Las elecciones del próximo domingo 21 de noviembre marcan el retorno de la mayoría de los opositores al camino electoral. No fue una decisión sencilla. Los dirigentes del G-4 y los grupos reunidos en torno de la antigua Mesa de la Unidad Democrática (MUD) se vieron obligados a corregir las decisiones anteriores. Fraguar argumentos para justificar por qué no participaron en los comicios presidenciales de 2018 convocados por la Asamblea Constituyente presidida por Diosdado Cabello, ni en las legislativas de diciembre de 2020; pero, en cambio, sí acordaron hacerlo en las actuales elecciones regionales. Tuvieron que hilar fino para no quedar como incongruentes y oportunistas que dan saltos injustificados, como el ala más radical de la oposición los acusaba. Las interrogantes no eran sencillas de despejar.
Las votaciones a partir de 1999 –cuando el chavismo diseñó para la elección de los miembros de la Constituyente el kino que entubó a sus electores, permitiéndoles obtener más de 90% de las bancadas con sólo 56% de los votos- han estado rodeadas de ventajismo, violaciones al principio de representación proporcional, presiones y chantajes a los electores y, especialmente grave, parcialidad obscena de las máximas autoridades del Consejo Nacional Electoral. Además de este ambiente degradado, la oposición fomentó expectativas que no se vieron satisfechas. Las derrotas del referendo revocatorio de 2004, la pérdida de Henrique Capriles frente a Nicolás Maduro y el desconocimiento en la práctica por parte del régimen de la extraordinaria victoria en los comicios parlamentarios de 2015, promovieron el gusanillo del escepticismo y las dudas en relación con la eficacia del sufragio.
A la oposición democrática le costó entender que los regímenes autoritarios surgidos después del derrumbe del Muro de Berlín y la aprobación del Estatuto de Roma -cuando la violación de los derechos humanos y los crímenes de lesa humanidad pasaron a ser imprescriptibles- necesitan de las elecciones periódicas, no porque crean en ellas, sino porque así se maquillan de ‘democráticas’. Disimulan sus aristas más agresivas. Si esta realidad es comprendida, entonces puede asumirse sin complejos de culpa que donde ese modelo impere, los comicios nunca serán completamente justos, transparentes y competitivos, como ocurre en las sociedades democráticas genuinas. Ahora bien, esas limitaciones y distorsiones condenables no pueden convertirse en excusa para no participar en las elecciones convocadas por el grupo dominante, cuando el llamado va acompañado de algunas garantías consideradas mínimas. Es el caso de Venezuela.
Sería absurdo, por ejemplo, equiparar las votaciones del 7 de noviembre organizadas por la dictadura de Daniel Ortega con la consulta de las elecciones regionales venezolanas. En el caso de Ortega, se encarcelaron o secuestraron todos los aspirantes opositores. En Venezuela, con las limitaciones habidas, se les abrió la puerta a dirigentes ubicados sin atenuantes en la oposición -como Tomás Guanipa, José Manuel Olivares y Américo de Grazia-, para que vinieran a competir por gobernaciones y alcaldías. Esas diferencias de matices entre esquemas autoritarios deben considerarse en el análisis político. Aunque se parecen, los patrones de Ortega y Maduro no son iguales. Tampoco Venezuela es igual a Cuba, donde la oprobiosa tiranía de los Castro –que utiliza como fachada a ese fantoche llamado Miguel Díaz-Canel-, impidió la marcha pacífica de protesta prevista para el lunes 15 de noviembre.
Una de las vías para evitar que esos primos hermanos terminen siendo siameses, se pavimenta con la participación en los comicios y el uso del voto en cuanto instrumento de lucha y expresión del descontento popular. El chavismo-madurismo lleva más de dos décadas pervirtiendo el sufragio. Deformándolo y mediatizándolo. Inhabilita candidatos, proscribe partidos políticos históricos, promueve ‘alacranes’ y esquiroles, se hace el desentendido con agrupaciones que en pocos años adquieren un músculo financiero inusitado e inexplicable. Sin embargo, allí están las organizaciones políticas de mayor arraigo batallando por conservar su espacio y agrandarlo. Allí están también los ciudadanos sacudiéndose el pesimismo y el desgano. Diciendo que quieren elegir sus autoridades regionales y locales porque esas fueron conquistas de la sociedad civil hace tres décadas.
El domingo 21 de noviembre la concurrencia de los electores a los centros de votación no significará un cambio radical en la situación de miseria que vive el país. Pero, sí podría ser el comienzo de un nuevo ciclo de la lucha democrática y un mensaje al mundo de que los venezolanos queremos recuperar la libertad plena, deseamos revitalizar la descentralización, aspiramos a acompañar a los nuevos y viejos liderazgos que pugnan por sobrevivir, y estamos dispuestos a iniciar nuevas batallas con el respaldo de la comunidad internacional y la acumulación de fuerzas internas.
Hay que ir a los centros electorales porque para derrotar el autoritarismo y alcanzar nuevos logros, hay que aprovechar la herramienta más eficaz que poseen los ciudadanos en una sociedad que todavía no está envuelta en un indeseable conflicto bélico: el voto.
@trinomarquezc