La llamaban “la Marilyn de Paramount” y fue la musa de las fantasías de Fellini: la diosa exuberante que enamoraba a Mastroianni en La Dolce Vita. Pero tuvo un final amargo: sola, descartada, y en la pobreza. Al cine no le interesaba una diva vieja
Por Infobae
“Sos todo… ¡todo! Sos la primera mujer el primer día de la Creación. Sos madre, hermana, amante, amiga, ángel, demonio, tierra, hogar”, le dice él como hipnotizado. Sabe que nadie puede ser realmente todo eso.
Pero Sylvia no era de este mundo. Rubia, perfecta, casi exagerada con su strapless negro y bañada por las aguas de la Fontana di Trevi, la palabra exuberancia parecía haberse inventado para ella. Marcello la miraba de lejos, como si se diera cuenta, ¿pero cómo resistirse a su “Come here…” susurrado? Cuando al final sucumbe a entrar con ella en la Fontana di Trevi, apenas si la toca para no perderla. Entiende que, como pasa siempre con los amores platónicos, el hechizo se romperá cuando él se acerque.
Es una de las escenas más icónicas del cine, pero cuando a Anita Ekberg le decían que Federico Fellini la había descubierto al imaginarla como esa mujer de ensueño de La Dolce Vita (1960), se indignaba: “Quieren hacerle creer a la gente que Fellini me hizo famosa, y fui yo la que lo inventó a él. ¡Hay tantos que dicen que me descubrieron! ¡Hice más de 50 películas!”
Tenía razón: aunque el mundo la hubiera conocido como la diva de Hollywood que cautivaba a Roma –y a su mismísima esencia, Marcello Mastroianni–, hacía casi una década que ya era un sex symbol para los estudios, como “la Marilyn Monroe de Paramount”.
Fellini jugaba con esa comparación en el guión de la Dolce Vita; cuando un periodista le preguntaba a su Sylvia si dormía con pijama o camisón, ella parafraseaba a su alter ego: “Ninguno de los dos. Duermo sólo con dos gotas de perfume francés”.
A diferencia de Marilyn, sin embargo, Anita vivió para ver su propia decadencia, el gran tema de la película. Al final, de aquella diosa frívola y sensual, sólo quedó el pelo rubio y largo, y así lo llevó hasta la vejez: era quizá el único atributo de aquel pasado de esplendor que podía retener. Si Monroe murió sola y en la tristeza, Ekberg lo hizo en la indigencia y olvidada. Las dos mujeres objeto por excelencia terminaron descartadas: a Hollywood ni a nadie le interesaba una diva deprimida, y menos una vieja.
Nacida en Malmö, Suecia, el 29 de septiembre de 1931, comenzó a trabajar como modelo en su adolescencia. Sexta de ocho hermanos, fue su madre la que insistió para anotarla en un concurso de belleza. Primero ganó el de su pueblo, y luego se convirtió en Miss Suecia. Casi no sabía inglés cuando cruzó el Atlántico para competir en los Estados Unidos por el título de Miss Universo. Tenía sólo veinte años.
No ganó, pero logró algo mejor: un contrato de estrella en ascenso con Universal que le valió, en ese momento, clases de teatro, declamación, baile, esgrima y equitación. De todo eso, Anita se salteó bastante, y sólo aprovechó para montar a caballo por las colinas de Hollywood. Y aunque esa sola ya la transformaba en una aparición, Universal le rescindió el contrato tras apenas seis meses. Con el tiempo tomó conciencia de que había desperdiciado una oportunidad de oro para ir detrás de papeles más grandes.
Pero, entonces, no era lo importante. Tenía mucho más de lo que había ido a buscar: una serie de apariciones fugaces en films como The Mississippi Gambler (1953), Take Me to Town (1953), The Golden Blade (1953), y Abbott and Costello Go to Mars (1953), donde interpretó a una mujer de Venus –en efecto, no era de este mundo–; y una fila de romances con los máximos galanes de la época, como Frank Sinatra, Tyrone Power, Yul Brynner, Rod Taylor, Errol Flynn y Gary Cooper. Ella se prestaba al juego, posaba para Playboy, y hasta arreglaba fotos robadas en las que tenía algún percance con su vestido y quedaba, sin querer, al descubierto.
Fue suficiente para que John Wayne la fichara para su productora y le diera su primer rol con algo de texto en Blood Alley (1955), junto a él y Lauren Bacall. Pronto estaba haciendo de ella misma junto a Dean Martin y Jerry Lewis: en Artistas y Modelos (1955), su personaje se llamaba Anita.
En 1956, Paramount la llevó a Roma a filmar Guerra y Paz, de King Vidor, con Audrey Hepburn, Henry Fonda y Mel Ferrer. Tolstoi no hubiera elegido mejor a esas dos bellezas contrapuestas: la paz era Audrey, la guerra era ella. Eckberg partió después a Londres a filmar con una productora inglesa las aventuras de Zarak, con Victor Mature. Al año siguiente actuó en Valerie, de Gerd Oswald, que volvió a dirigirla en un coprotagónico con Bob Hope y Fernandel en Paris Holiday (1958). Y de ahí de regreso a Roma, para hacer de Zenobia en el drama histórico Sheva el gladiador (1959), a las órdenes de Guido Brignone y, después de que el director enfermara –murió al día siguiente del estreno–, de, nada menos, Michelangelo Antonioni. El guión era de Sergio Leone.
Anita ya no iba a irse de Roma. Se quedó para hacer La dolce vita y convertirse en la fantasía de Fellini y de una generación. Actuó en El último tren a Shangai (1960), Los tres etcéteras del Coronel (1960), The call girl business (1960), La puerta cerrada (1961), y, en 1962, hizo un cameo en Bocaccio, con Sophia Loren y Romi Schneider, y otra vez dirigida por Fellini, junto a un dream team integrado por Mario Monicelli, Vittorio De Sica y Luchino Visconti. Otra vez sería una mujer imaginada: la cara –y el cuerpo– de un póster que obsesionaba al protagonista.
“Las cosas se volvieron un poco aburridas para mí después de La Dolce Vita, porque todos los productores y directores en Italia, Inglaterra y los Estados Unidos querían que recreara el mismo rol: la estrella de cine americana que se mudaba a Roma”, dijo en una entrevista con el Sun herald muchos años más tarde. Ese papel lo jugó con soltura mientras tuvo la lucidez para generar pequeños escándalos.
Igual que en sus comienzos arreglaba las fotos robadas con los paparazzi, ya consagrada arreglaba títulos picantes, en lo que no dejaba a salvo a ninguna figura del espectáculo. Fueron célebres sus peleas con Gina Lollobrigida –”No la soporto”, decía–, y sus declaraciones sobre la pérdida de atractivo de galanes como Marlon Brando y Alain Delon –”Eran hermosos, pero no envejecieron bien. Las mujeres envejecemos y los varones también, pero a ellos nadie les dice nada, ¡y se ven como el diablo!”–, o sobre cómo todo el mundo había copiado su estilo – “Ahora todas son rubias, ¿acaso vieron a alguna presentadora de noticias que no sea rubia? Hay más rubias en Italia que en toda Escandinavia, y se supone que son todas morochas del Mediterráneo. Pero todas se tiñen… rubias, rubias, rubias”–.
Tuvo dos matrimonios, con Anthony Steel (del 56 al 59), y con Rick Van Nutter (del 63 al 75), dos actores de clase B y dos experiencias “desafortunadas”, según ella. También un comentado affaire con el magnate de Fiat Gianni Agnelli, a quien reconoció en 2010, en una entrevista con La Reppublica como: “El único gran amor de mi amarga ‘dolce vita’”.
En esa entrevista contó que la historia entre ellos comenzó antes de la mítica escena de la Fontana di Trevi y “duró mucho más de lo que hubiera imaginado”, pese a que él estaba casado. “El último recuerdo que tengo de él es de cuando le dijeron por teléfono que su hijo se había suicidado y él quiso ir a verlo en persona”, dijo en la misma nota. Fue en el 2000, y Agnelli murió tres años después. “Era maravilloso, un italiano de los que ya no quedan, el hombre que una chica como yo quería tener: inteligente, activo, irónico”.
Y aunque lo negara como su padrino en el estrellato, su gran amor del cine, fue Fellini, el mismo que la bautizó Anitona. En 1987 la dirigió por última vez en el falso documental Intervista, en donde Mastroianni llegaba a verla a su villa en Genzano y los dos, ya grandes y lejos del esplendor de La Dolce Vita, volvían a mirar juntos las escenas de la película, y a esas versiones jóvenes y hermosas de ellos mismos. El tiempo había pasado para los dos, pero la crítica se concentró, tal como ella sabía, en los estragos que había hecho con ella –”En los varones no importa, siempre rescatan su talento como actores”–.
El biógrafo de Fellini, Tullio Kezich, le dijo a The New York Times en 1999 que, cuando le preguntó al director si alguna vez se había acostado con Ekberg, porque la gente quería saberlo, le respondió que por favor y por todos los medios les dijera que había sido así.
Cuando Fellini murió, en 1993, su mujer, Giulietta Masina, le pidió perdón en público a Anitona: “Siempre pensé mal de vos, creí que estabas teniendo una aventura con mi esposo. Fuiste la única que me acompañó en el peor momento suyo, cuando todos desaparecieron. Me disculpo por haber desconfiado”.
Tal vez nadie la había entendido como el creador del mito: “El problema de Anita es que cree que todos los hombres quieren dormir con ella. Lo peor de todo: es cierto”, decía. A él, o a su fundación, recurrió cuando ya no le quedaba nada, después que, tras un accidente en el que su perro gran danés le quebró la cadera, los ladrones desvalijaron su casa mientras estaba internada. Se llevaron sus joyas y sus muebles, y los pocos recuerdos que dejaron fueron devorados por un incendio.
Era 2011 y, desalojada mientras su abogado pedía asistencia al Estado, se recluyó en un geriátrico donde se negaba a recibir visitas. No quería que nadie la viera en su silla de ruedas y “hecha pedazos”. Pero una periodista logró entrevistarla para La Gazeta Literaria. Ya nadie la recordaba cuando le confesó a Cristiana Zanetto que se sentía “un poco sola”, pero que, en esa soledad, no se arrepentía de nada: “Amé, lloré, gané y perdí. Y hasta llegué a enloquecer de felicidad”.
Murió cuatro años después, el 11 de enero de 2015, en la clínica San Raffaele Rocca di Papa, en Roma, por las complicaciones de varias enfermedades crónicas. Tenía 83 años y poco quedaba de esa chica salvajemente saludable, capaz de meterse al agua helada de la Fontana di Trevi sin dudarlo, mientras el viril Mastroianni tomaba whisky desde afuera para darse ánimo. Pero mantuvo la coquetería hasta el último momento.
Al final de la entrevista con Zanetto, la diva le pide un capuccino y, cuando la periodista regresa con el café, descubre que la actriz –como la aparición que alguna vez fue– ya no está ahí. Una enfermera le explica entonces que era lo que hacía siempre: “Pide un capuccino y desaparece. Dice que es para que no dejen de desearla”.