Los oficiales acá no pueden ir a un restaurante en sus días de descanso, algunos comercios los tienen vedados para comprar alimentos y si sus familias los visitan, son también atacadas, amenazadas y, en algunos casos, asesinadas.
Por BBC
Las comisarías están protegidas con mallas y sacos de arena cual búnker de guerra, tienen las ventanas selladas con cemento o ladrillos y en sus paredes húmedas y descascaradas destacan los balazos de recientes tiroteos.
Confinados, los uniformados pasan sus días custodiando la base desde pequeños agujeros panópticos. Anhelan salir de una zona a la que, según conocedores de la lógica policial, solo pudieron haber sido asignados producto de un castigo.
“Esto es un infierno, no podemos salir”, dice un oficial. “Esto es crónica de una muerte anunciada”, señala otro. Y uno más: “Para mí la prioridad acá es acabar con el periodo que me asignaron y, claro, salir vivo de esto”.
Tibú es la puerta de entrada al Catatumbo, una vasta región de selvas, montañas y humedales que comparten Colombia y Venezuela donde la producción de cocaína goza de un nuevo auge y los grupos armados se han fragmentado y proliferado.
Hace un mes, el asesinato de dos jóvenes venezolanos que fueron encontrados robando pantalones puso el foco nacional en este municipio de 40.000 habitantes.
El miedo que se vivió acá en el peor momento de la guerra, los años 90, parece resurgir a medida que el narcotráfico se reinventa y la paz firmada por el Estado y la guerrilla en 2016 muestra sus grietas.
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