La mañana del 4 de enero de 1952, Ernesto Guevara se mueve inquieto alrededor de la moto estacionada frente a su casa porteña. En la vereda, su madre, Celia De la Serna, no quiere soltar a Alberto Granado, el amigo de su hijo y compañero en el viaje que van a emprender en apenas unos instantes. Finalmente, lo suelta.
Por Infobae
-Prometeme que lo vas a cuidar y que va a volver para recibirse… Un título nunca sobra – le dice.
Granado se lo promete. No es que esté seguro de poder cumplir, pero quiere que Celia lo suelte de una vez por todas.
Finalmente, la Norton con motor de 500 centímetros cúbicos, bautizada La Poderosa II, arranca con Alberto al volante y Ernesto detrás. Cuando doblan en la esquina los dos suspiran aliviados.
Desde hace más de dos meses que vienen planeando ese viaje, una verdadera aventura -así la imaginan – que los llevará por América Latina y quizás todavía más lejos. La primera vez que lo pensaron fue el 17 de octubre del año anterior, bajo un árbol del patio de la casa de Granado, en Córdoba, mientras Alberto intentaba arreglar un desperfecto de la moto.
-¿Y si nos vamos a Norteamérica? – había preguntado Ernesto, de sopetón.
-¿Cómo? – había preguntado Alberto.
-Con La Poderosa, hombre…
Ahora, la mañana del 4 de enero, después de despedirse de Celia, enfilan hacia el sur.
Ernesto tiene 23 años y le faltan pocas materias para recibirse de médico, Alberto tiene 29 y es bioquímico. Para Guevara, el viaje durará siete meses, aunque todavía no lo sabe.
La otra despedida
El primer destino es Miramar, donde Ernesto quiere despedirse de su novia, María del Carmen Ferreyra, “Chichina”.
Esa despedida se le hará más difícil que la de Celia. “Los dos días programados se estiraron como goma hasta hacerse ocho y con el sabor agridulce de la despedida mezclándose con mi inverterada halitosis… Alberto veía el peligro y ya se imaginaba solitario por los caminos de América, pero no levantaba la voz. La puja era entre ella y yo”, escribirá Ernesto en el diario que ha decidido llevar, igual que Granado, para registrar sus experiencias durante el viaje.
Antes de que partieran, Chichina le dio 15 dólares a Ernesto, haciéndole prometer que le compraría un traje de baño en los Estados Unidos.
-Aunque pase hambre, no los voy a gastar hasta comprarte la malla – le asegura Ernesto.
Desde el sur a Chile
El 16 de enero llegan a Bahía Blanca, con Ernesto accidentado. Una caída de la moto le hizo golpear la pierna con un cilindro recalentado y la herida se resiste a cicatrizar. Aún así avanzan y hacen noche en comisarías, hospitales o refugios. Comen poco, porque el dinero escasea desde el principio.
El 14 de febrero llegan a la frontera con Chile y desde allí ponen rumbo hacia el norte, hacia Osorno. Llevan a La Poderosa en la caja de una camioneta, porque han conseguido trabajo transportando el vehículo hasta esa ciudad. Los apuntes de Guevara muestran su sorpresa al toparse con el Chile indígena. “Es algo totalmente diferente a lo nuestro y algo típicamente americano, impermeable al exotismo que invadió nuestras pampas”, anota.
En la ciudad, Ernesto consigue que les hagan un reportaje en el periódico Austral. Tanto él como Alberto mienten descaradamente: “Dos expertos argentinos en leprología van hacia la isla de Pascua”, titula el diario.
Siguen en La Poderosa hasta Temuco y después hacia Lautaro, donde sufren otro accidente y se les rompe el cuadro y el chasis que protege la caja de velocidades.
Allí les repararán la moto y Ernesto se meterá en problemas.
Una borrachera, una mujer y su marido
Cuando la moto está arreglada, los mecánicos del taller los invitan a un baile en las afueras del pueblo y el vino les juega una mala pasada.
En su diario, Guevara lo contará así: “Resolvimos tirar una cana al aire en compañía de unos ocasionales amigos que nos convidaron a tomar unas copas. El vino chileno es riquísimo y yo tomaba con una velocidad extraordinaria, de modo que al ir al baile del pueblo, me sentía capaz de las más grandes historias (…) Uno de los mecánicos del taller, que era particularmente amable, me pidió que bailara con la mujer porque al él le había sentado mal la mezcla, y la mujer estaba calentita y palpitante y tenía vino chileno y la tomé de la mano para llevarla afuera; me siguió mansamente pero se dio cuenta de que el marido la miraba y me dijo que ella se quedaba; yo ya no estaba en situación de entender razones e iniciamos en medio del salón una puja que dio como resultado llevarla a una de las puertas, cuando ya toda la gente nos miraba, en ese momento intentó tirarme una patada y como yo seguía arrastrándola le hice perder el equilibrio y cayó estrepitosamente. Mientras corríamos hacia el pueblo, perseguidos por un enjambre de bailarines enfurecidos, Alberto se lamentaba de todos los vinos que le hubiera hecho pagar al marido”.
Escaparon de Lautaro esa misma noche. Cuando ya estaban a salvo, Granados le exigió:
-Debemos prometer no conquistar a mujeres en bailes populares.
Ernesto, y “el gusano comunista”
Seguirán hacia el norte con La Poderosa, pero al llegar a Santiago de Chile la moto ya no da para más.
-Este es el cadáver de una vieja amigo – dice Granados, a la manera de una oración fúnebre, antes de dejar abandonado al armatoste irrecuperable.
“Hasta cierto punto éramos los caballeros del camino. Ahora ya no éramos más que dos linyeras”, escribe Ernesto en su diario.
De ahí en más harán dedo, viajarán como polizontes en un barco de carga, y pedirán hospitalidad en campos y ciudades hasta llegar a Antofagasta, donde recorren la zona minera.
Allí conocen a un minero comunista que les cuenta la política de represión y explotación a los que son sometidos por una compañía inglesa.
Guevara anota en su diario: “Realmente apena que se tomen medidas de represión para personas como éstas. Dejando de lado el peligro que puede ser o no para la vida sana de una colectividad, el gusano comunista que había hecho eclosión en él no era más que un natural anhelo de algo mejor”.
El 23 de marzo salen de Chile. En menos de un mes y medio, Guevara y Granado llevan recorridos más de 3.500 kilómetros de sur a norte.
Dos “médicos” en Perú
Entre el 24 y el 31 de marzo de 1952, los dos viajeros recorren el lago Titicaca y avanzan lentamente hacia Cuzco. Comen lo que consiguen y se alojan donde pueden. En una casa de campesinos se presentan como dos médicos argentinos. Años después Granado contará que, al escucharlos, el dueño de casa les contestó:
-De la tierra de Perón y Evita, donde no joden a los indios como aquí.
En Cuzco quedan maravillados. “Un impalpable polvo de otras eras sedimenta entre sus calles”, escribe, poético, Guevara. Y del Machu Picchu dirá: “Es el marco necesario para extasiar al soñador”.
En abril, cuando se dirigen al hospital de leprosos de Huambo, que Ernesto quería visitar, Guevara sufre un tremendo ataque de asma, el peor de todo el viaje. Se recupera en un puesto de la policía. “Arropado con una manta del policía encargado, miraba llover mientras fumaba, uno tras otro, cigarros negros, que aliviaban algo mi fatiga”, cuenta en el diario.
Llegan a Lima el 1° de mayo y lo sienten como una bendición. No les quedaba un centavo, pero allí los esperaba un refugio, la casa del médico Hugo Pesce, con quien Ernesto había hecho contacto desde Buenos Aires antes de partir.
Durante diez días comen bien, duermen en camas con sábanas, les lavan la ropa y los pasean por la ciudad. Todo es obra de Zoraida, la esposa de Pesce. “Zoraida se vuelve el hada madrina de los dos argentinos. Les lava la ropa, les completa la dieta con panes y mermelada y les pone tangos en su radiola. Se piensa que la relación entre Ernesto y Zoraida fue mucho más que amistosa. El autor está convencido de que así fue; Zoraida hablará de ‘una amistad fraternal’”, escribe Paco Ignacio Taibo II en su biografía Ernesto Guevara, también conocido como El Che.
Taibo también cuenta un episodio que muestra a un Guevara desagradecido con su benefactor. Pesce le había dado para que leyera su libro Latitudes del silencio. Al despedirse, le pregunta su opinión. “Ernesto no resiste y lo crucifica. Le dice que es un mal narrador”, relata.
Granado lo quiere matar. Pesce acababa de regalarles dos trajes nuevos para que reemplazaran los harapos con los que habían llegado a Lima.
Los jíbaros y el leprosario
Después de Lima se internan en la Amazonia. En una carta a sus padres, Ernesto les dice: “Si dentro de un año no tienen noticias nuestras, busquen nuestras cabezas reducidas en algún museo yanqui, porque atravesaremos la zona de los jíbaros”.
Navegan en dos barcos por el río Amazonas hasta llegar al leprosario de San Pablo, en medio de la selva. Allí, el 14 de junio, Guevara celebrará su cumpleaños número 24. Para festejarlo, se larga a cruzar el Amazonas a nado, desde el hospital hacia una isla de leprosos. Granado intenta detenerlo, pero no puede.
-¡Ernesto, volvé, que tu vieja me mata! ¡Ernesto, volvé, la remil puta que te parió! – le grita inútilmente.
Al final logra cruzar y en la isla espera que vayan a buscarlo en un bote.
Unos días después, navegando en una balsa que les fabricaron los leprosos, llegarán a Leticia. Ya están en Colombia.
Directores técnicos
En Leticia consiguen el mejor trabajo de todo el viaje y de pura casualidad. Mientras caminan por el pueblo, los intercepta el gerente del club Independiente Sporting de Leticia, que tiene un equipo de fútbol. Si son argentinos, saben de fútbol, piensa el hombre y los invita a dirigir el equipo.
“Jugaban como los argentinos en la década del 30 con el arquero clavado bajo los palos, los zagueros metidos dentro del área y la línea media corriendo toda la cancha”, recordará Granado años después.
En pocos días, Ernesto y Alberto les enseñan a marcar hombre a hombre y les hacen practicar delanteros contra defensores. Pero no solo eso, también juegan: Guevara de arquero y Granado de delantero.
Llegan a jugar un torneo relámpago y ganan el primer partido con un gol de Granado, a quien los hinchas ya han bautizado “Pedernerita”, por el histórico delantero de la selección argentina. Pierden la final por penales, pese a que Guevara logra atajar uno, pero todos festejan como si hubieran ganado la copa.
A pesar de que les ofrecen seguir entrenado al equipo, Guevara y Granado venden lo que les queda de la balsa, cobran su salario de técnicos y se van a Bogotá.
Problemas con la policía
En la capital colombiana todavía repercuten los efectos del “bogotazo”. La policía patrulla las calles con armas largas y cualquier gesto de un civil puede leerse como una provocación.
“Por una tontería se enredan con las arbitrariedades de la policía colombiana, que los detiene, amenazándolos con la deportación. Una noche, Ernesto estaba haciendo un plano en la tierra con un pequeño puñal para orientarse en Bogotá, cuando unos policías los detiene y les requisa el cuchillo. Al tratar de reclamar al día siguiente, son detenidos de nuevo y amenazados. “Granado se indigna no sólo por los abusos policíacos, sino también por la apatía de la gente, que les recomienda que no se metan en líos”, relata Paco Ignacio Taibo en su biografía del Che.
El 14 de julio cruzan a Venezuela. Están nuevamente sin dinero y Granado empieza a presionar a Ernesto para que vuelva a Buenos Aires y termine sus estudios, como le ha prometido solemnemente a su madre.
El 31 de julio de 1952 se despiden. Ernesto toma un vuelo con escala en Miami y destino final en la capital argentina.
Diarios de motocicleta
De regreso, Ernesto Guevara estudia febrilmente para rendir las materias que le faltan para terminar la carrera. Se recibe de médico el 11 de abril de 1953.
Mientras tanto, en sus ratos libres, repasa los apuntes tomados durante su aventura, a los que titula “Notas de viaje”.
En una nota introductoria de esa época escribe: “El personaje que escribió estas notas murió al pisar de nuevo tierra argentina. El que las ordena y pule, ‘yo’, no soy yo; por lo menos no soy el mismo yo interior. Este vagar sin rumbo por nuestra ‘Mayúscula América’ me ha cambiado más de lo que creí”.
Ese texto, el diario escrito por Granado y los recuerdos del compañero de viaje del Che sirvieron de base para el guion de Diarios de motocicleta, la película dirigida por Walter Salles estrenada en 2004, con Gael García Bernal en el papel del joven Ernesto Guevara y Rodrigo De la Serna -cuyo apellido es el mismo de la madre del Che – en la piel de su amigo Alberto Granado.
En abril de 1953, con el título de médico en sus manos, Ernesto Guevara no imaginaba que algún día se lo conocería como El Che. Por entonces solo pensaba en partir nuevamente de viaje, otra vez por la Latinoamérica que lo había enamorado.