Eran dos desgraciados, dos desesperados que en vez de bracear contra la corriente de una vida miserable, decidieron matar. En 1959, Richard Hickock y Perry Smith eran carne de prisión, compañeros de celda en la cárcel estatal de Kansas, Estados Unidos. Hickock por librar cheques sin fondos, por fraudes menores y por pederasta. Smith, un tipo sin educación formal, estaba a punto de terminar una condena por robo a mano armada.
Por Infobae
Un recluso amigo, Floyd Wells, les dio el dato de su vida: había un granjero en las afueras de Holcomb, un pequeño pueblo no demasiado lejos de la cárcel de Garden City donde estaban encerrados, que guardaba una fortuna en dólares de la época: diez mil. Estaban en una caja fuerte de la casa, que se levantaba en medio de la granja. El apellido del granjero, Clutter. El golpe era una papa para los dos desgraciados. Ni bien obtuvieron la libertad condicional, decidieron ir a la granja de los Clutter, alzarse con los dólares y huir a México, a empezar una vida nueva. Nada podía salir mal.
Herbert William Clutter no tenía ni caja fuerte, ni diez mil dólares; a los 48 años, su única fortuna era su familia, su mujer, Bonnie y sus cinco hijos, cuatro mujeres y un varón. Las dos hijas mayores ya no vivían con la familia: Eveanna se había casado y formado una nueva familia, Beverly estudiaba enfermería en Kansas. Los Clutter vivían con Nancy Mae, de dieciséis años y con Kenyon Neal, de quince.
La granja “River Valley” era considerada una de las mejores y su dueño era el segundo hombre más rico de la región. Presidía la Confederación de Organizaciones Granjeras de Kansas y había sido miembro del Comité de Créditos Agrícolas. Era un activo fiel de la Iglesia Metodista, enemigo del alcohol, no contrataba en su granja a nadie que bebiera. Su mujer, Bonnie Fox de soltera, lidiaba en esos días de noviembre de 1959 con una depresión que la había llevado por más de cuatro años a consultar diversos psiquiatras hasta que, una semana antes de que Hickock y Smith se metieran en la granja, le habían asegurado que la raíz de su mal no era mental, sino física. Y que una operación de columna terminaría con sus crisis emocionales.
Los chicos Clutter eran todo lo populares que podían ser en Holcomb: Nancy participaba del club 4H, que desarrollaba programas de ayuda a los jóvenes, de orientación, de despliegue de habilidades personales, con ayuda de un adulto, para enfrentar los años por venir, encontrar una vocación y una carrera a estudiar. Kenyon Neal también participaba del club 4H, usaba anteojos de grueso cristal, lo que no le impedía soñar con una vida dedicada al atletismo. Los dos habían prestado el juramento de rigor para el club, que aún reza: “Prometo usar mi MENTE para pensar con más claridad, mi CORAZÓN para ser más leal, mis MANOS para ser más servicial, mi SALUD para cuidarme más, por mi club, mi comunidad, mi país y mi mundo.”
A las once y media de la noche del sábado 14 de noviembre de 1959, hace sesenta y dos años, la apacible vida de los Clutter terminó para siempre. Hickock, de veintiocho años, y Smith, de treinta y uno, sorprendieron a los cuatro miembros de la familia cuando dormían, los ataron, los amordazaron y empezaron a buscar la caja fuerte y los diez mil dólares. Cuando comprobaron por fin que la información que tenían era equivocada, o falsa, y para no dejar testigos, asesinaron a sus cuatro rehenes.
El primero en morir fue Herbert, a quien habían llevado al sótano de la casa y atado de pies y manos. Smith le cortó la garganta con un cuchillo de caza. En la desesperación, Clutter logró soltar su mano izquierda, Smith se asustó y le disparó en la cabeza con una escopeta. Después fueron por Kenyon, que estaba también atado sobre un sofá, en otro ambiente del sótano. Smith le disparó en la cara, cerca de la nariz, y le destrozó la cabeza. Después, con un humor de verdugo, le soltó una ironía a su amigo: “Me gustaría ver cómo va a hacer el embalsamador para rellenar ese agujero”. A Nancy Clutter la asesinaron en su cuarto, al lado de un gran oso de felpa que le recordaba su niñez recién dejada atrás; Smith le disparó un escopetazo en la parte posterior de la cabeza, detrás del oído derecho, sin escuchar las súplicas de la muchacha. Por último, Smith asesinó a Bonnie Clutter, atada y amordazada en la cama de su cuarto, con un disparo en la sien izquierda. Antes de escapar, se alzaron con su botín: unos prismáticos, una radio a pilas y cuarenta dólares.
A la mañana siguiente, extrañadas de que los Clutter no hubieran ido al servicio dominical de la iglesia metodista, Susan Kidwell y Nancy Ewalt, dos amigas de Nancy, fueron a buscarla. Entraron en la casa, de la misma forma que habían entrado la noche anterior los asesinos: en Holcomb nadie cerraba la puerta de su casa con llave, y descubrieron espantadas los asesinatos.
La policía estaba desconcertada. Cuatro asesinatos simultáneos y tanta violencia eran inusuales en Holcomb, en Kansas y aún en aquellos Estados Unidos gobernados por Dwight Eisenhower, con excepción de los crímenes mafiosos. No sólo no había rastros, no había un motivo que llevara a identificar a un sospechoso, en la casa no faltaba nada, ¿quién en ese pueblo inocente podía haber hecho algo así? Y si el asesino no era del pueblo, ¿por qué tanta ensañamiento?
Con las tribulaciones de los detectives terminó la confesión de Floyd Wells, el tipo que les había contado a Hickock y a Smith lo de la caja fuerte y los dólares. Con el nombre y apellido, y las fotos, de los principales sospechosos, a la policía le llevó un mes y medio dar con ellos: los pescaron en México el 30 de diciembre de 1959. Smith quiso repartir las culpas de los crímenes, pero al final admitió que él había disparado los escopetazos y cortado la garganta de Herbert Clutter. Los juzgaron y los ahorcaron cinco años y medio después en la prisión de Lansing, Kansas.
El asesinato estaba destinado a ser uno más en las páginas de sangre de la historia criminal de Estados Unidos. En cambio se transformó en el crimen del siglo, gracias a tres o cuatro hechos casuales. El primero, la cobertura del caso que hizo la revista Time: una breve nota a una columna, que relataba los asesinatos y la búsqueda de los autores, con ese estilo seco y despojado del periodismo americano. El título era perfecto: tres palabras breves y cortantes, a una palabra por línea en el ancho breve de la columna: “In cold blood – A sangre fría”.
El segundo hecho fortuito es que la historia, y sobre todo el título, interesaron a William Shawn, legendario editor de la revista New Yorker, que no sólo pensó en contar lo no contado de esa historia, sino en reflejar cómo había pegado tanto horror en un quieto y tranquilo pueblo de Kansas. Lo que más le fascinaba a Shawn era que creía tener en la plantilla de la revista, al periodista ideal para una nota de ese tipo: Truman Capote, de treinta y cinco años y ya un escritor famoso, un niño terrible de la literatura americana, que también había leído la columna de Time, “In cold blood”, que también se había sentido atraído por la historia y que, con el tiempo, titularía así, “In cold blood, A sangre fría”, su libro más famoso, el que creó un género nuevo en la narrativa literaria y periodística. La non fiction.
El último hecho casual fue que, en principio, Capote tenía dos posibilidades de nota para New Yorker: los crímenes de Kansas eran muy atractivos, pero también debía retratar la vida de una mucama por horas que no conoce a los dueños de casa para los que trabaja. ¿Qué hacer? ¿Cuál de las dos notas debía elegir? Capote lo consultó con su amiga Slim Keith, que le dio el consejo que cambió su vida para siempre: “Truman, hacé lo más fácil: andá a Kansas”.
Truman también era un desesperado. Tal vez con la intensidad de Hickock y de Smith, pero que había elegido pelear contra la corriente de su propia vida. No se llamaba Capote, sino Truman Streckfus Persons. Sus padres se habían conocido y casado en 1923 cuando ella, Lilie Mae Faulk tenía diecisiete años y él, Arch Persons, veintiséis. El bebé llegó el 30 de septiembre de 1924, cuando los padres ya estaban separados. Lilie Mae fue a parir a Truman donde estaba Arch, pero Arch la echó y la mandó a casa de familiares en Monroeville, Alabama, al rincón más polvoriento del sur profundo de Estados Unidos. “Tuve una niñez difícil –recordaría el Truman ya adulto– Difícilmente veía a mi padre: él se casó tres o cuatro veces. Mi madre no era mala conmigo; simplemente tenía otros intereses. No pasé privaciones económicas; siempre hubo dinero para mandarme a buenas escuelas y todo eso. Pero simplemente sufrí un total abandono emocional. Nunca sentí que perteneciera a ningún lugar”.
Cuando se es víctima del desamor, lo único que te queda a mano es la desesperación. Y el terror. Y, si hay suerte, un coraje denodado para afrontar lo insoportable. Cuando su madre cambió de nombre y de vida, pasó a ser Nina y la esposa del cubano Joe Capote; se fue a vivir a Brooklyn con su crío y su nuevo marido. Capote le dio el apellido al bebé, que lo veneró por siempre. A los diecisiete años, Truman era el aprendiz de reportero más joven de New Yorker: era bello, de intensos ojos azules, pelo colorado, voz de pito, modos afeminados y poses provocativas. A los veintitrés años, en 1948, su primer libro, “Otras voces, otros ámbitos”, lo metió de cabeza en el mundo de la literatura, de la fama y del jet set que entonces no se llamaba ni jet, ni set.
Así era el Capote que viajó a Kansas, con una percepción de sí mismo que le hizo decir: “Soy tan alto como una escopeta e igual de ruidoso”. Y en búsqueda acaso de una madurez que tal vez nunca llegó, hundida en el ancla de los ambiguos sentimientos de su madre que en 1956, tres años antes del asesinato de los Clutter, se había suicidado con barbitúricos.
Viajó a Kansas con otro ancla, el de la famosa escritora Harper Lee, que en 1960 había asombrado al mundo con su fantástica “Matar un ruiseñor”, una novela corta ganadora del Pulitzer, que el cine, Gregory Peck y el director de la película, Robert Mulligan, harían todavía más famosa en 1962.
En 1966, cuando su relato “A sangre fría” ya era una celebridad en sí misma, Capote tiraría un poco abajo la ayuda que le había brindado Harper Lee: “Me hizo compañía mientras senté base allí. Creo que estuvo conmigo durante un total de dos meses. Hizo varias entrevistas; tomaba sus propios apuntes. Yo los consultaba. Fue una gran ayuda en el comienzo, cuando no avanzábamos demasiado con la gente del pueblo. Se hizo amiga de las esposas de la gente que yo quería conocer, de los asistentes a misa. Un diario de Kansas dijo el otro día que todos cooperaron maravillosamente porque yo era un escritor famoso. La realidad es que no había ni una sola persona en el pueblo que hubiera oído acerca de mí”.
“A sangre fría” es una tragedia griega, una gigantesca investigación de seis años, en los que Capote vivió en Kansas, reconstruyó la historia de los Clutter y de sus asesinos, pintó con el pincel de Tolstoi la aldea estadounidense inmersa en la Guerra Fría y a la que puso punto final sólo cuando Hickock y Perry, a quienes el escritor entrevistó en sus celdas, fueron colgados el 14 de abril de 1965. Truman, que se había sentido atraído por Perry, presenció la ejecución de ambos.
En 2017 el asesinato de los Clutter deparó más sorpresas. Una investigación periodística de The Wall Street Journal reveló que Hickock había redactado un manuscrito de doscientas páginas, su propia versión de los crímenes, que ese relato jamás había sido publicado y que Capote había contribuido a que se perdiera en la historia. Primero intentó comprarlo. Y cuando fracasó, lo silenció. En ese escrito, Hickock describe el terror de los Clutter, las falsas promesas de los asesinos que les aseguraron que no les iba a pasar nada, revela la siniestra ironía de Smith sobre el embalsamador y el agujero en la cabeza de Kenyon y desgrana una increíble frialdad en la que no hay una sola muestra de arrepentimiento. La única diferencia con el texto de Capote es que afirma que se trató de un crimen por encargo. Que una persona de apellido Roberts les había prometido diez mil dólares, los dichosos diez mil dólares, para asesinar a toda la familia.
Los expertos ven en ese manuscrito un intento de Hickock de ganar dinero. Ralph Voss, autor de “Truman Capote y el legado de A sangre fría”, afirmó: “Yo no me creería nada de Hickock. Se desencantó con Capote cuando el escritor empezó a visitarlos en la cárcel. Pensó que iba a ayudarlos y, cuando vio que no, buscó su modo de ganar dinero. Su texto no aporta nada significativo a lo publicado por Capote. Y no hay rastros de ese tal Roberts que habría encargado el asesinato”.
Ya condenado a muerte, el asesino entregó el texto al periodista de Kansas Mack Nations, que manejó dos copias. La primera la envió en 1962 a la fiscalía. Y la otra copia, después de una breve reescritura, la envió a la editorial Random House. La fiscalía no prestó ninguna atención al documento y Random House, que había firmado contrato con Capote, le devolvió el texto a Nations.
Capote tuvo miedo: su novela aún no había sido publicada, aparecería después de las ejecuciones, y ya circulaba un texto sobre los crímenes escrito por el propio asesino. Espantado por la inminente competencia, Capote se entrevistó con Hickock, llamó a Nations para comprar el manuscrito, dos maniobras que no tuvieron éxito. La suerte jugó a favor de Capote: Nations fue detenido en esos días por evasión de impuestos e intento de soborno. Lo único que salió a la luz fue un breve resumen del texto de Hickock en una revista de breve vida. “Lo leí y era un texto sensacionalista y de poco valor”, reveló Voss.
El relato de Capote apareció en 1966, al año siguiente de la ejecución de Hickock y Perry. En 1967 fue llevada al cine por Richard Brooks con Robert Blake y Scott Wilson en el papel de los asesinos. En 1968, Nations murió en un accidente de tránsito y su copia del manuscrito de Hickock se perdió. Sobrevivió sólo la copia que llegó a la fiscalía, que el fiscal Robert Hoffman legó a su hijo Kurt. Capote nunca hizo referencia alguna al manuscrito de Hickock. Según Voss, Capote moldeó un poco la realidad a su narrativa y evitó toda referencia a la relación homosexual entre los dos asesinos, “porque sabía que era contraria a sus deseos de lograr un best seller”. También eludió revelar la atracción que sintió por Perry a lo largo de sus entrevistas en la cárcel. El 14 de abril de 1965 fue uno de los veintiún testigos de la ejecución de los asesinos de la familia Clutter.
Richard Hickock murió a las 0:41. Sus últimas palabras fueron: “Sólo quiero decir que no les guardo rencor. Me están enviando a un mundo mejor de lo que éste fue para mí”. A la 1:19 Perry Smith subió al cadalso e intentó un breve discurso de tono moral: “Pienso que es una cosa infernal quitar la vida de este modo. No creo en la pena de muerte, ni legal ni moralmente. Puede que hubiera podido contribuir en algo… No sirve de nada que pida perdón por lo que hice. Hasta está fuera de lugar. Pero lo hago. Pido perdón”.
Truman Capote murió pocos meses después de proclamar a gritos: “Soy alcohólico, soy drogadicto, soy homosexual. Soy un genio”. Llevaba razón. El 25 de agosto de 1984, en la mansión de Los Ángeles de Joanne Carson, esposa del animador Johnny Carson, Capote despertó pálido y agotado. Habló con la dueña de casa durante tres o cuatro horas, en especial de su madre. No había bebido, pero hallaron en su sangre rastros de Valium, Dilantin, codeína y Tylenol y de otras tres marcas diferentes de drogas. Joanne Carson contó que Truman le había impedido llamar a los médicos: “No quiero volver a pasar por todo eso. Si te importo algo, no hagas nada, déjame ir…”.
Por último, su voz se hizo un susurro y dijo: “Mamá, mamá… Siento frío”. Murió a las 12.21.