Ya era de noche. Y sucedían todas las cosas que suceden en un crucero. Los salones comedores estaban repletos, en el casino los croupiers acomodaban cartas en un sabot mientras las máquinas de jackpot no paraban de sonar, algún cantante que conoció tiempos mejores cantaba para un público de una euforia sobreactuada, otros seguían en las piletas de la cubierta, alguna pareja tenía sexo en un camarote, otras se peleaban, varios señores tomaban tragos gratis en soledad, unos chicos corrían detrás de una pelota mientras alguien los retaba, el capitán del barco y su joven acompañante miraban desde el puente de mando la hermosa Isla de Giglio.
Por infobae.com
Eran las 21.30 cuando un fuerte golpe sacudió la embarcación. Un cimbronazo que apagó las luces. Y un gran estruendo, una detonación ahogada. Después de unos segundos de incertidumbre, los miembros de la tripulación trataron de mostrarse serenos ante los pasajeros. Los que tenían más experiencia sabían que algo malo había sucedido. Nunca habían sentido semejante ruido ni experimentado un sacudón similar. Los pasajeros, en la oscuridad, perdían la calma. Todo empeoró cuando algunos notaron –y se lo comunicaron al resto- que el barco se estaba inclinando.
No había órdenes oficiales. Sólo pedidos de calma y frases de ocasión que minimizaban el problema. Los integrantes de la tripulación se fueron desvaneciendo. Cada tanto por los altoparlantes se escuchaba una voz que decía que sólo se trataba de un problema eléctrico que pronto sería solucionado. Las luces de emergencia alumbraban tibiamente la desesperación de los pasajeros que, ante la evidente escoriación del barco y el desamparo, corrían y chocaban entre sí buscando los botes y los chalecos salvavidas.
El 13 de enero de 2012, diez años atrás, el crucero Costa Concordia naufragó en la Toscana, muy cerca de la Isla de Giglio, un paraíso de 800 habitantes. Era uno de los cruceros más grandes del mundo; medía 290 metros de largo y 61 de alto. Contaba con 1.500 camarotes, 5 restaurantes, 13 bares, teatros, casinos, discotecas, piletas de natación, jacuzzis, circuito de running y simulador de Fórmula 1 entre otras comodidades y atracciones. 4229 personas, entre pasajeros y tripulantes, iban a bordo.
El capitán Francesco Schettino hizo que la nave pasara muy cerca de la Isla de Giglio. Fuera de rumbo, el crucero chocó con una gran piedra. El barco naufragó. En poco tiempo quedó acostado en el agua. Murieron 32 personas y más de 100 sufrieron heridas.
Tiempo después del suceso apareció un video filmado con un teléfono. No se sabe quién lo grabó. El choque había ocurrido hacía una hora. En el puente de mando del Costa Concordia sólo hay confusión. Si el capitán no se hubiera hecho célebre (en inglés tienen una palabra perfecta para determinar la celebridad pero por los motivos equivocados: infamous), nadie que vea ese video podría decir que él era el que estaba al mando. Nadie da órdenes. No se toman decisiones. Sólo se ve confusión y parálisis. Y un poco de resignación. No hay discusiones. Alguien, fuera de campo, avisa que los pasajeros ya empezaron a evacuar por su cuenta. Schettino responde: “Bueno, está bien”. Unos minutos después sonó la alarma de evacuación. Una hora y trece minutos después del choque. El crucero, mientras tanto, estaba siendo, lentamente, tragado por el mar.
Durante la tarde del 13 de enero, el maitre general del Costa Concordia fue a hablar con el capitán Schettino. Necesitaba pedirle un favor. Dio algunas vueltas hasta que se animó. Quería que el crucero se acercara a la costa de la Isla de Giglio, su tierra natal. Quería que sus familiares y sus amigos de la infancia vieran que le había ido bien, que apreciaran el lugar en el que trabajaba. El capitán aceptó de inmediato. Schettino era afable y esos pequeños gestos de demagogia, creía él, lo fortalecían ante la tripulación. Además haría sonar las sirenas del crucero en honor a un ex capitán que ahora vivía en la isla (en el juicio Schettino dijo la maniobra era un buen 3X1: además servía de publicidad para la compañía). Desviarse de su curso original no era algo tan inusual en los cruceros y solía ser atribución exclusiva del que estaba al mando. Pero ese gesto amable, el homenaje improvisado, terminó en tragedia. La colisión con unas rocas abrió una vía en el casco y el agua y el tiempo hicieron el resto.
Schettino, más allá de los delitos tipificados por el Código Penal Italiano por los que después sería juzgado, incumplió otra norma, acaso más sagrada: abandonó el barco, su barco, antes que cientos de pasajeros. Mientras algunos no conseguían bote y se lanzaban con desesperación al mar, él ya estaba en la costa mirando el desastre.
La evacuación fue caótica. Nadie dio las directivas necesarias, ni llevó tranquilidad. Nadie se preocupó por organizar la salida ordenada. En algunos botes hubo más de 70 personas, 30 más de las indicadas. Pero la mayoría de la tripulación, capitán incluido, se puso a salvo muy rápidamente.
La tradición de mar indica que el último en bajar es el que está al mando. Y a veces, ni siquiera eso alcanza. La pérdida de la nave y de las vidas de las personas a su cargo llevó a varios capitanes a quitarse la vida. No fue el caso de Schettino que privilegió la propia. A modo de defensa esgrimió un tropezón. Dijo, sin ponerse colorado, que debido a la inclinación del barco cayó sobre uno de los botes en el momento en que era descendido. Nadie le creyó.
Es memorable la conversación con Gregorio De Falco, el Comandante de la Capitanía de Livorno, que no comprendía cómo Schettino no estaba en su barco. La grabación se filtró de inmediato. El diálogo es tenso desde el principio. Desde Livorno, De Falco se presenta y le pide a Schettino que se identifique. Luego con tono urgido le dice que en la parte de proa hay una escalera de soga, que se dirija hacia ella y que vuelva a subir al barco. Schettino, con toda tranquilidad, le dice que está dirigiendo las tareas de rescate desde la lancha que lo sacó del mar. De Falco se impacienta. Le ordena que suba, que hay gente atrapada. Que desde allí informe si son chicos, mujeres o ancianos y que se fije cuáles son sus necesidades. Schettino parece no acusar recibo. Se nota que no tiene interés alguno en volver a subir a su crucero. “¿Qué hace ahí? Súbase al barco ya mismo. ¡Es una orden!” le gritó el comandante desde el otro lado de la radio.
– En este momento el barco está inclinado…– trata de explicar Schettino.
– Entiendo. En este momento hay gente bajando por la escalera de proa. Usted haga el camino inverso por esa escalera. Sube y me dice cuántas personas hay y que cosas tienen a bordo. ¿Está claro? Y dígame si hay chicos, mujeres o personas que necesitan asistencia. Y me dice el número exacta de cada una de estas categorías. ¿Está claro? Mire Schettino, usted tal vez se haya salvado del mar pero ahora le va a ir mal de verdad. Yo voy hacer que lo pase muy mal. Vaya a bordo- responde furibundo el comandante De Falco.
– Comandante, por favor…
– Nada de por favor. Vaya a bordo ahora mismo. Asegúreme que está yendo
– Estoy yendo con la lancha de rescate. Estoy acá, no estoy yendo a ningún lado. Estoy acá.
– ¿Qué está haciendo comandante?
– Estoy coordinando el rescate.
– ¡Qué va a estar coordinando ahí! Vaya a bordo. Coordine el rescate desde ahí. ¿Se está negando?
Schettino acorralado seguía sacando excusas (paupérrimas) de la manga. Después de justificarse porque tenían otra lancha delante, intentó enviar a su segundo, al avisar de soslayo que estaba con él. El comandante no podía creer que el segundo tampoco hubiera cumplido con su deber y también trató de mandarlo de nuevo al crucero hundido. “Vayan los dos”, ordenó. Pero la excusa más pueril e increíble de Schettino fue que estaba demasiado oscuro.
De Falco, días después declaró: “Abandonar el barco es más que desertar. Es traicionar el Código Marítimo”. En el transcurso de la conversación (si así se pudiera llamar) de menos de cuatro minutos, el comandante De Falco le ordenó a Schettino que volviera a bordo más de diez veces.
Cuando esta grabación se difundió y todos pudieron escuchar como el capitán esquivaba su deber y de qué manera escapó para conseguir un lugar seguro, dejando cientos de pasajeros atrapados en el Costa Concordia, su futuro quedó signado. El impacto sobre la opinión pública fue enorme.
A esta historia hay que sumarle un personaje más. Alguien que estaba en el Costa Concordia pero de cuya presencia se supo bastante más tarde. No figuraba en la lista de pasajeros. Tampoco en la de tripulantes. Podría haberse tratado de un fantasma pero era algo ligeramente más profano. Era la amante del Capitán Schettino.
Domnica Cemortan era una joven bailarina moldava que aceptó una oferta casi imposible de rechazar por parte de Schettino: unos días a bordo de ese hotel lujoso sobre el mar con todo pago y sin restricciones de uso de sus instalaciones. Cuando en el juicio le preguntaron cómo hizo para abordar la nave respondió con toda naturalidad: “Cuando sos la amante del capitán al subir no te piden el boleto”.
El capitán estaba casado en ese momento –la esposa lo dejó después del naufragio y de conocerse su relación con Cermotan-. Eso hizo que la opinión pública italiana todavía lo odiara más. La noche del siniestro habían cenado juntos y después de los postres, Schettino y la joven moldava subieron al puente de mando para poder apreciar mejor a la Isla de Giglio cuando pasaran frente a ella. Muy cerca de ella.
El capitán Schettino se convirtió en el gran protagonista de la tragedia. La historia de ninguna víctima opacó la del gran responsable. El juicio tuvo lugar casi tres años después. Generó tanta expectativa que la sala de audiencias se montó en un viejo teatro.
El capitán se mostraba relajado y elegante. No cedió en ningún momento su imagen de playboy. Trajes impecables y anteojos de sol, abrigos caros, el pelo con gel brillaba. Cuando le llegó el turno de declarar impidió que la televisión transmitiera en vivo sus palabras.
Se mostró elocuente. Expresó su pesar por la muerte de los 32 pasajeros y se defendió como pudo. Afirmó que él salvó muchas vidas gracias a que con sus maniobras logró acercar la nave averiada a la costa. Y que eso habría facilitado el naufragio. El tribunal lo condenó. Lo encontró culpable de naufragio, homicidio culposo, lesiones, abandono de la nave y por incumplimiento de su deber de informar de inmediato del estrago.
Las Verdades Sumergidas. Ese fue el título del libro que el capitán publicó mientras esperaba el juicio. Se convirtió en un best seller inmediato: en las dos primeras semanas vendió 20.000 ejemplares. El morbo de saber más, de encontrar explicaciones, de ver a alguien luchar contra el escarnio y la vergüenza, de escuchar al que se está deshaciendo en tiempo real y a la vista de todos.
Francesco Schettino cumple su condena de 16 años de prisión en la cárcel de Rebbibia en Roma. Su conducta es ejemplar dijo hace poco la máxima autoridad de la cárcel. El director del presidio lo definió como un preso modelo. Estudia derecho y periodismo. Sus notas son excelentes. Las carreras que eligió no parecen casuales. Cree que el desconocimiento de ambas ramas fue lo que lo hace pasar sus días tras las rejas. Está convencido de que él fue un chivo expiatorio, no se siente responsable. Señaló al resto de los oficiales y adujo que no fue avisado a tiempo. Los cinco que le seguían en la jerarquía del barco acordaron con la fiscalía penas leves que fueron de los seis meses a los dos años de prisión en suspenso.
El barco quedó acostado frente a la isla de Giglio durante dos años. Después de cientos de millones de dólares, lograron enderezarlo y transportarlo al puerto de Génova. Pero no fue reparado. Había demasiada tragedia dentro suyo. El Costa Concordia fue desguazado. La compañía propietaria del buque sufrió cuantiosas pérdidas económicas.