Un par de tweets del compatriota Oswaldo Guerreiro (@ojguerreiro) en los que mostraba tanto el “afiche” como el programa del homenaje que se rindió el 14 de marzo de 1885 en el Teatro Municipal de Caracas al “poeta desquiciado” –como lo alude una reseña de Olga Santeliz–, Francisco Antonio Delpino y Lamas, invitan a reflexionar sobre ese gran acontecimiento humorístico, con indiscutibles consecuencias políticas para el país, que constituyó La Delpiniada.
Eran los tiempos del general Antonio Guzmán Blanco, una figura política tan afecta a las adulaciones, que llegaba al extremo, como diría Zapata, de adularse a sí mismo. Se autohomenajeó con sendas estatuas, una ecuestre lo que cuestre, ubicada entre la antigua sede de la Universidad Central de Venezuela y la entrada del Congreso. La otra, pedestre, no por ramplona, sino porque lo representaba a pie, con actitud que le hacía parecer una suerte de émulo tropical del gran Pericles griego, estaba ubicada en lo alto del paseo de El Calvario, por él también construido y bautizado con el nombre –como era de esperarse– de “paseo Guzmán Blanco”, aunque le hubiese cuadrado mejor el nombre de: “El Calvario de Guzmán Blanco”. Hubo un estado Guzmán Blanco, un teatro Guzmán Blanco. En fin, fue un hombre dado a recibir siempre elogios y adulaciones, entre las cuales figuraban la de vastos sectores intelectuales de la época que acudían a sus veladas en su casa de campo de Antímano.
En este contexto, un grupo de jóvenes estudiantes caraqueños decide rendir este homenaje bufo al popularmente conocido como “el chirulí del Guaire”, el lunático pseudopoeta Delpino y Lamas. Para ello realizaron una parodia que, aunque no hacía referencias explícitas al presidente, aludía de manera evidente al único personaje destinatario de homenajes en el país en ese tiempo y a las formas y discursos alabanciosos con los cuales usualmente se le rendía pleitesía. El acto se celebró en el teatro Caracas y tuvo hondas repercusiones en las protestas posteriores en contra de Guzmán Blanco. Del acto humorístico salió un movimiento y un periódico. Demás está decir que los organizadores del evento fueron encarcelados.
En el programa del acto en honor al poeta, además de lectura de poemas salidos de la florida pluma del protagonista del evento, hubo música, representación de una comedia, ofrendas literarias y naturalmente un discurso laudatorio pronunciado por “un diserto prosista y elocuente orador”. Se colgó al cuello de Delpino, al final, una exagerada corona y fue conducido en carro descapotable por las calles de Caracas hasta su residencia en El Guarataro
Guzmán Blanco, que se encontraba en ese momento en Europa, era megalómano, pero no bruto, inmediatamente se dio cuenta de que un país ya harto de él, le sometía al inapelable revocatorio del humor, cuyo poder y alcance seguramente no le era ajeno a un hombre acostumbrado a la cultura europea y particularmente a la francesa. Así, seguramente, debió percibirlo al regresar al país al año siguiente para ejercer su último mandato, conocido como el bienio, que no llegó a concluir. Frente a la fuerza de la protesta humorística, se encontraba Guzmán demasiado indefenso, solo contaba con armas, soldados y cárceles. Su desventaja era evidente. Así pues, harto de tanta guachafita en un país que era como un “cuero seco”, decidió renunciar a la presidencia para irse definitivamente a París, donde murió rodeado de sus Corots.
A 137 años de La Delpineada, la adulación y los elocuentes discursos vacíos siguen siendo –tal vez más que en ningún otro tiempo– costumbre de la política nacional. Así pues:
Cuando por tu vergel vaya un canario
Y entre flores te cante divino
No lo espantes, que es mi humilde emisario
Tu cantor, Francisco Antonio Delpino.