COP en inglés–, que tiene la tarea de hacer seguimiento al Convenio Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, suscrito por casi 200 países en 1992. Como es previsible, no han asistido los dos más peligrosos enemigos del modelo democrático: Rusia y China (a esta última debemos, además, nada menos que 27% de las emisiones de gases de efecto invernadero).
Hay que recordar aquí que, en 2015, se produjo un salto cualitativo con la firma del Acuerdo de París, que obliga a los países suscriptores a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. De lograrse, se evitaría que el aumento de la temperatura promedio del planeta rebase los 1,5 grados. Es decir, se evitaría que el estatuto de calentamiento global, causante de los desastres climáticos que ya está padeciendo el mundo, empeore todavía más.
Hablo de riesgos reales, concretísimos, que no son, como piensan algunos, expresiones de una cultura de la falsa alarma.
Del calentamiento global provienen las sequías prolongadas y los períodos de lluvias torrenciales que ya están dando origen a inundaciones devastadoras. Es el calentamiento global el que viene arrasando los cultivos, por ejemplo, en varios países de Centroamérica, dejando tras de sí una secuela de mayor empobrecimiento y migraciones forzosas. Del calentamiento global proviene la que debe ser la más masiva de las amenazas a la infraestructura, la demografía y las vidas humanas, que es la subida del nivel del mar, producto del deshielo de los polos y que, de producirse, acabaría con miles y miles de pueblos y ciudades a la orilla de los mares en los cinco continentes, afectando las vidas de más de 2.000 millones de personas que hoy habitan en esos lugares. Si eso llegara a ocurrir, las secuelas de pobreza, inestabilidad y violencia social, debacle alimentaria y escasez de materias primas sería de tal envergadura, que las proyecciones de un escenario tan catastrófico son, ahora mismo, prácticamente imposibles de imaginar o de escenificar por parte de los futurólogos.
Mientras estos debates urgentes asedian a los gobernantes de los países, y se les reclama por el cumplimiento de las metas y denuncian la insuficiencia de las mismas, el régimen de Maduro y sus cómplices se concentra en dos grandes tareas. En primer lugar, mantiene y protege el saqueo y la destrucción sistemática que constituyen las explotaciones del Arco Minero, que se puso en marcha en 2016 y que afecta directamente a la región Amazónica venezolana: casi 112.000 kilómetros cuadrados, que equivalen a más de 12% del territorio venezolano. En ese enorme espacio, la actividad extractiva alcanza proporciones dantescas: además de las operaciones mineras de empresas, que actúan entre el descontrol y la corrupción, existen miles de pequeñas minas ilegales a cielo abierto, de efectos devastadores para la superficie terrestre, la topografía, los bosques y los ríos, que son contaminados con ese peligroso agente para la vida humana que es el mercurio.
Ha sido ampliamente advertido por las organizaciones ambientales, perseguidas por el régimen, que han logrado visitar la zona: casi 300 especies de fauna y 580 de flora están siendo acabadas. Se las ha puesto en peligro de extinción. No hay en el planeta una destrucción que se le pueda comparar, ni siquiera la que viene ocurriendo con los bosques en la Amazonia brasileña. La venezolana, además, está acompañada por el asesinato de dirigentes indígenas, el desplazamiento de sus comunidades, el establecimiento de las narcoguerrillas y, en un sentido general, en el establecimiento de una enorme zona de alivio y tolerancia, protegida por el Estado venezolano, ahora habitada por grupos paramilitares, bandas delincuenciales, grupos dedicados al narcotráfico. Ese es el universo humano y productivo del que se extraen el oro, el hierro, la bauxita, el coltán, los diamantes y hasta las maderas, de las que viven los capos del régimen.
En segundo lugar, ante la inminencia de la Cumbre del Clima en Glascow, el régimen escoge el ridículo: organizó, junto con sus socios bolivianos, esta farsa: dos encuentros, uno en abril y otro en agosto, con nombre de “Reencuentro con la Madre Tierra”, para “fijar una posición conjunta” de los integrantes del Alba-Tratado de Comercio de los Pueblos ante la COP 26. El comunicado de prensa, que puede leerse en Internet, tiene esta propiedad: no es más que un palabrerío sobre la nada, cuyo único propósito es ocultar que, mientras tanto, la destrucción de la Amazonia venezolana continúa de forma irreversible.
Pero todavía hay algo más que comentar aquí: ahora mismo se está debatiendo considerar el ecocidio como un delito en contra del conjunto de la humanidad. Copio la definición de un reportaje del periodista Guillermo Altares, publicado en El País: “Se entenderá por ecocidio cualquier acto ilícito o arbitrario perpetrado a sabiendas de que existen grandes probabilidades de que cause daños graves que sean extensos o duraderos al medio ambiente”.
Por esa razón mencioné al fiscal de la Corte Penal Internacional en el título de este artículo: porque es probable que, muy pronto, a los expedientes de asesinatos, torturas, secuestros y desapariciones forzadas, haya que sumar el ecocidio ejecutado en contra de la Amazonia venezolana, contra los traidores a la patria que lo han organizado y consentido.
Este artículo fue publicado originalmente en El Nacional el 7 de noviembre de 2021